MADE IN HONG KONG
En las más altas montañas de esta cordillera
viven pájaros cautivos.
Si descienden lentamente o si caen en picado,
el resultado es el mismo: arden las alas
y se estrellan contra el suelo.
El valle con sus hierbas y sus flores, su agua fresca,
insectos, lagartijas y roedores, es zona prohibida;
inalcanzables el pino y sus piñones,
la dorada mariposa, la zumbadora abeja y su miel;
inalcanzable el cálido perfume
y más inalcanzable aún la miga de pan
y la encarnada amapola.
Condenados, pues, a sobrevolar las cumbres,
pájaros extraños entre paredes de piedra
y hielo que jamás se derrite
vuelan en círculos arriesgando su vuelo,
su estructura alada, su integridad;
alguna que otra planta es venenosa,
el alimento no abunda
y la depredadora es el águila.
Como ese pájaro que se posa,
en contadas ocasiones, sobre la roca desnuda,
te adentras en el inhóspito laberinto
de los libros que no contienen una sola verdad.
Los pasillos entre las estanterías son tan estrechos
que impiden el vuelo; un coro de voces extranjeras
acompañan y cubren a la voz principal
hasta hacerla inaudible.
Botas de cuero para montar a caballo,
secas o muertas; fotografías de Egipto y de Estambul
pegadas hace décadas sobre las páginas
de un álbum negro;
ejércitos de plomo; bronces sin brillo;
ceniceros aprisionando colillas.
En ese laberinto inglés, dos láminas enmarcadas
de Louis Wain. El propietario pide por ellas
lo que valen para él; reacciona con sarcasmo
cuando se le pregunta si son originales:
"Se trata de Louis Wain, ¿qué piensa usted?,
una simple postal vale lo que vale, Louis Wain."
Cuando uno se confiesa gatomaníaco,
el viejo librero desaparece y reaparece
con un minúsculo gatito negro de ojos amarillos
en la mano: "Me lo regaló mi madre
cuando cumpli once años, ahora tengo setenta y dos,
calcule usted. Comprado en Londres, hacia 1954."
En el gatito una inscripción ilegible.
No acepta pagos que no sean en efectivo.
El cajero automático solo dispensa billetes
de cincuenta. Aprovechas el viaje de vuelta
para comprar una botella de Soma
con su bello pájaro en la etiqueta.
Te sientes como el pájaro de las alturas,
feliz por haber descubierto una comestible
mora negra o un solitario arándano azul.
De vuelta a casa y aplicando la lupa descubres
que la inscripción del gatito dice:
"Made in Hong Kong".
En algún lugar escondido de tu laberinto personal
guardas tu máscara de pájaro
y un fragmento diminuto de piedra gris
donde se intuye la mitad posterior de un león tallado
y erosionado por el tiempo.
La máscara tiene veinte años;
la piedra, quizá, dos mil. Ningún objeto vale
si no se arriesga en el precio. Al gatito negro
no se le puede desprender el polvo adherido.
Si el pájaro de las montañas desciende al valle
se queman sus alas, se estrella y muere.
Y si alguien como tú se interna
en el laberinto de las mentiras encuadernadas,
después te asaltan los sueños donde una multitud
de gatos antropomórficos
intenta derribar una puerta, sin conseguirlo,
en un jolgorio gatuno imaginado desde el genio
y la esquizofrenia.
Un pájaro de las alturas nunca
debe lanzarse contra la cola de un felino.
Cada protagonista de este relato inventado
piensa que su mundo es real: el león de piedra,
el águila voraz, la mariposa dorada,
la abeja zumbadora, el tímido ratón,
el lagarto de Rodas, el soldado pintado.
Tampoco el que cuenta la historia
ni el lector son reales;
aquí se describe un sueño:
en las más altas montañas de esta cordillera
viven pájaros cautivos.
Y tú, que crees dominar el vuelo
y a todas las criaturas mencionadas,
debes saber que todavía la cúspide mayor te niega,
que esa altura es la noche iluminada,
y que todos los pájaros que allí vuelan
no son más que sombras sin consuelo.
Salvador Alís.
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