lunes, 23 de febrero de 2015

SINN SISAMOUTH

FEBRERO

FEBRERO

Aciago Febrero, no eres el mes más corto del año,
duplicas el frío que mana como el agua de tus fuentes,
el aliento de tus muertos sin antorcha
y la resignación de tus galgos condenados.

Funesto Febrero, mes sin uvas en una copa vacía,
no eres el segundo mes de nuestra vida,
no anuncias la primavera que ha de venir,
mes decimocuarto, heraldo de la desdicha.

Ominoso Febrero, tu rostro se envilece con herpes
y tu voz se ahoga en charcos de veneno,
tus veintiocho días eternos, burla del tiempo,
tu ojo cegado, tus manos sucias.

Abominable Febrero, tu figura y tu esqueleto
bajo la piel de un lobo negro, vivir y morir en este día
que hurtas al destino, puerta cerrada,
péndulo que no se detiene.

Pérfido Febrero, mes escondido, dolor latente,
desde tu nieve y con la sola intervención de tu aliento,
secando esta mirada como antes secaste la mirada
de aquel verano imposible de olvidar.

Cruel Febrero, campo del invierno donde se alimentan
las termitas y los gusanos, los chasquidos de tu látigo
son las toses en que te meces y abandonas,
cruz invertida, mes loco a fuerza de inestable.

Nefasto Febrero, mes decimocuarto y último,
los inconfesables secretos que guardan tus estadísticas,
el horror bajo tu capa de arpillera.
Uno de ambos habrá de vencer y temo no ser yo.

Salvador Alís.




MENG KEO PICHENDA

FEBRUARIUS



FEBRUARIUS
Cornelis Dusart (1660 - 1704)

miércoles, 11 de febrero de 2015

LOS GATOS DE LOUIS WAIN / 3

 

 

 

 

 

 

 

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 5

ROPA PINTADA

     Esta entrada también podría titularse "La higuera" o "La camboyana". Sucedió en Ibiza, en el verano de 1984. Entonces yo compartía una casa de campo en una colina entre la Vila y Sant Josep de sa Talaia, con mi "amante", su joven amiga, un pastor alemán llamado León y tres gatos.
     Mi amante trabajaba para un falso pintor y mago fracasado. La joven amiga vivía de su juventud y su cuerpo. León robaba prendas de vestir en los tendederos de otras casas en la colina, preferentemente sandalias y zapatillas. El gato negro dormía al sol. El gato gris buscaba, temeroso, mi protección y mis caricias. Y Orgulloso, despues de haber sobrevivido a un atragantamiento con un hueso, miraba atento a su alrededor con sus enormes ojos oscuros.
     La higuera, en el borde del camino que subía a la casa, me daba a mí los buenos días cada mañana reclamando su cuerda y mi silla.
     Yo había conocido a una italiana desmesurada, enorme en su léxico, carácter, simpatía, generosidad, apasionada del vino blanco y atrevida con la cocaína, encargada de una tienda de moda adlib en el Carrer Fosc, para la que pintaba faldas, blusas y pantalones a xxx la pieza.
     Una vez a la semana la visitaba para entregarle lo pintado, cobrar el trabajo y recoger el paquete de ropa blanca donde plasmaría, durante los seis días siguientes, mis contradicciones, visiones y sentimientos. Ese era, sin duda, mi mejor día. La italiana no solo me pagaba lo acordado (más alguna que otra propina) sino que me invitaba a vino y me retenía hasta la medianoche con sus historias y confidencias. Y poco antes de que llegaran sus amigos, nos hacíamos unas rayas en la trastienda. Y luego cenaba con ellos. Y la italiana insistía en llevarme en su coche hasta Ku o hasta Amnesia. Y todo lo pagaba ella, las copas y las rayas, con la especial habilidad de no hacerme sentir nunca que le debiera nada.
     Y no obstante mi autoestima estaba por los suelos. Mi "amante" me dijo que ya no me amaba, que el amor -como todo en la vida- tenía un comienzo y un final. La joven amiga libertina repartía números a los hombres que hacían cola frente a nuestra casa. A León, un loco dóberman le mordió los testículos; tuvimos que llevarlo al veterinario para una cura de urfgencia. También su autoestima quedo tocada.
     Como es lógico, cuando los demás se desnudaban, yo no me desprendía de mi anticuado bañador en las playas nudistas. Un día, a solas con mi "amante" en una cala solitaria, sentí la tentación de golpearle la cabeza con una piedra y tirarla al mar. Pero al final me contuve y me evadí de ese pensamiento imaginando como madurarían los higos en su higuera.
     Mi "amante" disponía de un coche. Y nuestra amiga y yo nos turnábamos en el uso de una vieja mobylette, aunque a veces viajábamos los dos en ella, conduciéndola indistintamente según el momento. Fuera yo delante o detrás, la experiencia siempre resultaba turbadora: o se abrazaba a mí apoyando sus pechos en mi espalda, o yo me cogía fuerte de su cintura sintiendo sus nalgas entre mis piernas.
     Después de cuatro meses de abstinencia, una noche en que nos quedamos solos en la casa -mi "amante" desaparecía de vez en cuando- la libertina se presentó ante mí prácticamente desnuda, con apenas unas sandalias de cuero romanas y unas braguitas blancas. Lo puso fácil, pero yo no me atreví, tal era mi estado de desconfianza y desolación.
     Lo intenté con la italiana, sin éxito, porque al parecer el sexo no entraba en sus planes. Fue una noche de principios de agosto, a la salida de Pachá, después de que ella me contara que uno de mis diseños lo había comprado esa tarde Nina Hagen. Mi euforia no fue correspondida.
     La higuera, en el borde del camino que subía a la casa, me dijo que para hacerme respetar debía ganar más dinero. Así fue como, de alguna forma, traicioné a la italiana y conseguí otra patrocinadora: una camboyana de rasgos muy exóticos y curvas voluptuosas que regentaba otra tienda de moda adlib en el Carrer Enmig.
     Mis dibujos comenzaron a volverse más y más intrincados. Los colores fueron desapareciendo a favor del negro, pero yo doblé mis ganancias. Y cuando llegaron las lluvias, ya entrado septiembre, entre la ilaliana y la camboyana mi corazón se enmarañaba en un laberinto de caminos pintados que no conducían a ninguna parte.
     El dinero fluía, la cocaína ya no dependía de invitaciones ajenas, León se estaba haciendo grande, la ruptura era evidente, nuestra amiga seguía repartiendo números a diestro y siniestro, el gato negro y el gato gris pendientes de los mimos y de los árboles, Orgulloso mirándome tan fijamente y los higos tan dulces en la higuera.
     Un curso acelerado sobre el arte de la traición y ya me sentía preparado para cambiar de isla y dejar atrás el desprecio y el menosprecio, la burla infinita de las viejas vaginas y los viejos testículos al aire y al sol en las playas nudistas.
     León se quedaría allí, al cuidado de los amantes de mi "amante". Para el gato negro y el gato gris, la anestesia estaba preparada. Para nosotros, los billetes de barco. Mi caricatura pisoteada en el camino donde la higuera dejaba caer sus frutos.
     Lo que más lamento es no recordar qué fue de Orgulloso, el tercer gato que me salvó la vida.
     Entre las estrellas que brillaban sobre las salinas encontré entonces mi máscara verdadera. Esa máscara se presentó ante mí como un destino. Y hasta hoy nadie sabe cuál es mi cara.
     El penúltimo día invité a la italiana a comer una paella en nuestra casa, presentes la "amante", la amiga, y los amantes de la "amante" y de la amiga. Y al final de la tarde quise ir a Dalt Vila para despedirme. La italiana me dejó ante el hotel Montesol. Sentidos besos y un abrazo sentido.
     Deambulé por calles y callejuelas, mientras oscurecía.
     La camboyana estaba a punto de cerrar la tienda. No había cuentas que saldar, pero la invité a una copa de champán, ahora que -gracias a ella- me lo podía permitir.
     A la tercera copa (no hay una sin dos ni dos sin tres) me preguntó si me apetecía acompañarla a casa. Yo tenía 29 años y ella seguramente 10 ò 15 más que yo. Un gato british azul guardaba su habitación. Y sobre la cabecera de la cama, dos marionetas gigantes parecían hacer el amor desde su absoluta inmovilidad.
    
    
     
    
    

domingo, 8 de febrero de 2015

BOB MARLEY / REDEMPTION SONG

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 4

INFORME SOBRE EL CONSUMO DE DROGAS EN UN CUARTEL

     Entonces se decía que para ser un hombre era necesario hacer la mili. Pues bien, aquellos tiempos, aquellos trece meses de servicio militar en Córdoba y en Sevilla, fueron el periodo más surrealista de mi vida.
     Llegué siendo un hombre -o al menos aparentándolo-, con mis 27 años y mi carrera universitaria, y me fui siendo un niño después de haber jugado a ese juego tan infantil de la guerra sin guerra, de disciplina caótica y órdenes tan absurdas que parecían desprenderse de los toques de bocina de Harpo Marx.
     Al primer idiota que me dio una orden absurda (por supuesto, un soldado raso) le puse una navaja en el cuello. Y así, de entrada, las cosas en su sitio.
     Casi un década llevaba yo fumando hachís de mediocre calidad. Y ahora estaba descubriendo el Sur.
     Desde el mando del Cuartel de Instrucción de Cerro Muriano se alentaba el consumo de alcohol entre la tropa: una cantina bien surtida y precios populares. No importaba que cada noche un tercio de la formación se viniera abajo por coma etílico, pero una vez a la semana hacían su trabajo los perros olfateadores entre las literas y las taquillas.
     La noche anterior al día de las elecciones que ganaría Felipe González, todos los soldados, sobrios, borrachos y fumados, dormimos o no dormimos vestidos y armados, por si acaso.
     Los domingos por la mañana, cuando tocaba limpieza y recogida general de colillas en los jardines y bosquecillos del cuartel, era el momento ideal para liar porros entre los árboles y acceder a otra realidad.
     Una vez pasada esa instrucción tan edificante y besado una bandera manoseada y salivada hasta la náusea, aterricé en el Cuartel de Ingenieros de la Avedida de la Borbolla en la ciudad de Isbiliya.
     Cuando nos preguntarón a cada uno lo que sabíamos hacer, para establecer nuestros destinos, dijé que yo escribía a máquina. Entonces usted -me dijeron- se va a las oficinas del Teniente Coronel.
     Entre "niños" de 18, 19 y 20 años, pronto me hice un hueco: la mejor litera y otros privilegios que no vienen al caso, un protegido rubio y sensible de piel muy blanca, una habitación para pintar.
     Como en horas muertas yo me entretenía con mi álbum de dibujo, y puesto que esta afición mía trascendió por la cadena de mando hasta el Coronel, él mismo en persona me encargó pintar un gran cuadro con el escudo del Regimiento.
     En las oficinas del Teniente Coronel, anexas a las del Coronel, pronto fui considerado y respetado. Un universitario a las ódenes del Sargento Primero Bonilla, el Teniente Urbano, el Capitán No Sé Qué y el Comandante No Sé Cuántos, más culto que todos ellos, un tipo que sabía hablar y escribir, alguien que redactaba cartas, peticiones, informes, que archivaba y encontraba archivos con celeridad, alguien que resolvía problemas y les hacía quedar bien cediéndoles el mérito.
     Eso ocurría en el primer piso. Al ras del suelo, entre mis compañeros, la situación variaba un poco. La verdad es que yo no descansaba ni de día ni de noche.
     Cuando se apagaban las luces, a las diez en punto, yo encendía una vela junto a mi litera y muchos acudían a mis sesiones de Tarot. Y puesto que respondía a sus preguntas y les adivinaba el pasado y el futuro, muchos se sentían en deuda conmigo.
     Por las tardes, cuando no salía del cuartel, realizaba por encargo retratos de sus novias, a menudo a partir de pequeñas fotografías de carné, en las espléndidas hojas DIN A3 de mi álbum.
     Por unas y otras tareas, nunca cobré dinero. En el caso de los jefes, me contentaba con permisos extras; en el caso de los soldados, invitaciones en la cantina o en los innumerables bares de Híspalis y pequeñas porciones de hachís.
     No en vano mi libro de cabecera se titulaba Haschisch, publicado por Taurus en 1974 y escrito por  Walter Benjamín.
     En El Quijote, pedir un "completo" significaba que el camarero ponía a tu disposición sobre la barra medio litro de cerveza y un platillo con papel de fumar, filtro, cigarrillo y china. El mechero lo ponías tú.
     Al parecer el gobierno socialista había despenalizado el consumo, y por tanto el miedo era limitado y la actitud, a veces, desafiante.
     En los recintos militares la cosa cambiaba, y era necesario adoptar precauciones. Eso no impedía que muchos fumásemos, incluso o preferentemente durante las guardias.
     Dados mis antecedentes, entablé gran amistad con dos colegas de Madrid, aficionados al tema; y junto a ellos recorrí casi todas las provincias andaluzas (menos Jaén) en fines de semana libres, en un pequeño renault tuneado.
     Casí al final del Servicio, de uno de nuestros viajes, nos trajimos de Algeciras varias bellotas de buena calidad. Y yo me paseaba por el cuartel, en esos días finales, con la mía en uno de los bolsillos de la camisa, el lugar que creía más seguro, a salvo de registros y perros olfateadores que sólo actuaban en los barracones.
     Un viernes por la tarde después de comer, cuando se suponía que mi trabajo estaba concluido y yo me preparaba para salir, un Cabo me comunicó que el Coronel requería mis servicios urgentemente en su oficina.
     Sin tiempo apenas a reaccionar o entender lo qué pasaba, me vi sentado frente a una máquina de escribir mientras el Coronel daba vueltas inquieto a mi alrededor.
     "Lamento molestarle y robarle parte de su tiempo libre. Pero intentaremos acabar cuanto antes. Le he hecho venir porque le necesito para dictarle un breve informe que el Alto Mando me ha pedido para primera hora de la mañana del lunes. Tome nota. Título: <<Sobre el consumo de drogas en el Cuartel de Ingenieros>>. Fecha: La de hoy. Del Coronel X al General Z. Tres copias. Y al acabar el texto, mi cargo y nombre completo bajo el firmado y el correspondiente sello. Comenzamos. Excelentísimo señor, dos puntos..."
     Durante tres horas me retuvo el Coronel en su oficina, a solas los dos, mientras a la altura de mi corazón, tras la fina tela del bolsillo de mi camisa, permanecía a resguardo, convenientemente envuelta en plástico, la bellota de hachís y el librillo de papel Bambú. Por si la protección del plástico no hubiera bastado, tengo que añadir que el Coronel, mientras exponía datos, cifras y conclusiones (verdaderamente muy lejos de la verdadera realidad), no cesaba de fumar uno tras otro sus cigarrillos Krüger.
    
     
    
    

    

jueves, 5 de febrero de 2015

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 3

LA FALSA HERIDA

     Ya desde mi "tierna infancia" fueron considerables en mí ciertas dotes para la simulación y el teatro. Valga como ejemplo la siguiente historia.
     La primera vez que vi un partido de fútbol -yo debía tener once años-, disputado sobre un campo de tierra bordeado de rocas, al pie de una colina donde crecían altos pinos, me pareció el más estúpido de los juegos. Esa opinión se ha mantenido invariable hasta hoy.
     El partido lo jugaban alumnos de mi recién estrenado Instituto. Y el árbitro era el profesor de gimnasia.
     Poco antes (o poco después) yo me había desmayado (o tendría que desmayarme), por un soplo cardíaco, en una iglesia, durante la ceremonia mediante la que se casaban mi hermano mayor y su dulce novia. Las pruebas, los análisis y el consiguiente diagnóstico implicaron una excedencia médica para la asignatura, aunque eso debió producirse más tarde.
     Mis juegos favoritos eran otros: cazar murciélagos en las cuevas, trepar a los cerezos, dar la vuelta a cinco pueblos en bicicleta, matar gatos con arcos y flechas hechos con varillas de paraguas, llamar a las puertas y echar a correr dejando ante ellas petardos encendidos. La disciplina de la gimnasia y la absurda finalidad de pretender colar una pelota entre dos postes no iban conmigo, no se correspondían con mi caracter.
     Yo inventaba mis propias reglas, aborrecía el trabajo en equípo, quería sólo jugar mi juego. Y, como es lógico, me rebelé cuando el profesor de gimnasia se empeñó en enseñarme las artes de la defensa y del regate. Su idea del magisterio consistía en jugar durante todo el curso escolar uno tras otro partidos de fútbol, pero al final calificarnos según el examen reglamentario, a saber: salto de longitud y de altura, potro, carrera, lanzamiento de peso, subir por una cuerda anudada, y otros desafíos semejantes.
     La primera estrategia que utilicé para eludir jugar esos partidos fue golpear con todas mis fuerzas la pelota, cada vez que se presentaba la oportunidad, para echarla fuera del campo e interrumpir el juego. Pero entonces el árbitro me obligaba a traerla de vuelta y eso me fastidiaba. Luego me dediqué a dar patadas a diestro y siniestro a los tobillos de los otros jugadores, para conseguir que el árbitro me expulsara por juego sucio y así poder esconderme entre los pinos y fumar. Pero cuando él descubrió que mi torpeza era premeditada, a pesar del daño causado, dejó de expulsarme y simplemente me amenazaba con restarme puntos en el examen final.
     Un buen día, muy temprano, antes de salir de casa y encaminarme al Instituto, se me ocurrió la brillante idea de hacerme pasar por cojo y evitar así el odiado partido. Mi madre guardaba en una caja de madera un pequeño botiquín. Ella aún dormía y mi padre ya se había marchado a su trabajo. Sin hacer ruido, cogí la botella de mercromina y puse con el gotero una generosa cantidad en mi rodilla derecha; y después la envolví con vendas, atándolas fuertemente. Todo esto pudo hacerse, por supuesto, gracias a que yo todavía usaba pantalones cortos.
     Llegué al Instituto puntualmente, a las nueve de la mañana, cojeando y con expresivas muecas de dolor, y conté a todo el que quiso oírme que me había caído por las escaleras de mi casa produciéndome una gran herída. La mercromina o aparente sangre traspasaba las vendas. Nadie sospechó nada.
     Evidentemente, permanecí al margén mientras los idiotas y su entrenador y árbitro corrían sin objeto persiguiendo una pelota amarilla. Y durante una hora fumé feliz mis cigarrillos bajo los árboles, en lo alto de la colina, escuchando cantar a los pájaros invisibles.
     El problema aconteció más tarde, a la salida del Instituto, cuando dos compañeros compasivos se ofrecieron a acompañarme hasta mi casa, pues más o menos llevábamos la misma dirección.
     Estaba cansado ya de fingir una falsa cojera y, desde luego, quería desprenderme de las vendas y lavarme la rodilla en una fuente para eliminar las pruebas de mi engaño antes de entrar en casa y ver a mis padres o que mis padres me vieran. ¿Pero comó deshacerme de los pesados compañeros? Yo confiaba en que se retirasen antes de traspasar la puerta de mi casa. Y sin embargo, a unos pocos metros, cuando ellos torcían por otra calle, mi madre apareció de repente y me descubrió cojeando y con una venda sucia y "ensangrentada" en la rodilla.
     ¡Hijo mío! ¿Qué te ha pasado? -me preguntó alterada. No es nada, Madre. Me he caído jugando al fútbol -le contesté. Entra enseguida en casa que vea yo lo que tienes y te cure como Dios manda -me ordenó.
     En una fracción de segundo (al menos tan rápido me pareció) inventé una excusa para eludir el fatal desenlace, que mi fraude quedara al descubierto. Ahora vengo, Madre, que tengo que ir a casa de un amigo que se ha llevado uno de mis libros y lo necesito.
     Ella protestó pero, sin volver la vista atrás ni contestarle, comencé a bajar las escaleras de la calle escalonada y me alejé, cojeando, de allí. En cuanto me sentí a salvo eché a correr como un loco, para sorpresa de algunos vecinos con los que me crucé, tratando de pensar y encontrar una solución al dilema en que me hallaba.
     Y puesto que, igualmente desde mi "tierna infancia", he sido siempre una persona de recursos, pronto llegué a la conclusión de que no podía presentarme en casa, ante mi madre, sin una herida verdadera.
     Busqué un callejón tranquilo, desanudé las vendas, y durante unos pocos y dolorosos minutos, y tras varios intentos lanzándome contra el suelo de viejos y duros adoquines, conseguí levantarme la piel de la rodilla y que manara abundante la sangre.
     Volví a colocarme las vendas y, ahora sí, regrese a casa con una herida de verdad y una cojera no fingida mientras mi cara reflejaba auténtico dolor.
     Lo mejor de todo: el daño fue grande, la rodilla se hinchó y se puso roja y azul y luego morada, y yo me libré del fútbol durante dos o tres semanas.
        

miércoles, 4 de febrero de 2015

LOS GATOS DE LOUIS WAIN / 1

                                                                     
                                                                                                           

 

  

 

 


lunes, 2 de febrero de 2015

The Ballet Scene from the Night Porter

CARPETA DE ANÉCDOTAS / 2

EL BAILE DEL PATO

     Después de ser expulsado del Instituto Juan de Garay de Valencia (por conducta "altamente irregular", según el director), pasé un año trabajando como peón de albañil. Cuando las plantas de mis manos y las yemas de mis dedos estuvieron cubiertas de callos y heridas, debido al cemento y a la áspera madera de los mangos de las palas y los picos, hacia 1975, le pedí a mi padre otra oportunidad.
     Como no me aceptaban en ningún otro Instituto, por causa de mi expediente, acabé matriculándome en la Academia Martí, una señorial mansión reconvertida en centro de estudios en la calle Caballeros.
     Para vivir en la ciudad me asocié con dos amigos, C. y S., y juntos alquilamos un apartamento cerca del Paseo Marítimo.
     Al poco tiempo, C. se puso amarillo, enfermó de hepatitis, dejó los estudios y nos abandonó.
     Para S. y para mí resultaba oneroso mantener el apartamento. Y aunque yo tenía mis ahorros (billetes en sobres de papel marrón, a cambio de los callos y heridas, que mi padre había guardado para mí, sin olvidar lo que ganaba en fines de semana trabajando como camarero en un restaurante de carretera y lo que mi propio padre me pagaba a cambio de ciertos encargos), no obstante, decidimos trasladarnos a otro piso compartido con más gente para reducir los costes.
     Ese otro piso lo lideraba un activista político, y con él vivían también una ninfómana y un cantante revolucionario. Un piso grande de siete habitaciones, dos baños y teléfono -todo un lujo en esa época-, muy cerca de la Plaza de España.
     La relación con S. era estupenda. Tenía un año más que yo, pero me adelantaba dos en los estudios; adoptó el papel de hermano mayor, disfrutaba dándome consejos y aparentando que se preocupaba por mí. Al poco tiempo compramos una motocicleta a medias, y tengo que agradecerle también que me iniciara en el rock sinfónico.
     S. poseía un tocadiscos de maleta (la tapa se abría en dos altavoces) y una abundante colección de vinilos o LP,s de bandas como EL&P, Génesis, Faces, King Crimson, Deep Purple, Eric Burdon and The Animals, Creedence Clearwater Revival, etc.
     Por razones complejas que no toca explicar aquí, mi ideas entonces respecto al modelo de sociedad en que vivía y quería vivir se radicalizaron de la noche a la mañana. Creo que fui uno de los más jóvenes participantes en la clandestina asamblea de refundación de La CNT, en un Colegio Mayor al que entrábamos por la puerta trasera.
     S., que me vigilaba de cerca, comenzó a sermonearme, y un día sí y otro también me advertía de los peligros de acudir a ciertas manifestaciones donde los "grises" se ensañaban con balas de goma y flexibles porras negras, de leer ciertos libros (por ejemplo, los Principios Elementales de Filosofía de Georges Politzer), de quedarme a solas con la ninfómana, de vestirme con abrigo negro y dejarme una barba existencialista.
     Noches en blanco (escuchando a Brassens y a Paco Ibañez, leyendo a don Antonio y a Miguel -y escribiendo mis primeros diarios en la Cervecería Madrid) entremezcladas con los días luminosos de Castaneda y Chuck Berry, y las clases de francés con Celia y, en los bares del mediodía, Wittgenstein y Schopenhauer.
     Mientras S. estudiaba Química, yo me estudiaba a mí mismo y a él y al ser humano en general. Los fines de semana y las vacaciones en la carretera emulando a Kerouac y traduciendo a Ginsberg.
     La verdad es que acabé hartándome de sus consejos y precauciones, que en una noche alcohólica me robaron o perdí, en el Barrio del Carmén, la motocicleta compartida, que la ninfómana -en una calurosa tarde de primavera- pasó de mí y se encerró con un negro en uno de los baños, mientras yo acompañaba al cantante revolucionario de sala de fiestas en sala de fiestas, de discoteca en discoteca, escuchando sus versiones de Atahualpa y componiendo para él mis propios temas.
     Urdí una broma magistral para decirle a S. que no era ni mi padre ni mi hermano ni mi mentor, que debía respetar mi independencia y mi derecho a estar en lo cierto o equivocarme. E invité a tres compañeros de la Academia a tomar café a nuestra casa.
     Aprovechando que S. se había marchado, les propuse a los tres representar una comedia titulada "el interrogatorio, o el baile del pato". Les facilite datos, nombres y fechas. Y llamé por teléfono a S. y le pedí que volviera cuanto antes a casa por un repentino y grave problema.
     La comedia consistía en que mis tres amigos se harían pasar por polícías de paisano, duros y cabrones, y que habiéndome machacado previamente, se ocuparían de interrogar a S. cuando llegara.
     Cuando S. llegó, dos de ellos lo esperaron tras la puerta, a empujones lo llevaron hasta el comedor mientras yo permanecía oculto en una de las siete habitaciones junto a uno de los tres confabulados. Y él me gritaba exigiendo una confesión y yo gritaba rogándole que no me pegara más.
     Sin darle un respiro, perfectamente asumiendo su papel, los dos académicos comenzaron a exigir a S. que escribiera en un papel nombres y cargos, que se convirtiera en delator.
     Y S. se convirtió, con suma facilidad, en un delator modélico. Supongo que al oir mis súplicas fingidas, los puñetazos fingidos en la pared, los insultos fingidos de mi tortutador, se animó -para salvaguardar su frágil integridad- a denunciar a sus amigos y conocidos, al lider de la casa y hasta a la ninfómana.
     Como la comedia seguía su curso y todo funcionaba incluso mejor de lo previsto, en un momento dado me animé a salir de la habitación -seguido de cerca por el tercer "policía"- y comparecer en el comedor. Sentado en un extremo de la mesa rectangular, S. me miró con lágrimas en los ojos, con un bolígrafo Bic en la mano derecha clavado en un folio lleno de nombres. Mis otros dos amigos, imponentes en su papel, permanecían de pie a ambos lados de S. ordenándole sin cesar que escribiera.
     A una indicación mía, a una señal pactada, le obligaron a levantarse y lo llevaron hasta el largo pasillo que conducía a la puerta de salida. "Ahora vas a bailar el baile del pato... Te pones en cuclillas, con los brazos pegados al cuerpo, los codos doblados, y empiezas a dar saltitos hasta el final del pasillo, haciendo Cua-Cua y luego vuelves."
     S. bailó el baile del pato.
     Yo me reí a carcajadas. E igualmente se rieron mis tres amigos. Cuando S. regresaba al comedor le dijé que todo era una broma y rompí ante sus narices el documento con sus delaciones. Pero él no daba crédito a sus ojos y seguía mirándome desde abajo y haciendo Cua-Cua.
     Cuando al fin se percató de la realidad de las cosas, se fue corriendo a su habitación y lloró sin parar y -según me confesó más tarde- se le aflojó el vientre y se cagó encima.
     Hoy en día en un químico reputado y yo el "hijodeputa" que lo traumatizó.
     Sigo estándole agradecido por su tocadiscos de maleta y aquel disco combinado con un soberbio cigarillo de marihuana, Foxtrot, que me abrió los ojos a otra realidad.
     Con el tiempo, la novia de S. elegió otras opciones. Todos elegimos otras opciones. Pero ahí siguen don Antonio y Miguel, y Paco y Carlos. De Celia no sé nada.
     La motocicleta perdida nunca apareció. Se perdió en la vitalidad de aquellos tiempos la Academia Martí. Mi último abrigo negro se lo comieron las polillas. Ya no aparento ser existencialista. A pesar de Duchamp sigo jugando al ajedrez. Y de vez en cuando la cruz gamada gira en contra de las agujas del reloj y me recuerda que el remordimiento es inútil.
     Quizá el baile del pato de S. fue lo mejor que hizo en su vida. A su pesar, y por más que a mí me pese.