sábado, 6 de febrero de 2016

EL CIRCO ESPAÑOL / PRIMERA PARTE

EL CIRCO ESPAÑOL / PRIMERA PARTE

Más de una vez me han preguntado -en un sentido irónico o con afán de revancha- si me gustaba el circo. Esta pregunta se la debo a personas que se sintieron aludidas por mis comentarios en contextos circenses. Gracias a ellas, porque hoy me permiten desarrollar estas reflexiones en torno al simbolismo y significado del circo. La respuesta dada ha sido generalmente (porque ante determinados interlocutores es lo más fácil): "Sí, me encanta el circo." y, por ampliar la información y contraatacar a mi vez o contrarrestar la provocación: "Me maravillan los enanos, los payasos de triste vida y sonrisas pintadas, la mujer barbuda, el forzudo, el domador de fieras, los trapecistas, los saltimbanquis, las bailarinas a caballo, los auténticos y originales monosabios, la vieja elefanta vestida con una corta faldita y lazo de colores entre las orejas, el gigante, el experto restallador de látigos, el lanzador de cuchillos y su curvilínea víctima...", y así un largo etcétera de personajes. En realidad, no me gusta en absoluto el circo y nunca me gustó. En toda mi vida tan sólo he visto una función, cuando tenía muy pocos años, bajo una pequeña -en mi recuerdo-, sucia y remendada carpa que se instaló un verano a las afueras del pueblo donde vivía. La estrella principal era una arriesgada trapecista llamada Pinito del Oro -que había ganado un Premio Internacional por sus actuaciones sin red-. Se rompió la cabeza y las manos en varias ocasiones, y se retiró en 1970. Cuando yo la vi, no puedo precisar si con el circo Ringling o con otro, debía encontrarse ya al final de su carrera. El circo es un espectáculo deprimente y muchos de sus números me parecen crueles. Jamás me han echo la menor gracia los payasos y siempre me dieron pena los tigres y los leones. ¿Qué decir de los protagonistas estrambóticos, de los deformes? Hubo circos donde se exhibían malformaciones humanas: elefantiasis, obesidad mórbida, siameses unidos por el cráneo u otras fronteras del cuerpo, mujeres velludas y hombres con grandes senos... Incluso animales singulares: ovejas de ocho patas, serpientes de dos cabezas, cerdos con cuatro ojos o con uno solo... El circo siempre me ha parecido el lugar de lo monstruoso, lo anormal, lo ridículo; pero todo ello disfrazado de festejo y acompañado de redobles de tambor. Los redobles de tambor anuncian algo inminente e importante que está por suceder, pero ese algo se hace esperar, los redobles se alargan y alargan para crear expectación entre el público, y al final lo que sucede verdaderamente suele ser decepcionante. Señalar que hay circos y circos; que montajes como los de La fura dels baus o Le cirque du soleil son o parecen ser otra cosa, pero no puedo afirmarlo categóricamente. Tampoco me gusta el teatro (salvo excepciones y por más que yo mismo haya escrito hace años una pequeña obrita bajo la influencia de tempranas y no asimiladas lecturas de Beckett). Cierto que en mi adolescencia participé activamente en la puesta en escena (en mi memoria, yo escribí el guion) de otra obrita basada en el teatro del absurdo de Artaud. Cierto que vi con agrado en el Teatro Principal de Valencia, con poco más de 20 años, La boda de los pequeños burgueses de Bertolt Brecht. Cierto que poco después tuve el privilegio de conocer y asistir a una representación privada de Lindsay Kemp. Cierto que tuve una relación especial -fuimos amantes ocasionales- con una actriz que se llamaba Carmen y que se perdió en el tiempo. Cierto que de vez en cuando repaso alguna tragedia (o comedia) clásica, desde el griego Esquilo hasta el inglés Shakespeare, pasando por el francés Genet o el rumano Ionesco y, mi preferido, el austriaco Bernhard. Pero, en general, el teatro y la función teatral me aburren profundamente. Sin embargo, el concepto filosófico de teatro me interesa y atrae con pasión, el tema del doble, la máscara, la declamación y el monólogo. Teatro y circo muy a menudo podrían ser sinónimos, ya que ambos juegan con la farsa, la ilusión y el esperpento. Cosa que, por otra parte, ocurre con tanta frecuencia en la ópera, donde la representación de una historia es cantada por actores que -provistos de voces excelentes- rozan o se zambullen en lo ridículo. No resulta creíble que una madura y voluminosa intérprete pretenda aparecer en escena como jovencita enamorada y deseada, ni que alguien que ha envejecido mal, con peluca o barba postiza y muchos kilos de más, aspire a ser un guerrero líder entre los vikingos. Y ya se puede cantar lo que cante. No es creíble. A semejanza de algunos novelistas, que convierten un asunto pequeño, doméstico y local, en asunto universal, y en vista de que las funciones del miserable circo español (donde idiotas disfrazados de payasos se disfrazan a su vez de políticos, banqueros, empresarios y miembros de ciertas curias) podrían extrapolarse a otros muchos países, tal vez concibiendo un gran circo planetario, yo quisiera desviar por un momento la atención hacia temas realmente importantes (para eso sirve la fantasía); pero hoy ya es demasiado tarde, la representación debe acabar, y lo prometido es deuda. Si algún posible lector piensa que personalizo demasiado, hablo en exceso de mí mismo y dirijo hacia mi persona el foco de atención, recordarle que: soy el autor y director de la obra, el actor principal, el encargado del atrezo, el único músico y el único espectador que pagó su entrada (si lo hago mejor o peor es otro asunto). Los demás espectadores han ocupado su asiento gratis en las gradas; y pueden abuchear o aplaudir o abandonar la función, según le plazca a cada cual. Por si acaso sirviera de algo, insistir en el verso inicial y en el verso final de un célebre (aunque olvidado) poema de Machado: hay una "España de charanga y pandereta" y puede haber -o debería haber- otra "España de la rabia y de la idea". La primera es compatible con el circo, el teatro bufo y la opera no sincronizada; la segunda -todavía- está por ver y por llegar. Cuando cae el telón y el actor se retira a su camerino, cuando el payaso se refugia en su caravana, cuando el maquillaje y la careta se desprenden del rostro, lo que se ve en el espejo es lo que se ve en el espejo. No hay otra cosa.   






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