Como ayer no tuve que trabajar, hice lo que suelo hacer:
me levanté sin remordimientos a las tres de la tarde, me lavé los
ojos
y salí de casa para hojear (pasar las hojas) del diario
y tomar café en uno de los nueve bares que circundan el mercado.
Me senté en una terraza (el propietario pakistaní, la camarera
colombiana, perfecta la temperatura, el aroma inmejorable
y un bombón de chocolate y almendra de regalo...),
ante mí el transitado carril-bici, el bullicio de los
comerciantes,
el desfile que no cesa de banalidad, felicidad y tragedia.
Imposible leer las noticias. Lo que de verdad ocurre en el mundo
sucede a pie de calle. Formas de andar y formas de mirar,
gestos, vestidos, disfraces, música que suena a lo lejos
y que, por momentos, se acerca. Conversaciones sin fin.
Abiertas y extendidas las manoseadas páginas del periódico,
reconozco que la vida verdadera dificulta su lectura. Esa vida
real
y no escrita me reclama con sus voces entrecortadas y chillonas.
A un lado y a otro, a la izquierda y la derecha, dicen lo que
pienso,
lo que niego, lo que me suscita dudas pero afila mis orejas.
Dice uno, en otra mesa, que si el partido socialista deroga la Ley
Mordaza, se cagará con gusto en dios, en la virgen santa
y en la madre que los parió a todos los políticos de mierda
que se llenan la boca con la palabra España y el interés nacional.
Dice un borracho (y no soy yo), de edad similar a la mía,
amante de la ginebra desde primera hora de la mañana
y español de la cabeza a los pies, que trabajó muchos años en
Alemania
y se ganó sobradamente el derecho a su alcohólica jubilación,
que España necesita un nuevo Hitler, un renovado Aznar.
Me hablaron de dos Españas, una roja y otra azul.
Nunca me creí esos colores. Me obligaron a ondear la banderita,
a cantar el Cara al sol. Rojo sangre, amarillo y rojo.
Si la sangre duplica
al oro por algo será. Dice la camarera que hay al menos tres
Españas:
la del loco que atacó molinos de viento, la que contaminaron
sus conquistadores a todo un continente, la que no supo leer ni
entender
a un Quevedo, un Valle, un Unamuno, un Lorca, una Zambrano.
El árabe que viene hasta el bar descalzo, porque perdió sus
zapatos
en la mezquita, pide un té con hierbabuena y afirma que
él no es un terrorista. El maliense que atravesó desiertos y mares
dice que España fue su paraíso soñado y perdido.
Pasan chinas de pelo negro y lacio y nalgas inexistentes.
Se prostituyen amenazadas por el equivalente al salario medio
de una de las tres Españas. Pasan los hijos y los nietos de los
latinos
que aquí se establecieron o refugiaron. Imposible leer todas las
noticias,
pero algunas se imponen. Sus gorras NY no se ajustan a sus
cabezas,
sus letras rapeadas ofenden a los bienpensantes.
El discurso de los desplazados de la primera España
menciona la posverdad como justificación de su derrota.
Frente al mercado echo en falta a los laboriosos checos, me sobran
los calvos tatuados, echo en falta músicos callejeros, me sobran
los armados. Mi arma es un pilot y mi locura, mis
agallas.
Dice un jubilado, con voz muy alta, que no le teme a la muerte,
que de algo hay que morir, pero que no sea por miedo ni
resignación.
Cierro el periódico, pago mi café y me adentro en el mercado.
Otro loco atiende aquí el puesto de quesos, vinos y jamones.
Como siempre, me pregunta si puede ayudarme. Una y otra vez,
la misma pregunta y la misma respuesta:
No necesito ayuda. Ya sé qué veneno quiero.
Una abuela en la pescadería, mientras pide sardinas y caballas:
A mi nieta la quisieron violar el sábado. Menos mal que…
Pena de muerte, dice el pescadero mientras destripa las sardinas.
De vuelta a casa, en el estanco siempre abierto,
un fumador manifiesta su confianza en que el nuevo gobierno
revierta la reforma laboral: a mí ya me despidieron sin nada,
dice,
pero al menos si despiden a mis hijos que les paguen algo.
Importaría saber cuál es la diferencia entre algo y nada.
¿45 días por año, 30, 20, 12…? El despido, nos dijeron,
cuanto más libre más favorece el incremento de la riqueza, del PIB.
Olvidaron mencionar que la riqueza, esa puta de lujo,
sólo se acuesta, la interesada, con sus elegidos.
Al pasar junto a una mercería tradicional, escucho la nueva
versión
de nuestro himno en la
voz agrietada de Marta Sánchez,
tan rubia ella y tan patriota. Para la cantante y los de su estirpe
no procede hablar sino de una Única España Grande y Libre.
Por suerte he sabido que Luz Casal actuará en Palma el 29 de junio.
Eso demuestra que, en efecto, hay otras Españas.
El vecino del tercero, con el que me cruzo en la escalera,
me dice que espera que indulten a Valtonyc y a Hasél.
Habrá que dilucidar también el asunto de los presos políticos
o políticos presos. Las banderas españolas que durante meses
han significado tantos balcones particulares,
en su cruzada contra el independentismo, están desapareciendo,
me dice. Las cosas tienen que cambiar.
Desde el segundo piso se escuchan a todo volumen,
y en toda la finca, canciones iluminadas por el sol del Nuevo Mundo.
Las jóvenes inquilinas brasileñas no contemplan en su consciencia
que esos ritmos y esa alegría
de vivir puedan molestar a nadie.
Muchas esperanzas. Mucha rabia. Importaría saber
cuál es la diferencia. Cómo se despedirán los que se van
de los que llegan. Las mujeres, me parece, ya no esperan nada,
quieren alcanzar o tomar lo que siéndoles negado les pertenece.
Los jubilados ya no tienen paciencia, su tiempo es limitado.
Como si de un coro se tratase, para que suene,
habría que modular las voces de las víctimas de este Sistema,
los migrantes, los desplazados, los excluidos.
Cerrada la puerta y servida la copa, me permito el capricho
de volver a don Antonio Machado: “El vano ayer engendrará un
mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.” Y yo, habitante a mi pesar
de esta tierra (no país, ni estado, ni nación ni mucho menos
patria)
sé que mi tercera opción es vivir “entre una España que muere
y otra España que bosteza.”
Salvador Alís.
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