sábado, 30 de septiembre de 2017
martes, 26 de septiembre de 2017
HURACÁN
HURACÁN
A las seis de la mañana me asomo a los jardines descuidados,
al patio desierto de la guardería donde esta noche
ni se atreven los gatos. Una total oscuridad
cubre el patio y los jardines, las casas sin ventanas
y hasta las ventanas. No muestra el cielo el brillo de una estrella.
No llueve. No sopla el viento. No se alejan desprendidas
las hojas ni las flores.
Estoy viviendo en un círculo, pues no hay línea recta
que conduzca a mi destino, doy vueltas y vueltas para volver
a mi origen. Devastación -dice ella-, como si el paisaje
hubiera sido sometido y destruido en un instante.
Cuando pueda dejar atrás las palabras y su influjo
me acostaré en mi cama de aluminio, y dormiré seis horas
sin temblores ni ráfagas de viento. Tal vez lea
unas páginas de Ivo Andric (falta el acento sobre la c).
Y trabajaré después con los aviones que van y vienen
en sus vuelos sin sentido.
Ella dice que tiene un machete afilado, que no dudará
su mano si tiene que empuñarlo.
Admiro su determinación. Admiro su voz cuando tiembla
y cuando habla, pues hablando formula preguntas
que cuesta responder.
Pero quizá esta noche no sueñe tranquilo con un mar en calma,
una isla dorada, un beso debido. Huracanes despiadados
golpean donde más duele. Sin luz. Sin vías transitables.
Sin otra opción que el refugio y la paciente espera.
Hacer una llamada en esta hora no es prudente. Quizá lo fuera
en otra circunstancia. En la mesita de noche aguardan
los Signos junto al camino y Bajo el volcán. La canción
que repetidamente escucho ya la escuché. No se entienda
otra cosa ajena a mi dependencia. Lleno mi copa
de nuevo por enésima vez. De tus ojos saltan
largas y vivas miradas que empañan, como es evidente,
esta página y su discurso.
Cuando por fin me decido a llamar, la llamada se corta.
Quince minutos son suficientes para sentir lo que ella siente.
Me duele imaginar carreteras cortadas,
cables de luz por los suelos, escombros en lugar de casas,
gente sin agua, niños sin escuela, árboles quemados.
Calor extremo y vientos incontrolados, sin luz pero con alma.
Dos perros salvados te salvan. Ninguna soledad
te atrape. Ninguna soledad te venza. No leerás este poema
escrito desde la soberbia oscuridad que lo dicta, no hoy,
tampoco mañana, pero puede que lo leas después,
o incluso que no necesites leerlo pues ya lo sepas.
Tu voz me dice que sabes más de lo que dices.
Tu voz lo dicta realmente. Tiembla la Tierra, se enfada el aire,
se acorta mi noche. Mis palabras exaltadas, torpes,
inadecuadas... Todo medido, no previsto, inesperado.
Alguien cercano opina que la naturaleza muestra su enfado,
que volcanes y terremotos, huracanes y deshielos...
No dormiré esta noche. No dormiré. No importa.
Esta es la vida, los signos, el viaje futuro, el cráter del volcán
abierto a la lluvia y amenazante siempre.
Este es el huracán que amenaza nuestra salud, nuestra esperanza.
Si el alocado viento del huracán agitase tu cabello,
ten por seguro que yo intentaría peinarte.
Salvador Alís.
+
A las seis de la mañana me asomo a los jardines descuidados,
al patio desierto de la guardería donde esta noche
ni se atreven los gatos. Una total oscuridad
cubre el patio y los jardines, las casas sin ventanas
y hasta las ventanas. No muestra el cielo el brillo de una estrella.
No llueve. No sopla el viento. No se alejan desprendidas
las hojas ni las flores.
Estoy viviendo en un círculo, pues no hay línea recta
que conduzca a mi destino, doy vueltas y vueltas para volver
a mi origen. Devastación -dice ella-, como si el paisaje
hubiera sido sometido y destruido en un instante.
Cuando pueda dejar atrás las palabras y su influjo
me acostaré en mi cama de aluminio, y dormiré seis horas
sin temblores ni ráfagas de viento. Tal vez lea
unas páginas de Ivo Andric (falta el acento sobre la c).
Y trabajaré después con los aviones que van y vienen
en sus vuelos sin sentido.
Ella dice que tiene un machete afilado, que no dudará
su mano si tiene que empuñarlo.
Admiro su determinación. Admiro su voz cuando tiembla
y cuando habla, pues hablando formula preguntas
que cuesta responder.
Pero quizá esta noche no sueñe tranquilo con un mar en calma,
una isla dorada, un beso debido. Huracanes despiadados
golpean donde más duele. Sin luz. Sin vías transitables.
Sin otra opción que el refugio y la paciente espera.
Hacer una llamada en esta hora no es prudente. Quizá lo fuera
en otra circunstancia. En la mesita de noche aguardan
los Signos junto al camino y Bajo el volcán. La canción
que repetidamente escucho ya la escuché. No se entienda
otra cosa ajena a mi dependencia. Lleno mi copa
de nuevo por enésima vez. De tus ojos saltan
largas y vivas miradas que empañan, como es evidente,
esta página y su discurso.
Cuando por fin me decido a llamar, la llamada se corta.
Quince minutos son suficientes para sentir lo que ella siente.
Me duele imaginar carreteras cortadas,
cables de luz por los suelos, escombros en lugar de casas,
gente sin agua, niños sin escuela, árboles quemados.
Calor extremo y vientos incontrolados, sin luz pero con alma.
Dos perros salvados te salvan. Ninguna soledad
te atrape. Ninguna soledad te venza. No leerás este poema
escrito desde la soberbia oscuridad que lo dicta, no hoy,
tampoco mañana, pero puede que lo leas después,
o incluso que no necesites leerlo pues ya lo sepas.
Tu voz me dice que sabes más de lo que dices.
Tu voz lo dicta realmente. Tiembla la Tierra, se enfada el aire,
se acorta mi noche. Mis palabras exaltadas, torpes,
inadecuadas... Todo medido, no previsto, inesperado.
Alguien cercano opina que la naturaleza muestra su enfado,
que volcanes y terremotos, huracanes y deshielos...
No dormiré esta noche. No dormiré. No importa.
Esta es la vida, los signos, el viaje futuro, el cráter del volcán
abierto a la lluvia y amenazante siempre.
Este es el huracán que amenaza nuestra salud, nuestra esperanza.
Si el alocado viento del huracán agitase tu cabello,
ten por seguro que yo intentaría peinarte.
Salvador Alís.
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viernes, 15 de septiembre de 2017
LLAMADA A MEDIANOCHE
LLAMADA A MEDIANOCHE
A las doce en punto, hora local, recibo una llamada
desde San Juan de Puerto Rico. Una llamada en presente
pues la comunicación es simultánea, a pesar
de las seis horas de diferencia y los veintisiete años
que separan nuestras palabras de hoy y de ayer.
La voz, al otro del teléfono, suena como un violonchelo,
grave y profunda. Y esa voz habla en la oscuridad.
Todavía sin luz, sin un ventilador que mueva el aire,
ha marcado mis números a las seis de la tarde.
Nuestra conversación dura una hora y diecisiete minutos,
y luego aquí comienza a llover.
Me dice que ha soñado con nosotros, y yo le digo
que he soñado con ella tantas veces. ¿Cómo descifrar
los sueños de una vida en poco más de una hora?
Hablamos de perros y gatos, de huracanes e independencias,
de amistades perdidas, de salud y enfermedad,
de viajes posibles, de encuentros deseados,
de cementerios, prisiones y amores del pasado.
Hablamos de lo cotidiano y lo esencial,
pero a mí, no sé a ella, me tiembla la voz. Mis vocales
se interponen ante mis consonantes. Dos almas hablan
como hablaron sus manos, tímidas y experimentales,
con las primeras caricias. Todo este temblor se acabaría
si pudiera abrazarte como entonces, cuerdas sonoras
pulsadas para decir y trasmitir que sólo el amor importa,
y que el verdadero amor trasciende el tiempo.
Te quiero igual que entonces. Tu voz en esta noche suena
como sonaba tu piel en aquellos lejanos días.
Parece que los años no cambian las intenciones vitales,
las certezas, los destinos ocultos bajo los destinos.
Aprendí de ti a no renunciar, a no negar lo que siento,
a no olvidar lo que importó tanto y tanto significó.
No soy, no eres, no somos los mismos que fuimos
en aquella habitación empapelada de humo y de deseos.
Pero somos tú y yo, y hablamos y nos reconocemos.
En algún lugar de mi casa hay una caja de cartón
que contiene mis primeros escritos. En ella debe encontrarse
un cuaderno y en el cuaderno un poema. Lo escribí
la primera mañana, al despertar, después de dormir contigo.
La vida que vivimos no se agota en nuestro vivir.
Pero tal vez haya un futuro posible, un día para el encuentro
y la emoción, tan lejos de nuestro mundo anhelado, tan cerca
de nuestras ideas y esfuerzos, donde podamos ser
o sentir que somos las semillas de ese futuro.
Y que nada fue en vano, que nuestros abrazos
sirvieron para esto, para decir sin miedo y en voz alta
que el amor puede y debe perdurar y alzarse.
A las doce en punto, hora local, recibo una llamada.
No más temor, más amenazas. Tu voz dice que esta noche
es el inicio, el amanecer de un nuevo día.
Salvador Alís.
A las doce en punto, hora local, recibo una llamada
desde San Juan de Puerto Rico. Una llamada en presente
pues la comunicación es simultánea, a pesar
de las seis horas de diferencia y los veintisiete años
que separan nuestras palabras de hoy y de ayer.
La voz, al otro del teléfono, suena como un violonchelo,
grave y profunda. Y esa voz habla en la oscuridad.
Todavía sin luz, sin un ventilador que mueva el aire,
ha marcado mis números a las seis de la tarde.
Nuestra conversación dura una hora y diecisiete minutos,
y luego aquí comienza a llover.
Me dice que ha soñado con nosotros, y yo le digo
que he soñado con ella tantas veces. ¿Cómo descifrar
los sueños de una vida en poco más de una hora?
Hablamos de perros y gatos, de huracanes e independencias,
de amistades perdidas, de salud y enfermedad,
de viajes posibles, de encuentros deseados,
de cementerios, prisiones y amores del pasado.
Hablamos de lo cotidiano y lo esencial,
pero a mí, no sé a ella, me tiembla la voz. Mis vocales
se interponen ante mis consonantes. Dos almas hablan
como hablaron sus manos, tímidas y experimentales,
con las primeras caricias. Todo este temblor se acabaría
si pudiera abrazarte como entonces, cuerdas sonoras
pulsadas para decir y trasmitir que sólo el amor importa,
y que el verdadero amor trasciende el tiempo.
Te quiero igual que entonces. Tu voz en esta noche suena
como sonaba tu piel en aquellos lejanos días.
Parece que los años no cambian las intenciones vitales,
las certezas, los destinos ocultos bajo los destinos.
Aprendí de ti a no renunciar, a no negar lo que siento,
a no olvidar lo que importó tanto y tanto significó.
No soy, no eres, no somos los mismos que fuimos
en aquella habitación empapelada de humo y de deseos.
Pero somos tú y yo, y hablamos y nos reconocemos.
En algún lugar de mi casa hay una caja de cartón
que contiene mis primeros escritos. En ella debe encontrarse
un cuaderno y en el cuaderno un poema. Lo escribí
la primera mañana, al despertar, después de dormir contigo.
La vida que vivimos no se agota en nuestro vivir.
Pero tal vez haya un futuro posible, un día para el encuentro
y la emoción, tan lejos de nuestro mundo anhelado, tan cerca
de nuestras ideas y esfuerzos, donde podamos ser
o sentir que somos las semillas de ese futuro.
Y que nada fue en vano, que nuestros abrazos
sirvieron para esto, para decir sin miedo y en voz alta
que el amor puede y debe perdurar y alzarse.
A las doce en punto, hora local, recibo una llamada.
No más temor, más amenazas. Tu voz dice que esta noche
es el inicio, el amanecer de un nuevo día.
Salvador Alís.
miércoles, 13 de septiembre de 2017
PRIMERA PARODIA (CORREGIDA Y AMPLIADA)
PRIMERA PARODIA (CORREGIDA Y AMPLIADA)
DE CÓMO FUI DERROTADO Y HUMILLADO POR UN NONAGENARIO JUGADOR DE
AJEDREZ.
Yo había dejado de fumar. Y me sentía cómodo y seguro en esa
situación. Pero un día fui convocado a una comida de trabajo (En realidad me
convoqué a mí mismo con la esperanza de oírme hablar.) Éramos cuatro y llevé
cuatro botellas de vino. Otro ofreció su casa. Otro encargó la paella. Y el
último se ocuparía del postre. La paella no estaba mal y era abundante; pudimos
repetir. El sol inundaba la terraza. En la piscina comunitaria, el agua
transparente se abría ante bellos cuerpos bronceados que avanzaban sin aparente
esfuerzo. Sobre el césped del diminuto jardín, un gato desconfiado daba cuenta
de su ración de paella en un platillo de plástico blanco. (Puesto que uno de
los cuatro se invitó sin oposición, fue imposible tratar los temas pendientes.)
Luego del café y la ginebra, el último dijo que cogería la moto e iría a buscar
los postres (pues dos de cuatro exigimos que fueran dos), que lo esperásemos
junto al acantilado. Pasó la tarde sin darnos cuenta, apurando las copas sin
aportar una idea original ni hallar una solución concreta al problema que nos
había reunido. Cuando el sol empezaba a caer sobre el horizonte azul, cuando
algunas gaviotas chillaban histéricas y el verdor de los pinos se oscurecía (o
mejor aún: la sombra de los pinos oscurecía el bosque), (aparcó el enviado su
bicicleta negra y nos mostró la dulce ensaimada de crema y el pastel de apetecibles
manzanas verdes) (y entonces) nos metimos los cuatro (lo cierto es que sólo
quedábamos tres) un par de rayas (cada uno) (de azúcar glas o glass) en el
Falcon gris en el aparcamiento junto al acantilado. Poco después, fuera del
coche, subidos al muro de piedra que separaba el mundo real del abismo del
atardecer, fumamos (es decir: saltamos y nos recostamos sobre la) hierba (sin
tabaco) (entre el muro y el abismo) contemplando un crepúsculo sobrecogedor que
teñía las abundantes nubes y la fragmentación de las nubes con intensos matices
rojos y naranjas sobre el aterciopelado magenta de la superficie del mar.
Después de un trayecto inconsciente (la carretera se deslizaba veloz a ambos
lados del coche) me vi ante la puerta del bar donde viejos jubilados se reúnen
para jugar al ajedrez. (Para entonces, como de costumbre) Yo estaba solo. El
que ofreció su casa se quedó en su casa (¿adónde podría ir?). El que trajo el
postre, protegiendo su cabeza con un casco negro (del que sobresalían dos
imponentes cuernos flácidos), se perdió en la curvas de su corto destino. Al
conductor del Falcon, que pretendía dejarme en lugar seguro, lo despedí con
nuestro exceso (habitual) de confianza. En un bolsillo, el móvil (¿a quién
llamar?); en otro, la cartera con billetes recién extraídos del cajero; los
otros dos vacíos. Pero en una mano, El día de la lechuza. Lo
acababa de comprar por un impulso. Entré en el bar sorteando las mesas y los
tableros donde los ancianos estrategas libraban sus batallas. En la barra pedí
un Ribera (o un Rueda) y abrí el libro por la página 119. Aquí Leonardo Sciascia
juega al juego de ponerle voz al fascismo y a la mafia (o quizá sea él mismo
quien habla): "...se nos llena la boca al decir humanidad, hermosa palabra
llena de viento, la divido en cinco categorías: los hombres, los mediohombres,
los hombrecillos, los, hablando con respeto, (hijosdeputa) y los cuacuacuá…
Hombres hay poquísimos; mediohombres, pocos, pues ya me daría yo por contento
si la humanidad se agotara con los mediohombres… Pero no, sigue descendiendo
hasta los hombrecillos, que son como los niños que se creen mayores, monos que
hacen los mismos gestos que los mayores… Y, todavía más abajo, los
(hijosdeputa), que se están convirtiendo en un ejército… Y por fin los
cuacuacuá, que deberían vivir como los patos en las charcas, pues su vida no
tiene mayor sentido ni mayor expresión que la de los patos..." En mi
trastorno, no pude evitar hacer mías estas afirmaciones. Pero claro, la
contradicción me estalló en la cara pues yo no era, no creía ser, ni un mafioso
ni un fascista. Cerré el libro (o tal vez el Diario abierto por las páginas de
contactos o sucesos o alta política; no lo recuerdo bien) y salí a la calle,
pero al atravesar (atravesar no es la palabra; quería decir: esquivar) las mesas,
un viejo nonagenario me desafió con la mirada. Me lo pensé dos veces. (¿Me
retaba por el juego o me retaba por su edad?) Le pedí a un fumador un
cigarrillo, inhalé con verdadera pasión el humo ausente de mis pulmones desde
hacía ya un año y medio (todo ese tiempo prendido en un instante), y volví a
entrar. Antes de sentarme ante el anciano, que ya colocaba con precisión
maniática las piezas en sus casillas, le indiqué con un gesto al camarero que
tomaría otra copa de vino. (Puesto que ya me conocía, trajo una botella medio
llena). Los demás jugadores, a los que había vencido en un sinfín de partidas,
se colocaron en círculo alrededor de nuestra mesa. Media docena de jubilados
corrientes: un policía, un inspector de hacienda, el propietario de una
mercería, un viudo discreto, un chino miope, un seductor venido a menos... (Y
otros espectadores que nada sabían del juego, mas intrigados por el juego). Mi
contrincante era sin duda el de mayor edad; su piel blanquecina y resquebrajada,
las manchas en su cráneo, las hinchadas venas en el dorso de sus manos así lo
manifestaban. Me dio jaque mate en la primera en apenas un cuarto de hora, y
jaque mate en la segunda en cinco minutos. (Entre partida y partida volví a
salir a la calle y le pedí otro cigarrillo a un barrendero que fumaba apoyado
en su escoba en una esquina, en una pausa de su noche, un alto en su camino.)
(Por darle tiempo al viejo para recolocar las piezas, me demoré junto al
barrendero y así pude escuchar la canción completa que tarareaba: “duerme el
sabio en cama de lana / duerme el vago en cama de pluma / el reumático duerme
en madera / y el más vivo en un pecho gentil / por la noche barremos las calles
/ los largos paseos manchados de día / las hojas muertas sucias por el hielo /
o la mala costumbre de un can / recogemos papeles y andrajos / colillas pisadas
por zapatos / antes de que por triste fatalidad / vayan de las cloacas al mar /
a veces encontramos un billete / caray ya no vale este dinero / en la hoguera
lo vamos a quemar / pero luego nos entra un gran pesar / y se lo damos a un
ciego pordiosero”). (Al despedirme del amable barrendero y darle las gracias
por su canción, me regaló otro cigarrillo para después, lo que me hizo muy
feliz). (De regreso junto al nonagenario, y sabiendo que la segunda también la
había de perder, le dije al camarero que trajese otra botella, ¿de Rueda, de
Ribera?, pero esta vez medio vacía). Aprendí de él (del anciano jugador) una
lección importante: hay que saber esperar el momento oportuno. Nunca antes me
había ganado, pues en nuestras confrontaciones anteriores yo fui más agresivo y
más frío, y supe controlar la situación (entonces no fumaba). Si alguna vez
llego a su edad, es decir: dentro de tres décadas, ya no podré jugar con él,
pero siempre me quedará la opción de aprovechar el momento más débil de un
adversario más joven a quien el vino (la paella, la ensaimada de crema), la
cocaína, la hierba (el pastel de manzana, la ginebra), las lecturas y el tabaco
hayan puesto a mi disposición, arrogante y confuso ante un tablero
minuciosamente preparado por (y para) la experiencia. Al ser tan claramente
derrotado, le di la mano al viejo en señal de respeto, pagué mis copas (es
decir: mis botellas), pedí cambio. (Inevitablemente) Saqué de la máquina
expendedora una cajetilla de Camel. Me demoré en la acera con el
celofán y le pedí fuego al ex policía que también fumaba en la calle. Después
me alejé sabiendo que nunca más volvería a aquel lugar pues no encajo bien la
victoria de otros, por mucho que me hayan demostrado ser hombres de verdad.
(Pero aquí no acaba todo y ahora viene lo bueno.) (Anduve no sé por cuánto
tiempo por callejuelas desiertas y mal iluminadas, hasta llegar a un amplio
paseo arbolado. Dos o tres bares y sus terrazas llenas, o quizá un solo bar y
una terraza muy extensa. Sentía mucha sed, de manera que entré en ese bar o
esos bares y pedí una botella de agua. Pero me la sirvieron en plástico y el
plástico no me gusta. Le pregunté a la camarera si no la tenía de cristal. “¿Cristal?”
preguntó a su vez la camarera. “Saliendo a la calle, la segunda mesa a la
izquierda.” Antes de salir quise ir al baño. En el lóbrego pasillo que conducía
hasta los lavabos y el almacén encontré el billete del barrendero, un billete gastado
y enrollado, sin duda un falso billete. Lo guardé en el único bolsillo vacío
que me quedaba; en los otros, el móvil -¿a quién llamar?-, la cartera donde
menguaba el dinero extraído del cajero y el paquete de Camel. Sobre la puerta del almacén, las puertas señaladas para
mujeres y hombres a ambos lados, un pequeño televisor en blanco y negro
mostraba el discurso de Pau Casals ante la ONU en 1971, cuando contaba 95 años
de edad, hablando de Catalonia y de
la paz. En la segunda mesa a la
izquierda, pagué con el billete alisado previamente sobre la taza del wáter por
el agua y el cristal. Y luego seguí mi camino. Puesto que cuando ando por las
calles tengo la manía de revisar constantemente mis bolsillos, en un momento
dado descubrí un quinto bolsillo olvidado, el más pequeño sobre el delantero derecho
de los vaqueros, y en él un pequeño bulto no más grande que un garbanzo. Pensé
en mis amigos, seguramente a esa hora durmiendo plácidamente en sus lechos de
lana, pluma y madera; el uno no se decide, pero su voz lo delata; el otro se
acuesta como un león marino; el tercero soporta lo insoportable. ¿Qué libros
pueden imaginarse junto a sus camas? Quizá no leen lo que debieran y yo leo lo
que no debería, y ahí radica el problema. El garbanzo contenido en plástico es
una reserva de energía. Al cruzar una calle por poco me atropella un Falcon
azul metalizado. El jolgorio de las terrazas queda atrás. Casi ya no recuerdo
la derrota ajedrecística, pero tengo muy presente al gato hambriento saltando
sobre la paella. Un portal iluminado con luz roja me detiene. Un garabato chino
a la derecha, junto a puerta exterior medio abierta. Entre esa puerta y la
otra, una cámara de seguridad. No es fantasía imaginar que en su interior juegan
interminables partidas esclavas sexuales. Me lo pienso dos veces. A nadie tengo
que pedirle nada pues tengo mis cigarrillos y voy servido de paella, vino, café,
ginebra, ensaimada, azúcar, coca, pastel de manzana, hierba, agua, cristal,
lecturas… Y sin embargo, ahora me doy cuenta, he perdido El día de la lechuza, y no encuentro en mis bolsillos ni un mechero
ni una humilde cerilla. El libro lo debí olvidar junto al tablero de ajedrez,
cuando fui humillado por aquel nonagenario ex fumador reconvertido al budismo
zen. Y el fuego, durante todo el día y la noche me ha sido prestado, ofrecido,
regalado. No se le da al fuego el valor que se merece. Sobre muchas cosas se
pasa por encima o por debajo, sin reconocer su importancia. Se pretende ignorar
-y alentar la ignorancia sobre el hecho verificado- que una máscara japonesa
oculta en realidad a una china esclava. Si el nonagenario me venció tan
apabullantemente fue porque disfrazó a su reina china de nipona, porque desde
primera hora de la tarde bebía a pequeños sorbos agua mineral con gas, porque
dejó el tabaco a mi edad, y porque viudo o casado no es él quien saca a su
perro a pasear. Una idea como relámpago en la tormenta me hizo entonces levantar el dedo del timbre: conozco perros que no se sacan a pasear a sí mismos. La conclusión de esta parodia se dará más tarde, pues hoy o ayer necesito dormir, más que dormir pensar, más que pensar, soñar... Junto a mi cama, una obra de imprescindible estudio: Teoría de los principios e imposibilidad de los finales.
Salvador Alís.
viernes, 8 de septiembre de 2017
LA LECHUZA
LA LECHUZA
Guido Crepax. Historia de O. 1975.
La lechuza es por definición un ave nocturna y rapaz, es decir, que duerme poco o nada y caza durante la noche. Contradiciendo su imagen, tan serena y tan bella, se alimenta sin embargo de animales en principio detestables, por no decir repugnantes: ratas, murciélagos, lagartos y lagartijas, sapos, culebras, arañas, gusanos y lombrices, y hasta cucarachas.
Si tengo que ser sincero, diré que una sola vez en mi vida he visto a una lechuza real. Debió ocurrir hace ya una década, una noche de verano en el aeropuerto, pues la recuerdo posada inmóvil sobre el tren de aterrizaje de un boeing 757, mirándome fijamente mientras yo la miraba. La envergadura de sus alas, cuando por fin echó a volar y se elevó en el cielo, yo diría que superaba los 150 cm. Majestuosa y silenciosa, extraña e hipnótica, como una representación de la muerte que, en esa concreta noche, me perdonara la vida.
Ahora que lo pienso, tal vez fuera un sirin mitológico. Pero no la seguí, no escuché su canción y no morí al escucharla. No está claro que en la Rusia continental habiten búhos o lechuzas, y no obstante Jonathan Slaght nos habla del búho pescador de Blakiston, al parecer el más grande del mundo, habitante de las islas Kuril y de la costa del Pacífico ruso.
No por nada imagino que su disco facial y sus enormes ojos al frente de su rostro me observan al igual que yo observo a los pájaros en general y, en particular, a las lechuzas.
Temas de gran actualidad como la corrupción política y la suplantación de los estados por las mafias ya los entrevieron (por citar un par de casos) Italo Calvino y Leonardo Sciascia. Ojos enormes y atentos a su noche y a su época. En 1963 (aunque se supone que fue escrito seis años antes) publicó el primero La especulación inmobiliaria; en 1961 apareció El día de la lechuza.
En esta última semana, según las estadísticas facilitadas por blogger, he recibido 345 visitas de Rusia, frente a las 30 provenientes de España. ¿Será tal vez porque en otras entradas he citado a Stalin y a Lenin? No imagino otra respuesta a su interés.
Si las estadísticas se refieren al último mes, gana Estados Unidos (412) ante Rusia (408). Si un animal debiera representar o simbolizar a estos grandes países, que sea la lechuza insomne, los ojos que nunca duermen y cazan durante la noche.
Un simple hombre (no una rata, un murciélago, lagarto, lagartija, sapo, culebra, araña, gusano, lombriz o cucaracha) puede imaginar a dios como un gran búho más allá de las nubes, pero le cuesta imaginar a una lechuza blanca sobre las cúpulas del Kremlin o sobre el Pentágono.
La protagonista de la historia, O, podrá ser enmascarada bajo la máscara de lechuza; pero nunca será sometida por el Comandante, más bien al contrario.
Salvador Alís.
Si las estadísticas se refieren al último mes, gana Estados Unidos (412) ante Rusia (408). Si un animal debiera representar o simbolizar a estos grandes países, que sea la lechuza insomne, los ojos que nunca duermen y cazan durante la noche.
Un simple hombre (no una rata, un murciélago, lagarto, lagartija, sapo, culebra, araña, gusano, lombriz o cucaracha) puede imaginar a dios como un gran búho más allá de las nubes, pero le cuesta imaginar a una lechuza blanca sobre las cúpulas del Kremlin o sobre el Pentágono.
La protagonista de la historia, O, podrá ser enmascarada bajo la máscara de lechuza; pero nunca será sometida por el Comandante, más bien al contrario.
Salvador Alís.
XAVIER DE MAISTRE
XAVIER DE MAISTRE
"¿Cómo los hombres, agitados continuamente por la esperanza y por las quimeras del futuro, se preocupan tan poco de lo que este futuro les ofrece como cierto e inevitable?"
Xavier de Maistre. Viaje alrededor de mi habitación. Apolo. Barcelona. 1941. Capítulo XXXVII. Págs.: 115 - 116.
miércoles, 6 de septiembre de 2017
OBSERVACIÓN DE LOS PÁJAROS
OBSERVACIÓN DE LOS PÁJAROS
Observando a los pájaros aprendo, cuando su vuelo es posible y se da,
que la libertad está en su caprichoso vuelo.
El pájaro libre, embriagado por el orgullo de posarse en la rama más alta,
me dijo: espérame aquí, bajo este árbol,
daré la vuelta al mundo y después nos vemos.
Pero el pájaro no se movió de su rama,
no abandonó su nido sin fondo como corona de espinas.
El mundo dio la vuelta sobre el pájaro, sobre el nido, la rama, el árbol;
y tiempo más tarde, por segunda vez, nos encontramos.
El pájaro había enmudecido, ya no cantaba pues había olvidado el canto;
no se sostenía en el aire porque no se había ejercitado.
Un pájaro ya sin alas sobre la rama más alta
del árbol a cuya sombra yo me resguardaba.
Un pájaro sin alas, puesto que ya no las necesitaba para no volar.
Lo vi quieto y resignado en su nido.
El mundo había girado sobre sí mismo
y yo giré con el mundo y de nuevo estoy aquí.
Hombre y pájaro frente a frente, pero la conversación es imposible.
Y sin embargo, el propio árbol testigo o quizá la sombra del árbol
me dijeron que aún cabe la esperanza
siempre que el pájaro libre haga uso de su libertad
y no espere yo otros vuelos en vano y sin destino.
El pájaro libre, consciente de su inmovilidad, me dijo que para volar
no hacían falta ni viajes ni alas, que el árbol sueña por nosotros,
y que mientras vivamos en este sueño
es el mundo el que se detiene y, entonces, todo es posible.
El pájaro libre, consciente de su inmovilidad, me dijo que para volar
no hacían falta ni viajes ni alas, que el árbol sueña por nosotros,
y que mientras vivamos en este sueño
es el mundo el que se detiene y, entonces, todo es posible.
Salvador Alís.
lunes, 4 de septiembre de 2017
REFLEXIONES SOBRE EL BIGOTE (SEGUNDA PARTE)
REFLEXIONES SOBRE EL BIGOTE (SEGUNDA PARTE)
En 1919 compuso Marcel Duchamp la obra titulada L.H.O.O.Q, que podría significar algo así como elle a chaud au cul, una reproducción de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci con perilla y bigote.
Hace no muchos días volví a ver por enésima vez la película de Saura Deprisa, deprisa. Aquí la protagonista, Ángela (la actriz Berta Socuéllamos Zarco), se pega un bigote postizo para acompañar a su novio y amigos en sus atracos. Empuña una pistola e incluso dispara a un guarda. ¿Hasta qué punto es capaz de hacerlo protegida o motivada por su bigote?
En una mujer, un bigote será considerado una anomalía o un disfraz; y su lugar, el circo o, peor incluso, la feria de atrocidades. Con la edad, no obstante, pocas mujeres se salvan de tener que depilarse esa zona de piel fatigada sobre los labios.
Sin embargo Frida Kahlo no ocultaba en sus fotografías la sombra de su bigote, y en alguno de sus autorretratos llegó a exagerarlo. Su belleza (su rostro, su vida, sus obras) no admite discusión.
A un hombre que se precie no le molestará su bigote; puede molestarle si prefiere parecer más joven o más femenino, pero no tendría porque.
Si las cejas sirven para desviar el sudor o la lluvia y proteger los ojos, ¿de qué sirven los bigotes? Si no es para disimular -los frondosos- la narices, o para insinuar una virilidad convencional -los más finos-, no se me ocurre para qué.
El bigote alborotado de Albert Einstein era una consecuencia lógica de su alborotada cabeza. En el interior de esa cabeza bullía el universo; pero bajo el descuidado bigote se escondía un verdadero tímido.
En 1919 compuso Marcel Duchamp la obra titulada L.H.O.O.Q, que podría significar algo así como elle a chaud au cul, una reproducción de la Mona Lisa de Leonardo da Vinci con perilla y bigote.
Hace no muchos días volví a ver por enésima vez la película de Saura Deprisa, deprisa. Aquí la protagonista, Ángela (la actriz Berta Socuéllamos Zarco), se pega un bigote postizo para acompañar a su novio y amigos en sus atracos. Empuña una pistola e incluso dispara a un guarda. ¿Hasta qué punto es capaz de hacerlo protegida o motivada por su bigote?
En una mujer, un bigote será considerado una anomalía o un disfraz; y su lugar, el circo o, peor incluso, la feria de atrocidades. Con la edad, no obstante, pocas mujeres se salvan de tener que depilarse esa zona de piel fatigada sobre los labios.
Sin embargo Frida Kahlo no ocultaba en sus fotografías la sombra de su bigote, y en alguno de sus autorretratos llegó a exagerarlo. Su belleza (su rostro, su vida, sus obras) no admite discusión.
A un hombre que se precie no le molestará su bigote; puede molestarle si prefiere parecer más joven o más femenino, pero no tendría porque.
Si las cejas sirven para desviar el sudor o la lluvia y proteger los ojos, ¿de qué sirven los bigotes? Si no es para disimular -los frondosos- la narices, o para insinuar una virilidad convencional -los más finos-, no se me ocurre para qué.
El bigote alborotado de Albert Einstein era una consecuencia lógica de su alborotada cabeza. En el interior de esa cabeza bullía el universo; pero bajo el descuidado bigote se escondía un verdadero tímido.
Esto es así porque en primer lugar crece el pelo sobre la cabeza y, años más tarde, sobre la cara, y no a la inversa. Nacemos prácticamente imberbes (aunque hay excepciones) y poco después aparece el cabello sobre el cuero cabelludo, pero la barba y el bigote aún se demorarán más de una década, con mayor probabilidad una quincena. La cabellera es más propia de niños y de jóvenes; el bigote es cosa de adultos y de viejos.
A pesar de su pequeño tamaño, de su aparente insignificancia, existen tantas posibilidades, tantas formas, tantas clases de bigotes, que uno no puede dejar de sentirse abrumado a poco que indague en el tema. Aquí citaremos el estilo de bigote denominado "cepillo de dientes"; lo usaron Chaplin y Hitler, aunque no queda claro quién lo usó primero, quién copió a quién. Esto prueba que, al menos en sus bigotes, cómicos y dictadores coinciden.
Buffalo Bill lo portaba orgulloso, pero no los últimos cinco presidentes norteamericanos. Lo portaba el Generalísimo pero no el Duce. Lo portaba Lenin pero no Mao.
A Schopenhauer se le ve en sus representaciones con anchas y largas patillas pero afeitado. Y si bien hay constancia (por sus estatuas) de muchos filósofos griegos que lo lucieron (junto a profusas barbas), ya entre los emperadores romanos resultaban más escasos.
Los turcos le han rendido culto. Y los árabes en general son propensos a embigotarse. Un espeso bigote y una barba abundante podrían quizá proteger la nariz y la boca ante las tormentas de arena de los desiertos.
Ni a Bach ni a Beethoven se les presenta con bigote. Wagner y Paganini, en la línea apuntada sobre el filósofo de Danzig, afeitaban sus bigotes para favorecer sus patillas.
En algunos personajes notables, como es el caso de Abraham Lincoln, el bigote se evidencia por su falta. Jamás lo usó Picasso; pero en la mayoría de autorretratos de Van Gogh (exceptuando tal vez el último y alguno con la oreja vendada) portaba éste su característica barba y bigote pelirrojo.
A Lao-Tsé se le muestra como a un venerable anciano provisto de una abundante barba blanca y sus correspondientes cejas y bigote también blancos.
La obsesión de algunos por afeitarse cada día puede darse fácilmente entre escritores, Thomas Bernhard por ejemplo, pero no suele darse entre actores acostumbrados a variar su fisonomía según el personaje que les posea.
Entre los nuestros, Cervantes, Quevedo o Valle Inclán optaron por los bigotes y las barbas aun de distinta medida.
Entre hombres armados, sobre todo cuando preferían espadas delgadas, los bigotes se erguían y afinaban como signo de altivez y desafío. Véase Los duelistas, donde Gabriel Feraud (Harvey Keitel) y Armand d'Hubert (Keith Carradine) expresaron mediante sus bigotes su rivalidad.
En cuanto uno moja su bigote tratando de tomar esta sopa, le asalta la duda sobre si el cuenco no será inacabable. Hasta Zeus, Cristo y Mahoma se han dignificado por sus barbas y bigotes, no así Buda (Siddharta Gautama), quien llego a decir: "Cuida tus pensamientos lo mismo que tu bigote, porque bigote y pensamientos forman parte de un todo."
Salvador Alís.
Buffalo Bill lo portaba orgulloso, pero no los últimos cinco presidentes norteamericanos. Lo portaba el Generalísimo pero no el Duce. Lo portaba Lenin pero no Mao.
A Schopenhauer se le ve en sus representaciones con anchas y largas patillas pero afeitado. Y si bien hay constancia (por sus estatuas) de muchos filósofos griegos que lo lucieron (junto a profusas barbas), ya entre los emperadores romanos resultaban más escasos.
Los turcos le han rendido culto. Y los árabes en general son propensos a embigotarse. Un espeso bigote y una barba abundante podrían quizá proteger la nariz y la boca ante las tormentas de arena de los desiertos.
Ni a Bach ni a Beethoven se les presenta con bigote. Wagner y Paganini, en la línea apuntada sobre el filósofo de Danzig, afeitaban sus bigotes para favorecer sus patillas.
En algunos personajes notables, como es el caso de Abraham Lincoln, el bigote se evidencia por su falta. Jamás lo usó Picasso; pero en la mayoría de autorretratos de Van Gogh (exceptuando tal vez el último y alguno con la oreja vendada) portaba éste su característica barba y bigote pelirrojo.
A Lao-Tsé se le muestra como a un venerable anciano provisto de una abundante barba blanca y sus correspondientes cejas y bigote también blancos.
La obsesión de algunos por afeitarse cada día puede darse fácilmente entre escritores, Thomas Bernhard por ejemplo, pero no suele darse entre actores acostumbrados a variar su fisonomía según el personaje que les posea.
Entre los nuestros, Cervantes, Quevedo o Valle Inclán optaron por los bigotes y las barbas aun de distinta medida.
Entre hombres armados, sobre todo cuando preferían espadas delgadas, los bigotes se erguían y afinaban como signo de altivez y desafío. Véase Los duelistas, donde Gabriel Feraud (Harvey Keitel) y Armand d'Hubert (Keith Carradine) expresaron mediante sus bigotes su rivalidad.
En cuanto uno moja su bigote tratando de tomar esta sopa, le asalta la duda sobre si el cuenco no será inacabable. Hasta Zeus, Cristo y Mahoma se han dignificado por sus barbas y bigotes, no así Buda (Siddharta Gautama), quien llego a decir: "Cuida tus pensamientos lo mismo que tu bigote, porque bigote y pensamientos forman parte de un todo."
Salvador Alís.
viernes, 1 de septiembre de 2017
REFLEXIONES SOBRE EL BIGOTE (PRIMERA PARTE)
REFLEXIONES SOBRE EL BIGOTE (PRIMERA PARTE)
Si tengo un bigote bajo la nariz, eso se debe fundamentalmente a mi empeño por disimular la longitud de mi nariz. Qué duda cabe que, teniendo ésta cierta largura, si la mostrara tal cual es, pudieran considerarme un mentiroso. No niego que lo sea, es más, lo afirmo; pero no me gusta alardear de mis cualidades.
En la fotografía que antecede a este texto, se puede ver a una joven empuñando unas minúsculas tijeras que recortan mi bigote. Toda una profesional, después de maquillar y peinar (?) a mi hija en la tarde de su boda, a la madre de la novia, a las madrinas y las damas acompañantes, cuando se suponía que su tarea había finalizado y las dos botellas de cava estaban vacías, se ofreció a ocuparse de mí. Me cubrió el pecho con una tela blanca, me dijo que cerrara los labios, e hizo su trabajo. Y yo me dejé hacer.
Nunca he lucido bigote tan recto y simétrico como aquel día. Pues en general, y hasta donde alcanzan mis recuerdos, mi bigote siempre ha sido salvaje y descuidado, más bien abundante que escaso, con muchos pelos rebeldes que crecían a su antojo.
La fotografía en cuestión, en un blanco y negro luminoso, la hizo otro profesional, un fotógrafo cuyo nombre es Víctor (he olvidado su apellido), responsable de las 700 fotos oficiales de la boda. Lo admirable en este caso es que yo no fui consciente de ser fotografiado, no fui prevenido, no adopté ninguna pose o actitud determinada. Y ese instante congelado en el tiempo, esa cabeza mía de perfil, con mi gran oreja derecha, venas y arrugas, ojo mirando a la altura, fue robada. Y en buena hora.
Jamás hasta hoy (o hasta ayer), hasta ver esta fotografía robada, me había preguntado por qué desde hace tantos años luzco bigote. Fácil sería decir, como al parecer dijo Nietzsche: "Nunca más me recortaré el bigote. Es demasiado esfuerzo". Desde luego es un problema de estética. La piel bajo el bigote esta dañada. Pero también incumbe a la ética. Me lo debo a mí mismo.
Yo no sería yo sin bigote. Sería un imbécil sin bigote y no impondría ningún respeto. De esta manera soy un imbécil con bigote y de alguna manera se me respeta. No siempre y no todos, pero algunos, de vez en cuando, se callan ante un bigote, sobre todo cuando ese bigote expresa años y experiencias.
Un hermano de mi madre, bautizado antes que yo con mi mismo nombre, mostró hasta su muerte un bigote negro y luego un bigote blanco, sutil y elegante, perfectamente recortado. Hizo dibujos, pintó algunos cuadros, aproximadamente igual que yo (en apariencia), solo que sus flores no pueden compararse a mis calaveras, y sus delicados trazos de lapicero en nada se asemejan a mi violencia.
Mi bigote actual -lo contemplo ahora en un espejo con gafas de aumento y una lupa- es de muchos colores: blanco sobre todo, pero mezclado con castaño, amarillo, rojo pálido y rojo oscuro, y negro en menor medida.
El bigote es la ceja de la boca, la ceja sobre un labio superior que siempre importa menos que el labio inferior. Puesto que si el labio inferior siempre dice la verdad, el superior la oculta.
Si alguien se pregunta por qué las mujeres (salvo excepciones) no tienen bigote, se debería preguntar también por qué los hombres no tienen pelos en la frente. La evolución tiene sus leyes, a veces incomprensibles, rara vez cuestionables.
¿Y que decir de los bigotes de un gato? Son antenas sensibles, detectan el menor soplo de aire, la agitación más pequeña, cualquier amenaza.
Para mí los quisiera yo, unos bigotes así, que hicieran sonar la alarma cuando alguien se me acerca. Un labio inferior no necesita defensa. Existe para ser besado y sorprendido. Pero que nadie te toque las narices, y menos por sorpresa.
Bigotes famosos fueron los de Marx (Groucho), pintado y luego real y siempre risible, Gandhi y Pancho Villa, Dalí y Fu Manchú (personajes imaginarios), Stalin y Genghis Khan, Vlad Tepes el Empalador y Elias Canetti.
El bigote no hace al hombre, tampoco la raza ni el pensamiento. En realidad el bigote sólo sirve para disimular la nariz. Pero al monigote de madera nadie le dio la oportunidad de disimularla bajo un bigote. Los cuentos son más crueles que la propia realidad.
A la menor oportunidad que se presente, pienso comprar y leer El bigote de Emmanuel Carrère. Entenderé que ustedes no se tomen la molestia. Pero no me afeitaré el bigote. Quizá algún día lo blanqueé la nieve. No hay problema. El sol y los días ya lo han decolorado.
Dicen que uno mengua con la edad mientras siguen creciendo las uñas, las orejas y la nariz. Con las uñas no hay problema, las corto o las muerdo, según el momento. Tendré que medir lo que escucho y lo que huelo.
El día menos pensado empuño la navaja de afeitar.
De un lado y del otro, algunos se despiertan para afeitarse o ser afeitados. Por desconocimiento o por simple miedo ignoran al toro de cuernos intactos y al ciervo de quince puntas.
Los bigotes de mis gatas no se quiebran por más que se doblen. Detectan el más ligero soplo, la caricia más sincera, el gesto imprescindible.
Todo lo anterior, como mi propio bigote, es un capricho sin importancia.
Salvador Alís.
Yo no sería yo sin bigote. Sería un imbécil sin bigote y no impondría ningún respeto. De esta manera soy un imbécil con bigote y de alguna manera se me respeta. No siempre y no todos, pero algunos, de vez en cuando, se callan ante un bigote, sobre todo cuando ese bigote expresa años y experiencias.
Un hermano de mi madre, bautizado antes que yo con mi mismo nombre, mostró hasta su muerte un bigote negro y luego un bigote blanco, sutil y elegante, perfectamente recortado. Hizo dibujos, pintó algunos cuadros, aproximadamente igual que yo (en apariencia), solo que sus flores no pueden compararse a mis calaveras, y sus delicados trazos de lapicero en nada se asemejan a mi violencia.
Mi bigote actual -lo contemplo ahora en un espejo con gafas de aumento y una lupa- es de muchos colores: blanco sobre todo, pero mezclado con castaño, amarillo, rojo pálido y rojo oscuro, y negro en menor medida.
El bigote es la ceja de la boca, la ceja sobre un labio superior que siempre importa menos que el labio inferior. Puesto que si el labio inferior siempre dice la verdad, el superior la oculta.
Si alguien se pregunta por qué las mujeres (salvo excepciones) no tienen bigote, se debería preguntar también por qué los hombres no tienen pelos en la frente. La evolución tiene sus leyes, a veces incomprensibles, rara vez cuestionables.
¿Y que decir de los bigotes de un gato? Son antenas sensibles, detectan el menor soplo de aire, la agitación más pequeña, cualquier amenaza.
Para mí los quisiera yo, unos bigotes así, que hicieran sonar la alarma cuando alguien se me acerca. Un labio inferior no necesita defensa. Existe para ser besado y sorprendido. Pero que nadie te toque las narices, y menos por sorpresa.
Bigotes famosos fueron los de Marx (Groucho), pintado y luego real y siempre risible, Gandhi y Pancho Villa, Dalí y Fu Manchú (personajes imaginarios), Stalin y Genghis Khan, Vlad Tepes el Empalador y Elias Canetti.
El bigote no hace al hombre, tampoco la raza ni el pensamiento. En realidad el bigote sólo sirve para disimular la nariz. Pero al monigote de madera nadie le dio la oportunidad de disimularla bajo un bigote. Los cuentos son más crueles que la propia realidad.
A la menor oportunidad que se presente, pienso comprar y leer El bigote de Emmanuel Carrère. Entenderé que ustedes no se tomen la molestia. Pero no me afeitaré el bigote. Quizá algún día lo blanqueé la nieve. No hay problema. El sol y los días ya lo han decolorado.
Dicen que uno mengua con la edad mientras siguen creciendo las uñas, las orejas y la nariz. Con las uñas no hay problema, las corto o las muerdo, según el momento. Tendré que medir lo que escucho y lo que huelo.
El día menos pensado empuño la navaja de afeitar.
De un lado y del otro, algunos se despiertan para afeitarse o ser afeitados. Por desconocimiento o por simple miedo ignoran al toro de cuernos intactos y al ciervo de quince puntas.
Los bigotes de mis gatas no se quiebran por más que se doblen. Detectan el más ligero soplo, la caricia más sincera, el gesto imprescindible.
Todo lo anterior, como mi propio bigote, es un capricho sin importancia.
Salvador Alís.
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