lunes, 26 de septiembre de 2016
EL AMOR SE TRASLADA
EL AMOR SE TRASLADA
El amor se traslada de un lugar a otro, viaja en coche de caballos,
pero lentamente, ni siquiera al trote, contemplando el paisaje cambiante,
el amanecer y el ocaso, las fases de la luna
y el deterioro de las ciudades.
Con los niños es muy fácil entenderse; con los jóvenes, bastante fácil;
algo más complicado con los de mediana edad;
y casi imposible con los viejos (clan al que ya perteneces
o vas perteneciendo, por más que trates de ignorarlo o te resistas
con uñas y dientes).
Tus mejores interlocutores son, sin embargo, los sibilinos gatos
y los viejos escritores ya fallecidos.
Ni los gatos ni los libros te escuchan pero tú puedes leerlos.
La paradoja es que resulta fácil entenderse con los jóvenes
e imposible (por pereza, por aburrimiento) con los jóvenes escritores.
Ya no lees nada nuevo, nada que no tenga al menos cincuenta
o cien años o quinientos.
A un gato uno lo comprende desde que nace hasta que muere.
Entiende su vida y su muerte. Eso no pasa con las personas adultas
ni con las personas que igualan tu edad.
Con un libro es poco probable enfadarse, sufrir más allá de un límite
cierta decepción o sufrir simplemente:
al menor indicio de que algo no va bien, el libro se cierra
y se abandona (aunque permanezca en un estante de la biblioteca
acumulando polvo y siendo atacado por peces de plata).
Con las personas el mecanismo es otro: te hablan y te escuchan
(no siempre, pero muchas veces), o esperan escucharte
y que tú les hables (lo que quieren oír, lo que quieren que digas).
Como no hay otra cosa que lenguajes individuales,
el entendimiento es nulo. No se habla ni se oye la misma lengua.
Y entonces, si los lazos se establecen por causas equívocas,
por fundamentos falsos, por deslumbramientos o espejismos,
las relaciones estarán viciadas y acabarán en dolor.
La culpa viene de una frase mal formulada o mal oída.
Cuando la culpa, el duelo o la incomprensión acontecen,
mejor no hacer nada, dejarlo pasar.
Sabes por experiencia propia que si intentas arreglarlo, lo estropeas.
Un reloj que ya no da la hora (a no ser que se trate de un reloj caro,
inalcanzable) ya no se repara, se cambia por otro y se acabó.
El reloj detenido puede guardarse como reliquia,
junto a otros muchos que en su día dieron la hora con exactitud.
El tiempo es el peor de los amigos: nos habla, nos escucha,
pero tuerce nuestros planes.
El que siempre quiere tener razón pierde la razón.
Las ciudades se renuevan, la luna se detendrá alguna vez,
cambiará el paisaje. Y el amor seguirá pasando, atento a todo,
desde su altura, con la dignidad de su mirada y su agradecimiento,
mas pausadamente, sin ninguna prisa, buscando su lugar.
Salvador Alís.
El amor se traslada de un lugar a otro, viaja en coche de caballos,
pero lentamente, ni siquiera al trote, contemplando el paisaje cambiante,
el amanecer y el ocaso, las fases de la luna
y el deterioro de las ciudades.
Con los niños es muy fácil entenderse; con los jóvenes, bastante fácil;
algo más complicado con los de mediana edad;
y casi imposible con los viejos (clan al que ya perteneces
o vas perteneciendo, por más que trates de ignorarlo o te resistas
con uñas y dientes).
Tus mejores interlocutores son, sin embargo, los sibilinos gatos
y los viejos escritores ya fallecidos.
Ni los gatos ni los libros te escuchan pero tú puedes leerlos.
La paradoja es que resulta fácil entenderse con los jóvenes
e imposible (por pereza, por aburrimiento) con los jóvenes escritores.
Ya no lees nada nuevo, nada que no tenga al menos cincuenta
o cien años o quinientos.
A un gato uno lo comprende desde que nace hasta que muere.
Entiende su vida y su muerte. Eso no pasa con las personas adultas
ni con las personas que igualan tu edad.
Con un libro es poco probable enfadarse, sufrir más allá de un límite
cierta decepción o sufrir simplemente:
al menor indicio de que algo no va bien, el libro se cierra
y se abandona (aunque permanezca en un estante de la biblioteca
acumulando polvo y siendo atacado por peces de plata).
Con las personas el mecanismo es otro: te hablan y te escuchan
(no siempre, pero muchas veces), o esperan escucharte
y que tú les hables (lo que quieren oír, lo que quieren que digas).
Como no hay otra cosa que lenguajes individuales,
el entendimiento es nulo. No se habla ni se oye la misma lengua.
Y entonces, si los lazos se establecen por causas equívocas,
por fundamentos falsos, por deslumbramientos o espejismos,
las relaciones estarán viciadas y acabarán en dolor.
La culpa viene de una frase mal formulada o mal oída.
Cuando la culpa, el duelo o la incomprensión acontecen,
mejor no hacer nada, dejarlo pasar.
Sabes por experiencia propia que si intentas arreglarlo, lo estropeas.
Un reloj que ya no da la hora (a no ser que se trate de un reloj caro,
inalcanzable) ya no se repara, se cambia por otro y se acabó.
El reloj detenido puede guardarse como reliquia,
junto a otros muchos que en su día dieron la hora con exactitud.
El tiempo es el peor de los amigos: nos habla, nos escucha,
pero tuerce nuestros planes.
El que siempre quiere tener razón pierde la razón.
Las ciudades se renuevan, la luna se detendrá alguna vez,
cambiará el paisaje. Y el amor seguirá pasando, atento a todo,
desde su altura, con la dignidad de su mirada y su agradecimiento,
mas pausadamente, sin ninguna prisa, buscando su lugar.
Salvador Alís.
viernes, 23 de septiembre de 2016
CATA A CIEGAS
CATA A CIEGAS
Hoy he participado en una "cata a ciegas": tres vinos tintos cuyas botellas, enfundadas en una especie de ajustados guantes negros, no ofrecían ninguna información de sí mismos. Los vinos guardan silencio, mientras los participantes hablamos de ellos y, a la vez, no de manera sucesiva en el orden de lo expresado sino de manera simultánea, hablamos de nosotros, pues cada adjetivo y descripción de los vinos nos adjetiva y describe.
Éramos tres los participantes y cuatro gatos los espectadores. La noche suave tenuemente iluminada como telón de fondo. Sobre la mesa de cristal (sobre madera), lo elemental: las botellas de vino numeradas, una tras otra, las copas, el pan, los quesos.
Cada botella contiene un sueño. Describir cada vino es descifrar un sueño, el relato de ese sueño. Hablamos de colores, de aromas, de frutos del bosque, de compotas, de viajes, de gatos vivos y gatos muertos, de frescura y acidez, de paisajes, carreteras y castillos, de lágrimas de alcohol y de futuro.
En una "cata a ciegas", los ojos importan, pero menos que los sentidos del olfato y del gusto. Lo que se oculta no puede ser descubierto sólo con la mirada (por mucho que la mirada sea necesaria como agente emisor o, mejor aún, como transporte de la información desde la botella hasta nuestro cerebro).
Tras la "cata a ciegas", abro otra botella. Esta botella es diferente, tiene etiqueta y mucha información pero está vacía. Es una página en blanco. Quizá las palabras ya estén escritas y mi tarea consista en volverlas visibles. ¿Cómo describir un vino que no se bebe y, por tanto, no tiene olor, sabor ni color, es decir: no existe? ¿Cómo describir lo inexistente a través del cristal de la botella y una etiqueta que ya describe lo inexistente?
Hace unos días anoté algo que debía recordar, con tinta azul en un pequeño trozo de papel verde de baja calidad. Lo que resultó puede ser un breve poema:
Si el papel no es bueno,
si la tinta se ha secado o no fluye como debiera,
si se toma la pluma con la mano equivocada,
si la luz se apaga o se impone la ceguera,
si se ha perdido la memoria o la esperanza,
si el reloj de muñeca ya no funciona,
entonces no se escribe o se escribe mal,
entonces la carta no llega a su destino.
Leer un poema, leer una página escrita (que antes no era visible y ahora lo es), leer un libro completo, leer una biblioteca..., no es lo mismo que oler un vino, saborear un vino, acabar con una botella, ser un bebedor apasionado o un alcohólico. El olfato entiende el poema, el gusto comprende la página escrita (su elaboración y su estilo), la mirada se fatiga al leer el libro de principio a fin, los ojos se quedan ciegos antes o después de que la biblioteca haya pasado o esté pasando ante ellos.
El libro inencontrable de Jean Frémon, Louise Bourgeois. Mujer casa., fue por último encontrado. Lo voy leyendo poco a poco durante estas noches, unos minutos cada vez antes de conciliar el sueño. En cierta ocasión -cuenta Frémon- L. B. colaboró con Arthur Miller ilustrando un relato suyo con diez grabados que representaban flores. Pero fue más allá, también modificó el texto: "subrayó todas las expresiones relacionadas con la visión o el ojo. Cada vez que a lo largo del texto encontró la palabra ver, la palabra ojo, la palabra lágrimas o alguna otra de la misma familia, mirada, visión. etc., la subrayó y pidió que imprimieran en rojo el grupo de palabras o la frase, el resto fue impreso en un bonito gris." ¿Por qué el rojo y no otro color? En el libro de Frémon se cita también una nota del diario íntimo de L. B., donde explica lo que para ella significa este color: "sangre, dolor, violencia, peligro, vergüenza, celos, reproches y remordimiento".
En una "cata a ciegas" no se tienen los ojos vendados, simplemente la botella no se ve, está enfundada en un guante negro para una mano de un solo dedo cuyo extremo ha sido cortado. El color rojo cereza o picota, los ribetes violáceos, las lágrimas transparentes del vino, se ven apenas bajo una luz eléctrica apaciguada y tres velas de parafina sobre la reja cubierta que separa la estabilidad de la terraza del abismo de la calle.
En las tres botellas de vino, que contenían caldos oscuros, frescos y complejos, el color rojo tiene otras interpretaciones. Si me hubiera mordido la lengua cada vez que he hablado para arrepentirme después, no tendría la boca llena de sangre, ya no tendría lengua. Antes de la cata, hemos comprado libros en un almacén (entre ellos una estimable edición de Borges, La rosa de Paracelso, publicada por Swan en 1986). El viejo propietario (que sumaba precios mediante el antiguo método de escribir las cantidades con un bolígrafo, sobre un papel cualquiera, y proceder en vertical) quizá esté vendiendo su biblioteca, su casa, su celda, todo lo que pesa sobre él como vida, como historia, como memoria.
Ellos quieren tener un hijo, renovar la vida, y eso me llena de extrañas contradicciones. De un lado de la balanza, más elevada por su menor peso: mi pesimismo ante el futuro, mi deseo de soledad fruto de los avances escépticos y la persecución del ascetismo, etc. Del otro lado, más próximo al suelo por su mayor peso: la posibilidad de que esa renovación, ese hijo, esa vida, sea una línea trazada para que yo me olvide de mí mismo, de mis máscaras, y sienta una nueva alegría, otra confianza en el futuro, otra responsabilidad.
En estos días los abrazos se suporponen a las dificultades. Sabemos que la línea no la traza la sangre sino el amor. Y por eso yo -como Paracelso en el relato de Borges- quisiera poder volcar en la concavidad de mi mano la ceniza de la rosa quemada, y decir una palabra, y conseguir que vuelva la rosa.
En otro de los libros comprados la tarde que precedió a la "cata a ciegas", en el prólogo de un pequeño volumen encuadernado en verdadera piel de color verde oscuro, Ricardo Majo Framis pregunta: "¿Cúal es la cuestión selectiva que se plantea el autentico lector literario? Entendemos por lector literario aquel que por horas, más o menos tasadas, de sus ocios intelectivos, lee para su propia enseñanza, sin sistema -compréndase bien-, y para su deleite."
"Una cata a ciegas" es la lectura de una botella no escrita, de un vino sin palabras. Los espectadores son cuatro gatos, y no hacen otro comentario (ni gritos ni aplausos ni desinterés ni entusiasmo ni protesta) que no sea el de sus posturas y posiciones en el espacio de la terraza. Los participantes jugamos a asociar colores con otras palabras, el rojo con familia, energía, fuego, anticipación, exhibición, libertad, perdón y paz.
Las palabras se hacen descubrir como los vinos, se huelen primero, se saborean después, se vuelven a oler, se agitan en la boca y tiñen la lengua, se ingieren, se digieren, entran en la sangre, llegan al cerebro (y en ese lugar renacen como flores) y se abren como rosas. Cuando voy leyendo lo que escribo, subiendo o bajando las líneas de la escritura como si fuesen los peldaños de una escalera, pienso que esa escalera no tiene altura y tal vez no tenga ni comienzo ni base. ¿Adónde quiero llegar?
En una hoja de papel en blanco se anotan las sensaciones del vino: su color, sabor, olor, graduación..., y se trata también de averiguar la crianza, la añada, la uva, la tierra... y otros datos de interés. Cuando los guantes negros de las botellas son retirados, las coincidencias son insignificantes.
En la vida (o en el vivir) se procede de manera similar: leemos y anotamos hojas en blanco, tratamos de establecer nuestra descripción del Mundo, juzgamos al final si nos hemos equivocado o, por el contrario, hemos vivido de acuerdo a nuestros hechos y nuestros aciertos.
La vida me aleja de unas botellas y me aproxima a otras (botellas y vidas que se confunden, llenas y vacías). La vida me recuerda constantemente que unas vidas se separan de otras que a su vez se acercan a otras. Y así entiendo que el vivir modifique las relaciones, soporte un tiempo su desaparición y para siempre su olvido, y se alegre ante lo nuevo, lo que nace o está por nacer.
Cuanto más porcentaje de alcohol tiene un vino más rápidamente se deslizan sus lágrimas por la pared (única y curvada) de la copa. Si las palabras son cada noche -sobre todo en las "catas a ciegas"- más claras o más oscuras, más abundantes o más escasas, ¿qué repercusiones tendrá eso en la modificación de las relaciones?, palabras oscuras y abundantes ¿crecerán como distancia entre vidas cercanas?, palabras claras y escasas ¿fortalecerán los vínculos? ¿Y por qué importan las palabras?
El vino rojo es energía. El vino blanco es frescura amarilla. Los participantes de la "cata a ciegas" emprenderemos viajes distintos para encontrarnos: la Toscana y Cerdeña. Mientras dure su ausencia, algunos días yo cuidaré de los cuatro espectadores (Aria, Vela, Eco y Cara), que me invitan a la caricia y al juego pero también al respeto.
Quizá a fuerza de forzar nuestra descripción del Mundo hemos olvidado lo esencial: buscar el lugar del gato, adoptar la posición del gato, ser un gato. Las listas de palabras, las hojas cuya escritura invisible ha tenido que ser devuelta a la mirada, son igualmente una línea (bastan dos puntos) cuya dirección no podemos conocer de antemano.
¿Quién controla las palabras tiene miedo a las palabras? Se secuestra una palabra y se la hace hablar de otra manera. Se arrebata una vida y esa vida ya significa otra cosa. ¿De qué color serían entonces el arrebato, el mensaje, el miedo?
Disculpen los lectores de "sistemático estudio" que no les pueda ofrecer la lectura del "universo todo", del "destino, nuestra inserción en el cosmos y el por qué de nuestras vidas" -según Framis. Todo cansa y la vida no iba a ser una excepción. Para los ocasionales y más comprensivos: el día que no sea capaz ya de escribir una palabra, hacer un dibujo en el papel o en mi mente, ese día seguramente habré iniciado el viaje llevado por el río que no desemboca en el mar.
Después de la cálida y feliz noche en la terraza, acabada la "cata a ciegas", las nubes iracundas, los truenos, los relámpagos no han cesado en dos días. Pero la lluvia es necesaria.
De tercer libro comprado al viejo que vendía su vida (su historia o los resíduos de su historia), La voz de Octavio Paz, este corto y contundente poema que siempre me gustó tanto:
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
En un impulso he comprado esta tarde en otro almacén una mueble con puertas de cristal para mi colección de gatos en miniatura. Esa línea es una flecha que avanza con absoluta determinación hacia su diana. Fragmentos de Hermann Hesse también fueron comprados, bajo el título Mi credo, por ejemplo éste: "La lectura no es fácil, y muchas veces se tiene la sensación de respirar un aire extraño cuya composición es distinta del que necesitamos para vivir."
Según Hesse, seguidor de Confucio: "No me preocupa que los hombres no me conozcan; me preocupa no conocer a los hombres." Dejamos, sin embargo, sin comprar algunas excéntricas palabras de César Vallejo: solo dice la verdad el que miente -o algo parecido.
La reflexión final se impone: ¿acaso mentir y decir la verdad tienen algo que ver o son conceptos opuestos? La escalera no tiene altura, no tiene comienzo ni base. La "cata a ciegas" fue verdad, todo lo demás es mentira. La verdadera verdad y la verdadera mentira ¿no son intercambiables por la falsa mentira y la falsa verdad? Alguien se aleja y alguien se acerca, pero el Yo permanece inmutable.
Salvador Alís.
Hoy he participado en una "cata a ciegas": tres vinos tintos cuyas botellas, enfundadas en una especie de ajustados guantes negros, no ofrecían ninguna información de sí mismos. Los vinos guardan silencio, mientras los participantes hablamos de ellos y, a la vez, no de manera sucesiva en el orden de lo expresado sino de manera simultánea, hablamos de nosotros, pues cada adjetivo y descripción de los vinos nos adjetiva y describe.
Éramos tres los participantes y cuatro gatos los espectadores. La noche suave tenuemente iluminada como telón de fondo. Sobre la mesa de cristal (sobre madera), lo elemental: las botellas de vino numeradas, una tras otra, las copas, el pan, los quesos.
Cada botella contiene un sueño. Describir cada vino es descifrar un sueño, el relato de ese sueño. Hablamos de colores, de aromas, de frutos del bosque, de compotas, de viajes, de gatos vivos y gatos muertos, de frescura y acidez, de paisajes, carreteras y castillos, de lágrimas de alcohol y de futuro.
En una "cata a ciegas", los ojos importan, pero menos que los sentidos del olfato y del gusto. Lo que se oculta no puede ser descubierto sólo con la mirada (por mucho que la mirada sea necesaria como agente emisor o, mejor aún, como transporte de la información desde la botella hasta nuestro cerebro).
Tras la "cata a ciegas", abro otra botella. Esta botella es diferente, tiene etiqueta y mucha información pero está vacía. Es una página en blanco. Quizá las palabras ya estén escritas y mi tarea consista en volverlas visibles. ¿Cómo describir un vino que no se bebe y, por tanto, no tiene olor, sabor ni color, es decir: no existe? ¿Cómo describir lo inexistente a través del cristal de la botella y una etiqueta que ya describe lo inexistente?
Hace unos días anoté algo que debía recordar, con tinta azul en un pequeño trozo de papel verde de baja calidad. Lo que resultó puede ser un breve poema:
Si el papel no es bueno,
si la tinta se ha secado o no fluye como debiera,
si se toma la pluma con la mano equivocada,
si la luz se apaga o se impone la ceguera,
si se ha perdido la memoria o la esperanza,
si el reloj de muñeca ya no funciona,
entonces no se escribe o se escribe mal,
entonces la carta no llega a su destino.
Leer un poema, leer una página escrita (que antes no era visible y ahora lo es), leer un libro completo, leer una biblioteca..., no es lo mismo que oler un vino, saborear un vino, acabar con una botella, ser un bebedor apasionado o un alcohólico. El olfato entiende el poema, el gusto comprende la página escrita (su elaboración y su estilo), la mirada se fatiga al leer el libro de principio a fin, los ojos se quedan ciegos antes o después de que la biblioteca haya pasado o esté pasando ante ellos.
El libro inencontrable de Jean Frémon, Louise Bourgeois. Mujer casa., fue por último encontrado. Lo voy leyendo poco a poco durante estas noches, unos minutos cada vez antes de conciliar el sueño. En cierta ocasión -cuenta Frémon- L. B. colaboró con Arthur Miller ilustrando un relato suyo con diez grabados que representaban flores. Pero fue más allá, también modificó el texto: "subrayó todas las expresiones relacionadas con la visión o el ojo. Cada vez que a lo largo del texto encontró la palabra ver, la palabra ojo, la palabra lágrimas o alguna otra de la misma familia, mirada, visión. etc., la subrayó y pidió que imprimieran en rojo el grupo de palabras o la frase, el resto fue impreso en un bonito gris." ¿Por qué el rojo y no otro color? En el libro de Frémon se cita también una nota del diario íntimo de L. B., donde explica lo que para ella significa este color: "sangre, dolor, violencia, peligro, vergüenza, celos, reproches y remordimiento".
En una "cata a ciegas" no se tienen los ojos vendados, simplemente la botella no se ve, está enfundada en un guante negro para una mano de un solo dedo cuyo extremo ha sido cortado. El color rojo cereza o picota, los ribetes violáceos, las lágrimas transparentes del vino, se ven apenas bajo una luz eléctrica apaciguada y tres velas de parafina sobre la reja cubierta que separa la estabilidad de la terraza del abismo de la calle.
En las tres botellas de vino, que contenían caldos oscuros, frescos y complejos, el color rojo tiene otras interpretaciones. Si me hubiera mordido la lengua cada vez que he hablado para arrepentirme después, no tendría la boca llena de sangre, ya no tendría lengua. Antes de la cata, hemos comprado libros en un almacén (entre ellos una estimable edición de Borges, La rosa de Paracelso, publicada por Swan en 1986). El viejo propietario (que sumaba precios mediante el antiguo método de escribir las cantidades con un bolígrafo, sobre un papel cualquiera, y proceder en vertical) quizá esté vendiendo su biblioteca, su casa, su celda, todo lo que pesa sobre él como vida, como historia, como memoria.
Ellos quieren tener un hijo, renovar la vida, y eso me llena de extrañas contradicciones. De un lado de la balanza, más elevada por su menor peso: mi pesimismo ante el futuro, mi deseo de soledad fruto de los avances escépticos y la persecución del ascetismo, etc. Del otro lado, más próximo al suelo por su mayor peso: la posibilidad de que esa renovación, ese hijo, esa vida, sea una línea trazada para que yo me olvide de mí mismo, de mis máscaras, y sienta una nueva alegría, otra confianza en el futuro, otra responsabilidad.
En estos días los abrazos se suporponen a las dificultades. Sabemos que la línea no la traza la sangre sino el amor. Y por eso yo -como Paracelso en el relato de Borges- quisiera poder volcar en la concavidad de mi mano la ceniza de la rosa quemada, y decir una palabra, y conseguir que vuelva la rosa.
En otro de los libros comprados la tarde que precedió a la "cata a ciegas", en el prólogo de un pequeño volumen encuadernado en verdadera piel de color verde oscuro, Ricardo Majo Framis pregunta: "¿Cúal es la cuestión selectiva que se plantea el autentico lector literario? Entendemos por lector literario aquel que por horas, más o menos tasadas, de sus ocios intelectivos, lee para su propia enseñanza, sin sistema -compréndase bien-, y para su deleite."
"Una cata a ciegas" es la lectura de una botella no escrita, de un vino sin palabras. Los espectadores son cuatro gatos, y no hacen otro comentario (ni gritos ni aplausos ni desinterés ni entusiasmo ni protesta) que no sea el de sus posturas y posiciones en el espacio de la terraza. Los participantes jugamos a asociar colores con otras palabras, el rojo con familia, energía, fuego, anticipación, exhibición, libertad, perdón y paz.
Las palabras se hacen descubrir como los vinos, se huelen primero, se saborean después, se vuelven a oler, se agitan en la boca y tiñen la lengua, se ingieren, se digieren, entran en la sangre, llegan al cerebro (y en ese lugar renacen como flores) y se abren como rosas. Cuando voy leyendo lo que escribo, subiendo o bajando las líneas de la escritura como si fuesen los peldaños de una escalera, pienso que esa escalera no tiene altura y tal vez no tenga ni comienzo ni base. ¿Adónde quiero llegar?
En una hoja de papel en blanco se anotan las sensaciones del vino: su color, sabor, olor, graduación..., y se trata también de averiguar la crianza, la añada, la uva, la tierra... y otros datos de interés. Cuando los guantes negros de las botellas son retirados, las coincidencias son insignificantes.
En la vida (o en el vivir) se procede de manera similar: leemos y anotamos hojas en blanco, tratamos de establecer nuestra descripción del Mundo, juzgamos al final si nos hemos equivocado o, por el contrario, hemos vivido de acuerdo a nuestros hechos y nuestros aciertos.
La vida me aleja de unas botellas y me aproxima a otras (botellas y vidas que se confunden, llenas y vacías). La vida me recuerda constantemente que unas vidas se separan de otras que a su vez se acercan a otras. Y así entiendo que el vivir modifique las relaciones, soporte un tiempo su desaparición y para siempre su olvido, y se alegre ante lo nuevo, lo que nace o está por nacer.
Cuanto más porcentaje de alcohol tiene un vino más rápidamente se deslizan sus lágrimas por la pared (única y curvada) de la copa. Si las palabras son cada noche -sobre todo en las "catas a ciegas"- más claras o más oscuras, más abundantes o más escasas, ¿qué repercusiones tendrá eso en la modificación de las relaciones?, palabras oscuras y abundantes ¿crecerán como distancia entre vidas cercanas?, palabras claras y escasas ¿fortalecerán los vínculos? ¿Y por qué importan las palabras?
El vino rojo es energía. El vino blanco es frescura amarilla. Los participantes de la "cata a ciegas" emprenderemos viajes distintos para encontrarnos: la Toscana y Cerdeña. Mientras dure su ausencia, algunos días yo cuidaré de los cuatro espectadores (Aria, Vela, Eco y Cara), que me invitan a la caricia y al juego pero también al respeto.
Quizá a fuerza de forzar nuestra descripción del Mundo hemos olvidado lo esencial: buscar el lugar del gato, adoptar la posición del gato, ser un gato. Las listas de palabras, las hojas cuya escritura invisible ha tenido que ser devuelta a la mirada, son igualmente una línea (bastan dos puntos) cuya dirección no podemos conocer de antemano.
¿Quién controla las palabras tiene miedo a las palabras? Se secuestra una palabra y se la hace hablar de otra manera. Se arrebata una vida y esa vida ya significa otra cosa. ¿De qué color serían entonces el arrebato, el mensaje, el miedo?
Disculpen los lectores de "sistemático estudio" que no les pueda ofrecer la lectura del "universo todo", del "destino, nuestra inserción en el cosmos y el por qué de nuestras vidas" -según Framis. Todo cansa y la vida no iba a ser una excepción. Para los ocasionales y más comprensivos: el día que no sea capaz ya de escribir una palabra, hacer un dibujo en el papel o en mi mente, ese día seguramente habré iniciado el viaje llevado por el río que no desemboca en el mar.
Después de la cálida y feliz noche en la terraza, acabada la "cata a ciegas", las nubes iracundas, los truenos, los relámpagos no han cesado en dos días. Pero la lluvia es necesaria.
De tercer libro comprado al viejo que vendía su vida (su historia o los resíduos de su historia), La voz de Octavio Paz, este corto y contundente poema que siempre me gustó tanto:
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
En un impulso he comprado esta tarde en otro almacén una mueble con puertas de cristal para mi colección de gatos en miniatura. Esa línea es una flecha que avanza con absoluta determinación hacia su diana. Fragmentos de Hermann Hesse también fueron comprados, bajo el título Mi credo, por ejemplo éste: "La lectura no es fácil, y muchas veces se tiene la sensación de respirar un aire extraño cuya composición es distinta del que necesitamos para vivir."
Según Hesse, seguidor de Confucio: "No me preocupa que los hombres no me conozcan; me preocupa no conocer a los hombres." Dejamos, sin embargo, sin comprar algunas excéntricas palabras de César Vallejo: solo dice la verdad el que miente -o algo parecido.
La reflexión final se impone: ¿acaso mentir y decir la verdad tienen algo que ver o son conceptos opuestos? La escalera no tiene altura, no tiene comienzo ni base. La "cata a ciegas" fue verdad, todo lo demás es mentira. La verdadera verdad y la verdadera mentira ¿no son intercambiables por la falsa mentira y la falsa verdad? Alguien se aleja y alguien se acerca, pero el Yo permanece inmutable.
Salvador Alís.
sábado, 10 de septiembre de 2016
VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (TERCERA PARTE)
VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (TERCERA PARTE)
"En una librería accidentalmente terminé en la sección sobre el Tao o –más precisamente–
junto al Tratado sobre el vacío.
Me regocijé, porque ese día yo estaba perfectamente vacío.
Qué reunión tan inesperada: el paciente encuentra al doctor y el doctor guarda silencio."
Adam Zagajewski.
"Mi infancia nunca ha perdido su magia, nunca ha perdido su misterio
y nunca ha perdido su drama.
y nunca ha perdido su drama.
Todos mis trabajos de los últimos cincuenta años
tienen su origen en mi niñez."
"Todas mis obras transmiten uno de dos mensajes:
según se vean desde tu punto de vista o desde el mío."
Louise Bourgeois.
"Louise Bourgeois murió a los 98 años. Una mujer así, capaz de concebir una araña gigante... No puedo evitar compararla con mi madre, que murió a los 90 y cuya última mirada me tatuó los ojos con su ínfimo pero preciso dibujo de la culpa."
El viajero recuerda ahora uno de sus escritos más personales y oscuros, el titulado Madre o El cuaderno negro, pues el viajero, humildemente, reconoce haber pretendido ser actor, pintor, escultor y escritor, sin alcanzar -apenas rozando- ninguna fama, ningún reconocimiento. Nada del otro mundo, algo habitual. Y no obstante, el viajero sabe que Madre es una obra maestra (en su vida) y que hay que darle tiempo al tiempo. Si alguien estuviera interesado, el viajero anuncia que puede facilitar la obra previo pago (mediante transferencia bancaria) de 1.000 euros (en concepto de gastos de expedición y molestias añadidas).
La madre como celda, como vientre que contiene una posible vida y todo el sufrimiento posible, como condena y levantamiento de condena, como diosa que da la luz y luego reclama para sí la luz y -con suerte- devuelve sombras.
El cordón umbilical es la cadena -piensa el viajero- que une al prisionero nonato con su celda. Una vez cortada esa cadena por la cizalla del nacimiento, puede permanecer cortada o, más generalmente, volverse a unir, cerrar sus eslabones, tensar la unión y oponerse a que el prisionero (de no ser posible un nuevo nacimiento) aspire a la vida libre que por derecho le correspondería.
El viajero baja de su cielo y se encuentra en una isla donde conviven unos pocos ejemplares de algunas de las especies animales más atractivas, incluyendo canguros rojos, pingüinos azules, mandriles de hocicos estriados, cocodrilos verdes, guacamayos escarlata, hormigas azabache, tigres blancos, tiburones acerados, elefantes sin orejas... De este sueño despierta el viajero en la enorme habitación vacía del hotel. Son las cinco de la mañana. Se levanta de la cama, se viste, se coloca un falso bigote de goma negra, sale a la calle, detiene un taxi.
Al conductor le pide el viajero que conduzca por el margen de la ría hasta llegar al mar. La noche es suave y la luna nueva sólo es visible en un 2 ó 3 %. Debido a la escasez de tráfico, llegan a la playa de Arrigunaga, en Getxo, en apenas quince minutos. Pero el viajero quiere contemplar la noche desde los acantilados. El taxi se detiene junto al fuerte de La Galea. Viajero y conductor salen del coche y se acercan al precipicio. El taxista, que no ha pronunciado una palabra en todo el trayecto, enciende su móvil, consulta la hora y dice: "Son las seis de la mañana; faltan todavía noventa y ocho minutos para que amanezca. ¿Qué quiere hacer mientras tanto?"
"A las cinco de la mañana del cuatro de septiembre llaman a la puerta. Como de costumbre, aún estoy despierto. No me asomo a la mirilla, pero pregunto quién es. Con su dulce voz me contesta soy yo. Y sin ningún temor giro la rueda que desliza el cerrojo y le franqueo el paso. Es tan alto que tiene que inclinar la cabeza para entrar. Una vez dentro, él mismo cierra la puerta a su espalda y dice: "Quedan ciento treinta y nueve minutos para que amanezca. ¿Qué quieres hacer mientras tanto?"
El viajero vuelve a soñar, según van pasando las horas y el amanecer relativo se aproxima. En su isla soñada: los monos imitan a los monos; los cocodrilos muestran sus vientres amarillos; los elefantes sordos arremeten enfurecidos contra los árboles; el loro multicolor se aleja de repente; las hormigas echan a volar con sus alas ocasionales; las hembras pingüino ponen dos huevos de los que, cinco semanas después, nacerán dos crías que habrán de sobrevivir o sucumbir; los tigres filósofos se preguntan por qué les llaman blancos cuando también poseen rayas negras; el gran tiburón, soberano de los mares, se detiene frente a los acantilados; el canguro nacido ayer no abandonará el marsupio hasta pasados ocho meses.
La naturaleza crea sus celdas, siempre soñadas o debidas al instinto. Pero el ser humano actúa con un propósito en crecimiento exponencial, lo que le lleva hasta el infinito, hasta la curvatura ante el techo de ese propósito, hasta la vuelta a su origen o hasta la negación del proceso iniciado.
En el Casco Viejo de Bilbao, los escaparates muestran maniquís cuyas cabezas (falsamente humanas) han sido sustituidas por cabezas de osos pardos, osos panda, elefantes, koalas... En el Casco Viejo abundan los payasos, las flores, las vacas de cartón, los gigantes, los cabezudos, los jaboneros, los hombres verdes, los humanoides... En el mundo del viajero -una vez acabado el viaje- abundan los monos que imitan a los monos; los que chillan para alertar a otros con su miedo y, mientras huyen, muestran su trasero colorado; los monos achantados que, una vez ante el precipicio e incapaces de saltar, se quedan paralizados a la espera de que el depredador los ignore por insignificantes... En el mundo del viajero que bajó de su cielo para nada, nada es lo que parece: los simples que tanto prometían y tanto le enseñaron, ahora y justo ahora, se reúnen en un círculo para festejar los fuegos fatuos que proceden de sí mismos.
A la Gran Celda se opone la Pequeña Celda. Como si una mano pretendiera moverse por sí misma, dejar de obedecer las órdenes del sistema nervioso central del cuerpo al que pertenece; y entonces el cuerpo duda entre cortar esa mano -desprenderse de ella- o mantenerla al final del brazo, consintiendo o reprimiendo sus movimientos fuera de control. La riqueza (los países más prósperos y con un -aparente, por parcial- alto nivel de vida) opta por encerrarse en su propia celda o jaula. La variante actual es que las jaulas ya no contienen al tigre sino que protegen al fracasado domador de la rebelión de su (hasta hace tan poco) sumiso tigre.
En el entorno del viajero -una vez acabado el viaje- a nadie parece importarle que Corea del Norte haya explosionado una ojiva nuclear de 10 kilotones en las cercanías de Punggye Ri, al parecer en el subsuelo, provocando un sismo de 5,3 grados de magnitud en la escala Richter (por supuesto, siempre y cuando las informaciones al respecto sean ciertas). A nadie parece importarle (quizá por desconocimiento geográfico) que en el último tramo de la autopista E-15, en Calais, Francia y Reino Unido se hayan puesto de acuerdo para fortificar las alambradas ya existentes con un muro de cuatro metros de altura para impedir el paso de migrantes de uno a otro país.
Frente al tigre, a su furia rayada, no sirven ya ni 10 ni 100 kilotones. La loca idea de los muros, las vallas, las fronteras pretendidamente infranqueables... Nada de eso sirve para nada. El viajero va de un lugar a otro constatando que esos límites, esas celdas, sólo existen en la imaginación de los temerosos.
La celda más poderosa, la más excluyente, es la que cada cual construye a su alrededor, cuando levanta sus viejas puertas del miedo y se atrinchera en su interior.
No pudo ser de otra forma: únicamente la muerte de la Madre, la Araña, la Maman, le permitió soñar de nuevo con otro nacimiento, otra infancia alternativa, otro viaje posible alrededor del mundo. La cadena o el cordón umbilical dejó de tensar la unión a partir de esa muerte. A la gran pregunta de Louise Bourgeois, el viajero ya puede responder: "Pierdo el tiempo con mis escritos y mis dibujos porque perder el tiempo es ganar el tiempo."
¿Quién hizo la pregunta concreta? ¿Quién da una respuesta relativa?
Una hora antes de subir al avión, el viajero en el aeropuerto de Bilbao fotografía un paisaje que pertenece al crepúsculo: tal vez unos cipreses, un sol en retirada, un azul que anticipa la noche y que se adueña de la noche. A la hora prevista nos elevamos; a la hora prevista descendemos.
Salvador Alís.
El cordón umbilical es la cadena -piensa el viajero- que une al prisionero nonato con su celda. Una vez cortada esa cadena por la cizalla del nacimiento, puede permanecer cortada o, más generalmente, volverse a unir, cerrar sus eslabones, tensar la unión y oponerse a que el prisionero (de no ser posible un nuevo nacimiento) aspire a la vida libre que por derecho le correspondería.
El viajero baja de su cielo y se encuentra en una isla donde conviven unos pocos ejemplares de algunas de las especies animales más atractivas, incluyendo canguros rojos, pingüinos azules, mandriles de hocicos estriados, cocodrilos verdes, guacamayos escarlata, hormigas azabache, tigres blancos, tiburones acerados, elefantes sin orejas... De este sueño despierta el viajero en la enorme habitación vacía del hotel. Son las cinco de la mañana. Se levanta de la cama, se viste, se coloca un falso bigote de goma negra, sale a la calle, detiene un taxi.
Al conductor le pide el viajero que conduzca por el margen de la ría hasta llegar al mar. La noche es suave y la luna nueva sólo es visible en un 2 ó 3 %. Debido a la escasez de tráfico, llegan a la playa de Arrigunaga, en Getxo, en apenas quince minutos. Pero el viajero quiere contemplar la noche desde los acantilados. El taxi se detiene junto al fuerte de La Galea. Viajero y conductor salen del coche y se acercan al precipicio. El taxista, que no ha pronunciado una palabra en todo el trayecto, enciende su móvil, consulta la hora y dice: "Son las seis de la mañana; faltan todavía noventa y ocho minutos para que amanezca. ¿Qué quiere hacer mientras tanto?"
"A las cinco de la mañana del cuatro de septiembre llaman a la puerta. Como de costumbre, aún estoy despierto. No me asomo a la mirilla, pero pregunto quién es. Con su dulce voz me contesta soy yo. Y sin ningún temor giro la rueda que desliza el cerrojo y le franqueo el paso. Es tan alto que tiene que inclinar la cabeza para entrar. Una vez dentro, él mismo cierra la puerta a su espalda y dice: "Quedan ciento treinta y nueve minutos para que amanezca. ¿Qué quieres hacer mientras tanto?"
El viajero vuelve a soñar, según van pasando las horas y el amanecer relativo se aproxima. En su isla soñada: los monos imitan a los monos; los cocodrilos muestran sus vientres amarillos; los elefantes sordos arremeten enfurecidos contra los árboles; el loro multicolor se aleja de repente; las hormigas echan a volar con sus alas ocasionales; las hembras pingüino ponen dos huevos de los que, cinco semanas después, nacerán dos crías que habrán de sobrevivir o sucumbir; los tigres filósofos se preguntan por qué les llaman blancos cuando también poseen rayas negras; el gran tiburón, soberano de los mares, se detiene frente a los acantilados; el canguro nacido ayer no abandonará el marsupio hasta pasados ocho meses.
La naturaleza crea sus celdas, siempre soñadas o debidas al instinto. Pero el ser humano actúa con un propósito en crecimiento exponencial, lo que le lleva hasta el infinito, hasta la curvatura ante el techo de ese propósito, hasta la vuelta a su origen o hasta la negación del proceso iniciado.
En el Casco Viejo de Bilbao, los escaparates muestran maniquís cuyas cabezas (falsamente humanas) han sido sustituidas por cabezas de osos pardos, osos panda, elefantes, koalas... En el Casco Viejo abundan los payasos, las flores, las vacas de cartón, los gigantes, los cabezudos, los jaboneros, los hombres verdes, los humanoides... En el mundo del viajero -una vez acabado el viaje- abundan los monos que imitan a los monos; los que chillan para alertar a otros con su miedo y, mientras huyen, muestran su trasero colorado; los monos achantados que, una vez ante el precipicio e incapaces de saltar, se quedan paralizados a la espera de que el depredador los ignore por insignificantes... En el mundo del viajero que bajó de su cielo para nada, nada es lo que parece: los simples que tanto prometían y tanto le enseñaron, ahora y justo ahora, se reúnen en un círculo para festejar los fuegos fatuos que proceden de sí mismos.
A la Gran Celda se opone la Pequeña Celda. Como si una mano pretendiera moverse por sí misma, dejar de obedecer las órdenes del sistema nervioso central del cuerpo al que pertenece; y entonces el cuerpo duda entre cortar esa mano -desprenderse de ella- o mantenerla al final del brazo, consintiendo o reprimiendo sus movimientos fuera de control. La riqueza (los países más prósperos y con un -aparente, por parcial- alto nivel de vida) opta por encerrarse en su propia celda o jaula. La variante actual es que las jaulas ya no contienen al tigre sino que protegen al fracasado domador de la rebelión de su (hasta hace tan poco) sumiso tigre.
En el entorno del viajero -una vez acabado el viaje- a nadie parece importarle que Corea del Norte haya explosionado una ojiva nuclear de 10 kilotones en las cercanías de Punggye Ri, al parecer en el subsuelo, provocando un sismo de 5,3 grados de magnitud en la escala Richter (por supuesto, siempre y cuando las informaciones al respecto sean ciertas). A nadie parece importarle (quizá por desconocimiento geográfico) que en el último tramo de la autopista E-15, en Calais, Francia y Reino Unido se hayan puesto de acuerdo para fortificar las alambradas ya existentes con un muro de cuatro metros de altura para impedir el paso de migrantes de uno a otro país.
Frente al tigre, a su furia rayada, no sirven ya ni 10 ni 100 kilotones. La loca idea de los muros, las vallas, las fronteras pretendidamente infranqueables... Nada de eso sirve para nada. El viajero va de un lugar a otro constatando que esos límites, esas celdas, sólo existen en la imaginación de los temerosos.
La celda más poderosa, la más excluyente, es la que cada cual construye a su alrededor, cuando levanta sus viejas puertas del miedo y se atrinchera en su interior.
No pudo ser de otra forma: únicamente la muerte de la Madre, la Araña, la Maman, le permitió soñar de nuevo con otro nacimiento, otra infancia alternativa, otro viaje posible alrededor del mundo. La cadena o el cordón umbilical dejó de tensar la unión a partir de esa muerte. A la gran pregunta de Louise Bourgeois, el viajero ya puede responder: "Pierdo el tiempo con mis escritos y mis dibujos porque perder el tiempo es ganar el tiempo."
¿Quién hizo la pregunta concreta? ¿Quién da una respuesta relativa?
Una hora antes de subir al avión, el viajero en el aeropuerto de Bilbao fotografía un paisaje que pertenece al crepúsculo: tal vez unos cipreses, un sol en retirada, un azul que anticipa la noche y que se adueña de la noche. A la hora prevista nos elevamos; a la hora prevista descendemos.
Salvador Alís.
miércoles, 7 de septiembre de 2016
VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (SEGUNDA PARTE)
VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (SEGUNDA PARTE)
"-¿Cuál es la diferencia entre física y metafísica?
-Física hay cuando una piedra cae de arriba abajo, y metafísica,
cuando una piedra cae de abajo arriba."
Slawomir Mrozek. La mosca. Acantilado. 2013. Pág. 26.
"Mis obras son una reconstrucción del pasado. En ellas el pasado se ha
vuelto tangible;
pero al mismo tiempo están creadas con el fin de
olvidar el pasado, para derrotarlo,
para revivirlo en la memoria y
posibilitar su olvido."
"Un artista es alguien capaz de expresar cosas que a otras personas les aterraría expresar."
Louise Bourgeois.
"En lo que se refiere a la fotografía, soy claramente (siempre lo he sido) ambidiestro. Puedo empuñar mi vieja y querida Lumix FX01 con la mano izquierda o la derecha, sobre todo cuando el objetivo es conseguir un buen autorretrato, volverla contra mí, enfrentarme a ciegas a su lente Leica y disparar una ráfaga en movimiento, de un lado a otro, de arriba abajo o de abajo arriba, para más tarde elegir aquella instantanea que reflejase mi estado de ánimo en ese momento o la visión de mí mismo que, en ese momento, me parecía más adecuada, o el mejor fondo, o el mejor encuadre (aunque quizá no la mejor fotografía)."
La importancia de los pequeños detalles. Quien conozca al viajero sabrá sin duda que una de sus pasiones son los gatos (en general) y que colecciona obsesivamente gatitos en miniatura. En Bilbao, cosa extraña, no vio un solo gato por las calles; y en las tiendas, en los escaparates, apenas uno: Azrael, el diabólico gato rojo o anaranjado de los pitufos, de plástico duro y pocos centímetros de altura y longitud, al precio de 4,50 euros la unidad. Como pueden imaginar, el viajero compró su pequeño Azrael. Lo sorprendente es que al concluir el viaje, una vez colocada la miniatura en uno de los estantes donde almacena su colección, descubriera que Azrael "es uno de los nombres que recibe el ángel de la muerte entre los judíos y musulmanes", y que es el encargado de "recibir las almas de los muertos y conducirlas para ser juzgadas."
En el viejo Bilbao: calles circulares donde la gente anda perdiéndose o encontrándose. Los extranjeros -como el viajero- visten ropas de colores claros, pantalones azules, camisas blancas, vestidos con flores, blusas con pájaros. Los vascos, sin embargo, los más jóvenes con preferencia, visten en su mayoría de negro, el color del luto. Mas sobre el negro hay profusión de letras blancas y rojas, banderas, cruces, calaveras y otros signos y mensajes de complicada traducción.
Idea debida a L. B.: Con cada año que pasa uno debería tener menos miedo (a la muerte, a la enfermedad, a todo); la vejez como oposición al miedo, como antídoto, como cura, como victoria cierta y asentada. Pero eso entrañaría que los jóvenes estuvieran siempre asustados (¿de ahí sus tatuajes, cortes de pelo, piercings, lenguaje y comportamientos pretendidamente agresivos?) y que los niños más pequeños gritasen por su llanto continuamente.
El descanso en la habitación del hotel, lo contrario a la celda, pues en ella no hay memoria, nada queda (ni rastro) de los moradores precedentes, y de ella se entra y se sale sin que nos hable de nuestra vida pasada, ni contiene ni encarna antecedentes, marcas, huellas de lo que fuimos o lo que hizo que llegáramos a ser lo que somos. Lugar despojado como las cajas vacías de Oteiza, las no-cajas, las no-celdas puesto que permiten respirar un aire no contaminado por la vida vivida.
Las celdas son lugares de aislamiento y de meditación; constuidas con puertas viejas unidas por bisagras, permiten no obstante aberturas desde las que contemplar su interior. Muchas son cuadradas, otras redondas, algunas son verdaderas jaulas con barrotes infranqueables. A pesar de la sugerencia de elementos ejemplarmente humanos, están sin duda deshabitadas, comprenden altas dosis de soledad, atraen (como un destino atroz e inevitable) y, al mismo tiempo, rechazan.
La ancianidad de L. B. es tan rotunda que se diría que siempre ha sido -la mujer, la artista- una vieja. Cuesta imaginar a L. B. hallando las puertas, las rejas, transportarlas de un lugar a otro, ponerlas en pie, elaborar con ellas construcciones rígidas, soldar, clavar, raspar las pinturas para envejecerlas aún más. Pero debió hacerlo o conseguir que alguien lo hiciera por ella, bajo sus órdenes, su gusto, su criterio. La fama y el dinero dieron alas a su poder imaginativo, cuando pudo dejar su pequeño estudio y trabajar (pasear, pensar) en un estudio de dimensiones considerables. La diminuta y oscura araña viva de su taller de cuatro metros cuadrados -la herencia de su madre tejedora- se convirtió en la gran araña muerta de varias toneladas de bronce resplandeciente.
Celdas de celdas: las ciudades, las casa y sus habitaciones, los armarios y sus cajones, el cuerpo y su memoria.
El viajero se retrata ante el portón cerrado de una iglesia del Casco Viejo. La madera con su intenso barniz aparece tachonada con múltiples estrellas. Esa puerta está bajo techo, custodiada por arcos de piedra y barrotes de hierro. Imposible saber lo que oculta, cuál es su secreto. Pero el rostro del viajero no puede disimular sus párpados caídos, sus ojos como canicas congeladas, su boca cerrada (no porque algo le impida sonreír, sino por sus dientes malgastados que no desea mostrar). La aparente seriedad del viajero debe considerarse entonces como una simple pose, una ironía más, pues lo cierto es que en ese instante está feliz y embriagado de alegría.
"Un pedigüeño, recogido sobre sí mismo junto a los barrotes que guardan la entrada porticada de la iglesia, lanza su huesuda mano abierta hacia mí y me pide una limosna. Por respeto guardo la cámara de fotos y me acerco a él. ¿Qué quieres de mí? ¿Unas monedas? ¿La cantidad justa para sobrevivir un día más? ¿Para prolongar tu triste vida? Puedo darte lo suficiente para que vivas una semana, para que albergues falsas esperanzas sobre la falsa humanidad de los caritativos. Pero no. ¿Qué resolvería eso? ¿En qué forma cambiaría tu existir? Te daré algo mejor que monedas. Te daré unas palabras (que ni siquiera son mías), más apropiadas al lugar en que nos encontramos que a tu estado y a mi estado: ¡Levántate y anda! Y así lo dejé, con su mano tendida. Y puedo jurar que sus párpados tenían mejor aspecto que mis párpados."
En el Arqueologi Museoa de Bilbao, un caserón sobre las escalinatas llamadas Calzada de Mallona, una tumba con tapa de cristal que se enciende y se apaga según la cercanía del visitante. A cierta distancia enseña la silueta de un hombre difuso, un ancestro de los vascos, un muerto dibujado (o quizá un actor que simuló su muerte ante una cámara fotográfica) que reposa en la parte posterior de ese cristal. Pero cuando uno se aproxima, la luz interior de la tumba se activa y lo que se ve es un esqueleto (donde se reflejan otras luces). La tumba como celda que guarda residuos humanos, restos de tejido, huesos o polvo de huesos, dientes, en ocasiones fragmentos de cerámica, joyas, herramientas, juguetes y (si estuviera herméticamente sellada) tal vez un alma.
Al viajero no le interesa especialmente la arqueología, pero se adentra en el museo en busca de frescor y de penumbra. Ha comido en la terraza de un restaurante en un cruce de calles, en una mesa con un impecable mantel de hilo planchado en una resplandeciente blancura: risotto con gambas, calamares y setas; carrilleras de ternera; un helado de crema de limón y txacolí; una copa de txacoli y media botella de un rioja tinto llamado Arrios. En el museo hace fotos de reproducciones de pinturas rupestres (caballos, bisontes, ciervos...), camina entre piedras labradas y vasijas rotas, diminutas puntas de flecha, cuchillos de basalto y las costillas detenidas en el tiempo de una barca insinuada y sujeta por un armazón de metal.
La tumba y el esqueleto, con su teatral juego de luces, le cautiva de inmediato; gira alrededor de la tumba hasta encontrar el ángulo más propicio, y luego fotografía la calavera y sólo la calavera.
Después, otra vez, el bullicio de la plaza y las calles; otra copa de txacoli en el José Pepe Mugica (el hombre es un animal de costumbres); y vuelve a constatar la abundancia de jóvenes, niños y perros, y la ausencia total de gatos. Salvo excepciones, los perros de Bilbao son grandes y parecen fieros. Los vascos, al menos todos los que ha conocido el viajero -conductores de autobús, trabajadores del hotel o los museos, camareros, gente en las calles-, son amables, hospitalarios, simpáticos, un poco fanfarrones (¿quién no lo es?). Se respira una absoluta tranquilidad, ningún peligro acecha, la policía (invisible) no agobia. Dueños y señores de las calles son los graffitis de las fachadas, puertas y ventanas; y en ellos la vida se manifiesta en colores y sigue su curso.
La ría del Nervión o del Ibáizabal corta a Bilbao en dos, reclama sus puentes, establece sus riberas. El viajero pasea por el borde de esa vena de agua turbia salpicada de hojas y de barcas, y comprueba que las casas en la orilla tienen puertas altas (en previsión de las crecidas) a las que sólo se accede mediante escaleras. El viajero desprecia por tanto cualquier solución de Calatrava frente a las humildes escalas de peldaños de madera sobre vigas de hierro inclinado.
Cuando el viajero vuela de regreso, constata que ya no siente ningún temor. Y ante él se abren varias posibilidades:
-No tiene miedo a volar porque se ha enfrentado a su miedo.
-Porque ha envejecido notablemente y eso es remedio para todo espanto.
-Porque el tranquilizante químico, a pesar de su fecha de caducidad (marzo de 2015), ha cumplido su papel. Y de ello se deriva otra conclusión: que la caducidad de los medicamentos es un simple recurso de las empresas farmacéuticas para incrementar su consumo.
-Porque la lectura de La mosca (obra de Mrozek de inferior calidad literaria que Juego de azar o La vida difícil, pero igualmente subyugadora) le ha sacado de sí mismo, de sus problemas, de sus preocupaciones.
-Porque el cielo y los vientos no se aliaron en su contra.
"La pasajera que por sorteo se sentó junto a mí, volando hacia Palma, estaba algo nerviosa, lo noté enseguida por sus gestos al despegar. "¿Conoce usted la isla?" -me preguntó. La conozco, sí, he vivido en ella la mitad de mi vida. "¿Y es tan bonita como dicen?" ¿Quién lo dice? "Me han hablado de una isla maravillosa" Le han mentido. La isla en sí, como toda isla, es maravillosa. Pero el factor humano, los dueños de la isla, la política...; todo eso es muy discutible. "Acabo de divorciarme. No tengo hijos. Me he sentido muy sola y he querido viajar a la isla para encontrarme a mí misma." Yo he viajado a Bilbao para encontrarme a mí mismo, qué coincidencia. "Y ¿se ha encontrado?" No podría decir que sí y tampoco que no. Pero le aseguro que nadie se pierde en la vida hasta el extremo de tener que buscarse con urgencia o desesperación. En realidad, sólo se trata de un ocultamiento puntual, como un eclipse. Usted está en sí misma como yo estoy en mí mismo. No importa el lugar adonde vayamos. No tenemos que buscarnos más allá de lo que somos, pues lo que somos es parte indisoluble de lo que somos. "Discúlpeme, eso que dice puedo entenderlo, pero ¿no le da miedo volar?" Sentía pánico, pero ya no. "¿Y cómo lo ha conseguido, quiero decir, pasar del pánico a la tranquilidad?" Muy fácil. Trabajo cerca de los aviones. Que un avión se eleve depende de la física. Que un avión se caiga también depende de la física. Pero ahora mi mente está en otro plano, en una línea infinita o metafísica. Eso es todo."
A la mañana siguiente, ya de vuelta en su isla, el viajero se encuentra con la vecina del tercero en la escalera de la finca. La gata perdida el 28 de agosto, la gata raptada por la noche, fue hallada muerta el 29 de agosto sobre la terraza del primero. Se cayó desde una ventana -según su dueña-, quizá se desmayara o sufriera un ataque, quizá se durmiera sobre el alféizar y, al girar, se precipitara al vacío sin tiempo de reacción. Otra vez las posibilidades se abren. Lo que parece seguro es que la gata no se ha suicidado. No hay constancia del suicidio de ningún gato. En alguna ocasión, es verdad, algún gato ha enloquecido. Pero suicidarse, eso nunca, eso no es concebible, eso no puede pasar.
(Hasta aquí las notas de la segunda parte del viaje, que tal vez fueran suficientes para cerrar este capítulo, aunque es posible -así lo cree el viajero- que haya una tercera parte.)
Salvador Alís.
(Hasta aquí las notas de la segunda parte del viaje, que tal vez fueran suficientes para cerrar este capítulo, aunque es posible -así lo cree el viajero- que haya una tercera parte.)
Salvador Alís.
lunes, 5 de septiembre de 2016
VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (PRIMERA PARTE)
VIAJE A LOUISE BOURGEOIS (PRIMERA PARTE)
Una de las esculturas más conocidas de Louise Bourgeois, la gigantesca araña de bronce de casi nueve metros de altura que se alza entre las planchas de titanio de la fachada principal del Guggenheim y el agua, se llama curiosamente Mamá.
Puesto que la esencia del viaje verdadero es deambular sin dirección determinada, el viajero va tomando notas de su viaje, a veces notas reales en un cuaderno, a veces notas mentales, a veces simples fotografías. Sobre las notas añade otras notas, tacha y rectifica, intercala, se mueve con total libertad adelante y atrás ignorando los limites del espacio, despreciando los mapas, los límites del tiempo, la secuencia lógica, sabedor de que -al final- todas las escenas anotadas habrán de someterse a la composición.
"En la txakur kalea (calle del perro), a media tarde y bajo un cielo profundamente azul, un loco se abalanza sobre mí, su rostro a pocos centímetros de mi rostro, y me pregunta: "¿Puede usted respirar". Le digo que sí, que desde luego puedo respirar. "Se lo pregunto -insiste- porque a mí me resulta difícil respirar y no sé si es por el calor o porque me estoy poniendo malo, por si lo que me pasa a mí le pasa a otros o sólo me pasa a mí." Y sin esperar respuesta se da la vuelta y se dirige a un par de hombres sentados en un banco, y les plantea la misma cuestión."
El viaje comenzó cuando el viajero casualmente contempló un pequeño grabado de Louise Bourgeois, en el Museu Es Baluard de Palma, que mostraba a una mujer de dos caras, siendo la segunda la de una gata.
Esa noche, buscando datos sobre L. B. en Internet, supo que el Museo Guggenheim de Bilbao presentaba hasta el 4 de septiembre (aún nos encontrábamos en mayo) una exposición titulada Izatearen Egiturak: Gelak (Estructuras de la Existencia: las Celdas). Leyó algunas críticas e interpretaciones sobre las celdas, los objetos que contenían, su simbolismo, frases sueltas de L. B. presentes en el catálogo, los juegos establecidos entre interior y exterior, pero sólo de pasada.
Recordó que hacía ya muchos años, un reportaje sobre L.B. le había sorprendido en una revista de arte (quizá) que mostraba obras suyas consistentes (o que parecían consistir) en librerías llenas de libros y que, en realidad, no eran más que trozos de madera de diferentes formas y tamaños, colores, calidades y texturas, apilados en vertical y en horizontal y encajados en los estantes desiguales de enormes estructuras. Tal vez alguna de esas falsas librerías fuesen monocromas (blancas o negras), es decir: pintadas, y otras respetasen las vetas naturales.
Librerías sin libros, aunque parecieran estar llenas, ¿qué se puede leer en ellas?
A las cinco de la mañana compró un billete de avión (ida y vuelta) e hizo una reserva de habitación en el hotel Gran Bilbao. Vencería su miedo a volar y disfrutaría de la pausa necesaria en el largo verano que ya se anticipaba.
Tres meses y algunos días después, el viajero aterriza en el diminuto aeropuerto de Bilbao, el 1 de septiembre, con mejor tiempo (más sol y más calor) del previsto. El vuelo ha sido bastante apacible, a pesar de ocupar un asiento en la fila 28 (próximo a la cola de un Airbus 320 de Vueling); el retraso, apenas diez minutos, ha sido compensado por la velocidad y se toma tierra quince minutos antes de lo esperado.
El libro de Jean Frémon Louise Bourgeois - Mujer Casa, inencontrable; no se pudo conseguir ni en Babel ni en Es Baluard en Palma, ni en Elkar ni en el Guggenheim de Bilbao. Catálogos sobrevalorados, ¿para qué comprar imágenes que uno puede ver con sus propios ojos?
"En dos ocasiones, en la misma tarde, una jovencita cuyos ojos eran dos cielos en miniatura, extremada y sospechosamente alegre, me aborda en una plazuela del Casco Viejo para proponerme no sé qué negocio relacionado con acabar con el hambre en el mundo. Su ímpetu, su agradable agresividad, su fe o su afán, me dejan sin palabras. Me reprocha que hable en un tono bajo, que no la mire directamente a los ojos, que no me implique. ¿Cómo decirle que la cuestión es otra, que 7.000 millones de seres humanos cambian el sentido de su requerimiento? Por supuesto, a mí también me duele el hambre, y no sólo el hambre humano (¡cuántas veces habré alimentado o intentado alimentar a gatitos sin recursos, a pajarillos que se posaban en mi mesa esperando las migas sobrantes de mi pan!), pero la cuestión -aquí y ahora- es otra. Yo he viajado a esta ciudad en busca de mi muerte y su derrota; y así las cosas, sus ojos-cielos, su simpatía y su insistencia, no causan otro efecto en mí más que la disculpa sin argumento. Por eso le doy la espalda y me alejo. Y ella otra vez lo intenta. Y yo otra vez le doy la espalda y me alejo, aunque ahora -a mi pesar- elevo el tono de mi voz por si pudiera entenderme."
En algún momento pensó el viajero en tomar el avión a pelo, como el que monta un caballo sin ensillar, pero al final no se atrevió y tuvo que ayudarse con un orfidal caducado.
El viajero tiene la suerte de hallar a punto de partir el autobús de la línea A3247. En el trayecto del aeropuerto hasta la estación Termibús, la pregunta que no cesa es ¿cómo conciliar la cotidianidad del viaje con la profundidad del viaje, el abismo por donde el viajero cae en sí mismo? Llega a la boca del metro de San Mamés; compra un billete dirección Basauri; se apea en Basarrate. Intenta llegar al hotel a pie, pero se pierde; entonces pregunta a una anciana que, casualmente, le señala otro autobús, línea 40, aparcado a pocos metros, que le llevará hasta la puerta del Gran Bilbao.
El hotel de cuatro estrellas no está mal, aunque se echará de menos una terraza, una piscina, un balcón, una carta de vinos en el restaurante, un entrecot más tierno (aun siendo tan sabroso y estando asado en el punto exacto que desea el viajero). La habitación doble en consonancia con el nombre del hotel, cálida y despojada a la vez, con vistas verdes, una carretera, un puente muy alto, una sala de baño inmejorable.
A las 00:07 las dos copas de Nuviana 2011 (la segunda recién empezada) comienzan a abrir las puertas cerradas; se suman a otras dos servidas en el restaurante (un mediocre, corto y caliente Viña Paceta crianza), a otra copa de Erre Punto maceración carbónica tomado en la Plaza Nueva, a un Protos roble en el Bar José Pepe Mujica, a un rioja blanco muy fresco en la Plaza Unamuno (durante la tarde, tras la visita al Guggenheim), y a las dos copas de txacoli seco que acompañaron la comida (un pastel de tomate con crema de queso, un delicioso bacalao con salsa de setas y una porción de brownie de chocolate solo).
Al anotar estos detalles enológicos y gastronómicos, el viajero es consciente de que se le puede tomar por un hipócrita, un resentido, un cínico; 7.000 millones de seres humanos, muchos de ellos pasando hambre, muriendo de hambre en el mismo instante en que él saborea pinchos de salmón con cabrales, champiñones sobre láminas de jamón de bellota, tosta de pulpo...; sin embargo todo es intencionado: el viajero ha perdido en los últimos meses cuatro kilos y simplemente trata de recuperar su peso. Y seguro que de esos 7.000 millones la mitad son o bien hijosdeputa o bien parásitos.
Cuando se vaya a dormir, el viajero habrá ingerido un total de nueve copas, unas dos botellas (nada extraordinario por otra parte, ni en su dieta ni mucho menos en este viaje, a lo largo de este día. Que los vinos, sobre todo los buenos vinos, abren puertas lo sabe el viajero desde hace ya muchos años. Que dan sentido a la soledad, apaciguan el miedo, calman el dolor, lo sabe el viajero. Que escriben por sí mismos, con tinta roja o invisible, lo sabe el viajero.
Louise Bourgeois se presenta a sí misma como una anciana frágil (o quizá la han presentado así) en la fotografía de la portada de su catálogo y en el cartel que anuncia su exposición. Una mujer de baja estatura, delgada, arrugada, puro pellejo, casi centenaria, de cabellos largos y blanquinegros, vestida y más que vestida, como si tuviera frío.
El viajero cree haber leído en cierta página de ese catálogo (no comprado) que lo que pretendía L. B. con sus Celdas era "hablar" del dolor y del miedo. Y entonces, el viajero, no puede evitar que irrumpa en su mente la memoria de la casa maternal (un conjunto de celdas más terribles si cabe que las de L. B.).
"Un loco con los dientes estropeados se interpone en mi camino en la libertate kalea (calle libertad) portando, en su mano izquierda, un espejo de aumento circular, ese tipo de espejo propio de las salas de baño (también utilizado por L. B. en sus Celdas), y, en su mano derecha, unos papeles enrollados. Me dice: "Soy un artista (sin duda, un desgraciado) que vende sus dibujos por tan sólo un euro. Si me lo permite, se los voy a mostrar." Con habilidad sorprendente (usando una sola mano) saca la goma elástica que sujeta el cilindro de papeles y me enseña algunas de sus obras, hechas con rotuladores de colores, infantiles y enigmáticas como las de cualquier niño feliz. Cuando ya me dispongo a esquivarlo, lo pienso mejor y le contesto que no puedo comprarle un dibujo porque me encuentro viajando con una pequeña mochila donde su dibujo no tiene cabida, pero que igualmente le pagaré un euro por la mera contemplación, que puede vender de nuevo ese dibujo a quien pueda transportarlo sin daño, y le doy la moneda, rechazando por segunda vez su ofrecimiento, y me alejo de él sin saber a dónde voy. En el espejo del loco me he visto reflejado como buscavidas, intentando sobrevivir vendiendo mis dibujos. Sin duda yo no tendría su éxito, un euro por nada, pues mis dibujos son (y serían) más tristes, más perturbadores y -como dice L. B.- a la gente normal no le gusta ser perturbada."
El viajero ha viajado para encontrarse a sí mismo, ese tópico tan vulgar y tan real; ha viajado porque este viaje, en realidad, debe ser un alto en el camino (otro tópico), porque debe reconsiderar la dirección que a tomado (su vida), y quizá seguir o detenerse, desviarse o dar la vuelta.
Ha visto cada una de las Celdas expuestas, con sus colores cenicientos, la multitud de objetos que encierran, la nauseabunda evidencia del paso del tiempo, la depresión implícita, la angustia exaltada y amplificada bajo el foco de la atención que las Celdas exigen por el hecho de haber sido concebidas, realizadas, situadas en un lugar público -el museo-, y ser lo que son y no otra cosa distinta.
El viajero ha vuelto al pasado, ha regresado a su niñez, ha visto de nuevo la casa de su madre (que siempre ha estado presente). Esa casa asfixió su infancia pues la casa era la madre que siempre le negó como artista. Ahora entiende mejor aquella negación: él no podía ser un creador porque su madre ya lo había creado todo (incluyéndole a él mismo), por ella y por él, estando el trabajo concluido; su madre fue una precursora, más avanzada y profunda (incluso) que L. B.
El viajero, que no ha preparado en absoluto este viaje, de pronto se da cuenta de que L. B. no es un destino sino un puente para llegar a la otra orilla, al lugar donde le espera su madre con sus celdas perfectas.
Si en L. B. hay cabezas cosidas y cuerpos de trapo (sin cabeza), ovillos rojos (alguno azul), tapices raídos, espejos sucios (ninguno quebrado), sillas rotas, sillas de tortura, reclinatorios, camas de hierro, botellas de vidrio verde, grifos de bronce, arañas de muchos tamaños, guillotinas, manos y antebrazos de cera, vejigas de goma negra, casas tenebrosas, ventanas a los muros, jaulas sin vida, vestidos viejos (no blancos sino amarillentos, no rosas sino anémicos, no cubrientes de cuerpos sensuales sino vacíos), puertas que no se abren, que no se cierran, que chirrían en silencio...; en la madre del viajero (en la casa que fue suya) lo extraño y lo inquietante se multiplican hasta cortar el aliento. Pero esto sólo lo sabe el viajero.
Quizá una tercera copa de Nuviana ayude a soltar la lengua (en sentido figurado), a que el Pilot V ball 0,5 se deslice más fácilmente sobre las líneas trazadas en este papel reciclado de reminiscencias verdosas, un papel y un cuaderno (producido por Zebra A/S, Copenhagen, y fabricado en China) que sin duda hubiera sido del agrado de L. B. Pero no hay tercera copa del Valle de Cinca (en su lugar hay una ducha con aguas a diferentes presiones y temperaturas). "La palabra Nuviana es una derivación de la palabra Novellana, que a su vez procede de la palabra latina Novelliam. Novellana, en castellano antiguo, define el conjunto de pájaros recién nacidos de una cría." A pesar de su etiqueta, aspecto, aroma y gusto, no es un vino caro, prueba de que las apariencias siguen engañando y de que las experiencias sensoriales tienen más que ver con el instante y la sensibilidad de quien experimenta que con el producto experimentado.
"En la barra del bar del hotel he coincidido un par de veces con un ruso que pedía insistentemente "vino de rioja", "más", "mejor", "otra copa", "una botella". Creo que formaba parte de la organización de no sé cuál carrera ciclista que esta tarde atravesaba la Alameda Recalde, la Gran Vía y algunas otras calles cortadas, mientras yo estaba visitando el Guggenheim. El ciclismo no me interesa lo más mínimo (al día siguiente vi en la portada de un periódico local la fotografía de decenas de ciclistas corriendo apiñados frente al museo), pero sí el comportamiento de un ruso borracho y bocazas. Separado de sus compañeros, nervioso o inquieto, se paseaba a grandes zancadas por el hall del Gran Bilbao con su copa en la mano, hasta que se paró frente a la mesa que yo ocupaba y mantuvimos esta breve conversación:
- Usted ¿escritor?
- Yo escribo, sí.
- Letra pequeña y difícil de leer.
- Es mi letra, yo la entiendo (cerrando mi cuaderno).
- Buen vino español. Yo brindo con usted (sentándose). En Rusia no buen vino.
- Pero sí buen vodka.
- Vodka sólo calefacción. Vino español placer.
- Vodka es veneno en pequeñas dosis; el vino es veneno en dosis mayores.
- ¿Veneno?
- Sí, lo que mata, lo que nos va matando lentamente.
- La vida, vivir..., vivir nos mata. Vino alegra corazón, dormir bien.
- Usted, ¿bicicleta? (adaptando mi lenguaje al suyo).
- Ahora no bicicleta. Yo viejo, gordo, todavía fuerte, pero no bicicleta.
- ¿Carrera ciclista?
- Yo patrocinador. Yo equipo. Viajar a España.
- Yo nunca he ido a Rusia.
- No le gustaría Rusia. Mucho frío. No vino bueno. No escritura.
- Algunos de los mejores novelistas de la historia fueron rusos.
- Dostoyevski, pero siempre calentado por vodka.
- De joven yo tomaba vodka (abriendo mi cuaderno).
- Vodka es hielo. Vino tinto español como la sangre.
- Y usted ¿cómo se llama?
Me dijo su nombre (que no entendí), se levantó de la silla y volvió a sus zancadas. Entonces yo también me levanté, tomé el ascensor y busqué el agua."
Mientras me duchaba pensé en las ciudades como celdas nunca imaginadas (¿o sí?) por L. B. En el Casco Viejo de Bilbao como el laberinto de siete esculturas de acero corten, oxidado o patinado, de Richard Serra (La materia del Tiempo), como una inmensa celda que contiene un mundo.
(Hasta aquí las notas manipuladas del primer día de viaje; seguirán las notas del segundo día, cuando a su vez sean manipuladas.)
Salvador Alís.
"pobre estatua sin voz dentro de su piedra
el pájaro en la rama redime al árbol que no vuela"
Jorge Oteiza. Poesía. Fundación Museo Oteiza. 2006. Pág.: 451.
"en la vida real me identifico con la víctima
en mi arte soy la asesina"
"en un momento me sentí acosada por la ansiedad
pero me deshice del miedo estudiando el cielo
determinando cuándo saldría la luna
y dónde aparecería el sol por la mañana"
Louise Bourgeois.
"en la vida real me identifico con la víctima
en mi arte soy la asesina"
"en un momento me sentí acosada por la ansiedad
pero me deshice del miedo estudiando el cielo
determinando cuándo saldría la luna
y dónde aparecería el sol por la mañana"
Louise Bourgeois.
Una de las esculturas más conocidas de Louise Bourgeois, la gigantesca araña de bronce de casi nueve metros de altura que se alza entre las planchas de titanio de la fachada principal del Guggenheim y el agua, se llama curiosamente Mamá.
Puesto que la esencia del viaje verdadero es deambular sin dirección determinada, el viajero va tomando notas de su viaje, a veces notas reales en un cuaderno, a veces notas mentales, a veces simples fotografías. Sobre las notas añade otras notas, tacha y rectifica, intercala, se mueve con total libertad adelante y atrás ignorando los limites del espacio, despreciando los mapas, los límites del tiempo, la secuencia lógica, sabedor de que -al final- todas las escenas anotadas habrán de someterse a la composición.
"En la txakur kalea (calle del perro), a media tarde y bajo un cielo profundamente azul, un loco se abalanza sobre mí, su rostro a pocos centímetros de mi rostro, y me pregunta: "¿Puede usted respirar". Le digo que sí, que desde luego puedo respirar. "Se lo pregunto -insiste- porque a mí me resulta difícil respirar y no sé si es por el calor o porque me estoy poniendo malo, por si lo que me pasa a mí le pasa a otros o sólo me pasa a mí." Y sin esperar respuesta se da la vuelta y se dirige a un par de hombres sentados en un banco, y les plantea la misma cuestión."
El viaje comenzó cuando el viajero casualmente contempló un pequeño grabado de Louise Bourgeois, en el Museu Es Baluard de Palma, que mostraba a una mujer de dos caras, siendo la segunda la de una gata.
Esa noche, buscando datos sobre L. B. en Internet, supo que el Museo Guggenheim de Bilbao presentaba hasta el 4 de septiembre (aún nos encontrábamos en mayo) una exposición titulada Izatearen Egiturak: Gelak (Estructuras de la Existencia: las Celdas). Leyó algunas críticas e interpretaciones sobre las celdas, los objetos que contenían, su simbolismo, frases sueltas de L. B. presentes en el catálogo, los juegos establecidos entre interior y exterior, pero sólo de pasada.
Recordó que hacía ya muchos años, un reportaje sobre L.B. le había sorprendido en una revista de arte (quizá) que mostraba obras suyas consistentes (o que parecían consistir) en librerías llenas de libros y que, en realidad, no eran más que trozos de madera de diferentes formas y tamaños, colores, calidades y texturas, apilados en vertical y en horizontal y encajados en los estantes desiguales de enormes estructuras. Tal vez alguna de esas falsas librerías fuesen monocromas (blancas o negras), es decir: pintadas, y otras respetasen las vetas naturales.
Librerías sin libros, aunque parecieran estar llenas, ¿qué se puede leer en ellas?
A las cinco de la mañana compró un billete de avión (ida y vuelta) e hizo una reserva de habitación en el hotel Gran Bilbao. Vencería su miedo a volar y disfrutaría de la pausa necesaria en el largo verano que ya se anticipaba.
Tres meses y algunos días después, el viajero aterriza en el diminuto aeropuerto de Bilbao, el 1 de septiembre, con mejor tiempo (más sol y más calor) del previsto. El vuelo ha sido bastante apacible, a pesar de ocupar un asiento en la fila 28 (próximo a la cola de un Airbus 320 de Vueling); el retraso, apenas diez minutos, ha sido compensado por la velocidad y se toma tierra quince minutos antes de lo esperado.
El libro de Jean Frémon Louise Bourgeois - Mujer Casa, inencontrable; no se pudo conseguir ni en Babel ni en Es Baluard en Palma, ni en Elkar ni en el Guggenheim de Bilbao. Catálogos sobrevalorados, ¿para qué comprar imágenes que uno puede ver con sus propios ojos?
"En dos ocasiones, en la misma tarde, una jovencita cuyos ojos eran dos cielos en miniatura, extremada y sospechosamente alegre, me aborda en una plazuela del Casco Viejo para proponerme no sé qué negocio relacionado con acabar con el hambre en el mundo. Su ímpetu, su agradable agresividad, su fe o su afán, me dejan sin palabras. Me reprocha que hable en un tono bajo, que no la mire directamente a los ojos, que no me implique. ¿Cómo decirle que la cuestión es otra, que 7.000 millones de seres humanos cambian el sentido de su requerimiento? Por supuesto, a mí también me duele el hambre, y no sólo el hambre humano (¡cuántas veces habré alimentado o intentado alimentar a gatitos sin recursos, a pajarillos que se posaban en mi mesa esperando las migas sobrantes de mi pan!), pero la cuestión -aquí y ahora- es otra. Yo he viajado a esta ciudad en busca de mi muerte y su derrota; y así las cosas, sus ojos-cielos, su simpatía y su insistencia, no causan otro efecto en mí más que la disculpa sin argumento. Por eso le doy la espalda y me alejo. Y ella otra vez lo intenta. Y yo otra vez le doy la espalda y me alejo, aunque ahora -a mi pesar- elevo el tono de mi voz por si pudiera entenderme."
En algún momento pensó el viajero en tomar el avión a pelo, como el que monta un caballo sin ensillar, pero al final no se atrevió y tuvo que ayudarse con un orfidal caducado.
El viajero tiene la suerte de hallar a punto de partir el autobús de la línea A3247. En el trayecto del aeropuerto hasta la estación Termibús, la pregunta que no cesa es ¿cómo conciliar la cotidianidad del viaje con la profundidad del viaje, el abismo por donde el viajero cae en sí mismo? Llega a la boca del metro de San Mamés; compra un billete dirección Basauri; se apea en Basarrate. Intenta llegar al hotel a pie, pero se pierde; entonces pregunta a una anciana que, casualmente, le señala otro autobús, línea 40, aparcado a pocos metros, que le llevará hasta la puerta del Gran Bilbao.
El hotel de cuatro estrellas no está mal, aunque se echará de menos una terraza, una piscina, un balcón, una carta de vinos en el restaurante, un entrecot más tierno (aun siendo tan sabroso y estando asado en el punto exacto que desea el viajero). La habitación doble en consonancia con el nombre del hotel, cálida y despojada a la vez, con vistas verdes, una carretera, un puente muy alto, una sala de baño inmejorable.
A las 00:07 las dos copas de Nuviana 2011 (la segunda recién empezada) comienzan a abrir las puertas cerradas; se suman a otras dos servidas en el restaurante (un mediocre, corto y caliente Viña Paceta crianza), a otra copa de Erre Punto maceración carbónica tomado en la Plaza Nueva, a un Protos roble en el Bar José Pepe Mujica, a un rioja blanco muy fresco en la Plaza Unamuno (durante la tarde, tras la visita al Guggenheim), y a las dos copas de txacoli seco que acompañaron la comida (un pastel de tomate con crema de queso, un delicioso bacalao con salsa de setas y una porción de brownie de chocolate solo).
Al anotar estos detalles enológicos y gastronómicos, el viajero es consciente de que se le puede tomar por un hipócrita, un resentido, un cínico; 7.000 millones de seres humanos, muchos de ellos pasando hambre, muriendo de hambre en el mismo instante en que él saborea pinchos de salmón con cabrales, champiñones sobre láminas de jamón de bellota, tosta de pulpo...; sin embargo todo es intencionado: el viajero ha perdido en los últimos meses cuatro kilos y simplemente trata de recuperar su peso. Y seguro que de esos 7.000 millones la mitad son o bien hijosdeputa o bien parásitos.
Cuando se vaya a dormir, el viajero habrá ingerido un total de nueve copas, unas dos botellas (nada extraordinario por otra parte, ni en su dieta ni mucho menos en este viaje, a lo largo de este día. Que los vinos, sobre todo los buenos vinos, abren puertas lo sabe el viajero desde hace ya muchos años. Que dan sentido a la soledad, apaciguan el miedo, calman el dolor, lo sabe el viajero. Que escriben por sí mismos, con tinta roja o invisible, lo sabe el viajero.
Louise Bourgeois se presenta a sí misma como una anciana frágil (o quizá la han presentado así) en la fotografía de la portada de su catálogo y en el cartel que anuncia su exposición. Una mujer de baja estatura, delgada, arrugada, puro pellejo, casi centenaria, de cabellos largos y blanquinegros, vestida y más que vestida, como si tuviera frío.
El viajero cree haber leído en cierta página de ese catálogo (no comprado) que lo que pretendía L. B. con sus Celdas era "hablar" del dolor y del miedo. Y entonces, el viajero, no puede evitar que irrumpa en su mente la memoria de la casa maternal (un conjunto de celdas más terribles si cabe que las de L. B.).
"Un loco con los dientes estropeados se interpone en mi camino en la libertate kalea (calle libertad) portando, en su mano izquierda, un espejo de aumento circular, ese tipo de espejo propio de las salas de baño (también utilizado por L. B. en sus Celdas), y, en su mano derecha, unos papeles enrollados. Me dice: "Soy un artista (sin duda, un desgraciado) que vende sus dibujos por tan sólo un euro. Si me lo permite, se los voy a mostrar." Con habilidad sorprendente (usando una sola mano) saca la goma elástica que sujeta el cilindro de papeles y me enseña algunas de sus obras, hechas con rotuladores de colores, infantiles y enigmáticas como las de cualquier niño feliz. Cuando ya me dispongo a esquivarlo, lo pienso mejor y le contesto que no puedo comprarle un dibujo porque me encuentro viajando con una pequeña mochila donde su dibujo no tiene cabida, pero que igualmente le pagaré un euro por la mera contemplación, que puede vender de nuevo ese dibujo a quien pueda transportarlo sin daño, y le doy la moneda, rechazando por segunda vez su ofrecimiento, y me alejo de él sin saber a dónde voy. En el espejo del loco me he visto reflejado como buscavidas, intentando sobrevivir vendiendo mis dibujos. Sin duda yo no tendría su éxito, un euro por nada, pues mis dibujos son (y serían) más tristes, más perturbadores y -como dice L. B.- a la gente normal no le gusta ser perturbada."
El viajero ha viajado para encontrarse a sí mismo, ese tópico tan vulgar y tan real; ha viajado porque este viaje, en realidad, debe ser un alto en el camino (otro tópico), porque debe reconsiderar la dirección que a tomado (su vida), y quizá seguir o detenerse, desviarse o dar la vuelta.
Ha visto cada una de las Celdas expuestas, con sus colores cenicientos, la multitud de objetos que encierran, la nauseabunda evidencia del paso del tiempo, la depresión implícita, la angustia exaltada y amplificada bajo el foco de la atención que las Celdas exigen por el hecho de haber sido concebidas, realizadas, situadas en un lugar público -el museo-, y ser lo que son y no otra cosa distinta.
El viajero ha vuelto al pasado, ha regresado a su niñez, ha visto de nuevo la casa de su madre (que siempre ha estado presente). Esa casa asfixió su infancia pues la casa era la madre que siempre le negó como artista. Ahora entiende mejor aquella negación: él no podía ser un creador porque su madre ya lo había creado todo (incluyéndole a él mismo), por ella y por él, estando el trabajo concluido; su madre fue una precursora, más avanzada y profunda (incluso) que L. B.
El viajero, que no ha preparado en absoluto este viaje, de pronto se da cuenta de que L. B. no es un destino sino un puente para llegar a la otra orilla, al lugar donde le espera su madre con sus celdas perfectas.
Si en L. B. hay cabezas cosidas y cuerpos de trapo (sin cabeza), ovillos rojos (alguno azul), tapices raídos, espejos sucios (ninguno quebrado), sillas rotas, sillas de tortura, reclinatorios, camas de hierro, botellas de vidrio verde, grifos de bronce, arañas de muchos tamaños, guillotinas, manos y antebrazos de cera, vejigas de goma negra, casas tenebrosas, ventanas a los muros, jaulas sin vida, vestidos viejos (no blancos sino amarillentos, no rosas sino anémicos, no cubrientes de cuerpos sensuales sino vacíos), puertas que no se abren, que no se cierran, que chirrían en silencio...; en la madre del viajero (en la casa que fue suya) lo extraño y lo inquietante se multiplican hasta cortar el aliento. Pero esto sólo lo sabe el viajero.
Quizá una tercera copa de Nuviana ayude a soltar la lengua (en sentido figurado), a que el Pilot V ball 0,5 se deslice más fácilmente sobre las líneas trazadas en este papel reciclado de reminiscencias verdosas, un papel y un cuaderno (producido por Zebra A/S, Copenhagen, y fabricado en China) que sin duda hubiera sido del agrado de L. B. Pero no hay tercera copa del Valle de Cinca (en su lugar hay una ducha con aguas a diferentes presiones y temperaturas). "La palabra Nuviana es una derivación de la palabra Novellana, que a su vez procede de la palabra latina Novelliam. Novellana, en castellano antiguo, define el conjunto de pájaros recién nacidos de una cría." A pesar de su etiqueta, aspecto, aroma y gusto, no es un vino caro, prueba de que las apariencias siguen engañando y de que las experiencias sensoriales tienen más que ver con el instante y la sensibilidad de quien experimenta que con el producto experimentado.
"En la barra del bar del hotel he coincidido un par de veces con un ruso que pedía insistentemente "vino de rioja", "más", "mejor", "otra copa", "una botella". Creo que formaba parte de la organización de no sé cuál carrera ciclista que esta tarde atravesaba la Alameda Recalde, la Gran Vía y algunas otras calles cortadas, mientras yo estaba visitando el Guggenheim. El ciclismo no me interesa lo más mínimo (al día siguiente vi en la portada de un periódico local la fotografía de decenas de ciclistas corriendo apiñados frente al museo), pero sí el comportamiento de un ruso borracho y bocazas. Separado de sus compañeros, nervioso o inquieto, se paseaba a grandes zancadas por el hall del Gran Bilbao con su copa en la mano, hasta que se paró frente a la mesa que yo ocupaba y mantuvimos esta breve conversación:
- Usted ¿escritor?
- Yo escribo, sí.
- Letra pequeña y difícil de leer.
- Es mi letra, yo la entiendo (cerrando mi cuaderno).
- Buen vino español. Yo brindo con usted (sentándose). En Rusia no buen vino.
- Pero sí buen vodka.
- Vodka sólo calefacción. Vino español placer.
- Vodka es veneno en pequeñas dosis; el vino es veneno en dosis mayores.
- ¿Veneno?
- Sí, lo que mata, lo que nos va matando lentamente.
- La vida, vivir..., vivir nos mata. Vino alegra corazón, dormir bien.
- Usted, ¿bicicleta? (adaptando mi lenguaje al suyo).
- Ahora no bicicleta. Yo viejo, gordo, todavía fuerte, pero no bicicleta.
- ¿Carrera ciclista?
- Yo patrocinador. Yo equipo. Viajar a España.
- Yo nunca he ido a Rusia.
- No le gustaría Rusia. Mucho frío. No vino bueno. No escritura.
- Algunos de los mejores novelistas de la historia fueron rusos.
- Dostoyevski, pero siempre calentado por vodka.
- De joven yo tomaba vodka (abriendo mi cuaderno).
- Vodka es hielo. Vino tinto español como la sangre.
- Y usted ¿cómo se llama?
Me dijo su nombre (que no entendí), se levantó de la silla y volvió a sus zancadas. Entonces yo también me levanté, tomé el ascensor y busqué el agua."
Mientras me duchaba pensé en las ciudades como celdas nunca imaginadas (¿o sí?) por L. B. En el Casco Viejo de Bilbao como el laberinto de siete esculturas de acero corten, oxidado o patinado, de Richard Serra (La materia del Tiempo), como una inmensa celda que contiene un mundo.
(Hasta aquí las notas manipuladas del primer día de viaje; seguirán las notas del segundo día, cuando a su vez sean manipuladas.)
Salvador Alís.
sábado, 3 de septiembre de 2016
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