sábado, 23 de julio de 2016

DIVERSIONES

DIVERSIONES

¿Por qué un sabio no puede, salvo excepciones, dirigir un estado?
¿Será tal vez porque la sabiduría se decanta más bien por la anarquía?
¿Porque el que sabe no reconoce otra autoridad que sus dudas?
¿Porque se opone a toda soberbia y a toda auto-complacencia?
Los dioses todo-poderosos no se cuestionan a sí mismos;
no se cuestiona el rey a sí mismo ni el reinado se cuestiona.
Los estados son herederos del enquistamiento de sus mentiras.

En el sendero que serpentea en este bosque, un caminante atento
encontrará las huellas de Gógol, Dostoyevski, Tolstói, Chejov
y acaso Gorki; hojas del invierno y del otoño, pisadas de otros zares
sobre las pisadas de los zares. Confieso que de ellos
sólo he visto esas huellas erosionadas por la historia, por la nieve y el frío
de los tiempos que suceden a los tiempos.

Pero ahora empieza a ser preocupante que los rusos, muerto Nabokov
y muerto Mayakovski, se interesen por un atento caminante
que tropieza a cada paso con cada raíz levantada en el sendero;
ese caminante que, al adentrarse en el bosque, pretendía
conocer el nombre de cada árbol y cada arbusto, y saludaba alegre 
a cada pájaro que revoloteara entre sus flores.

En la biblioteca variable del paseante: obras de Lenin y de Trotsky,
pero no de Stalin, a pesar de la entrevista concedida a H. G. Wells:
"Le estoy muy agradecido, Sr. Stalin, por darme la oportunidad
de conversar con Ud. Hace poco estuve en los Estados Unidos.
Tuve una larga entrevista con el presidente Roosevelt,
y en ella traté de averiguar por cuáles ideas se deja guiar él.
Ahora vengo con Ud. para preguntarle qué hace para cambiar el mundo."
La respuesta de Stalin: "No tanto."

Vladimir Nabokov escribió Lolita, una de mis novelas preferidas
y a cuyo título debe su nombre una de mis gatas.
Mayakovski se pegó un tiro en el corazón en la primavera de 1930;
el futurista manifiesto que había firmado en 1912 se titulaba
La bofetada al gusto del público.

Si descendemos un escalón (o lo ascendemos) desde el estado al país,
desde el país al pueblo, hay dos lugares en el mundo
a los que nunca he de viajar: los Estados Unidos de América
y el Reino Unido separado de Europa por un mar
que custodian grises tiburones acerados y armados hasta los dientes.

Siento (es decir: no siento) decirle a los rusos
-que en los últimos dos días tanto se han interesado por mí-
que entre mis lecturas pendientes (que son muchas y clásicas)
se incluyen Almas muertas, El idiota, Guerra y Paz,
El jardín de los cerezos y Los bajos fondos. Me atraen, sin embargo,
las cúpulas doradas y los efectos meteóricos de Cheliábinsk.

Y no siento decirles (es decir: realmente digo lo que pienso)
que mis sabios, mis dioses, mis reyes o mis zares son otros, ya citados
hasta la saciedad: Kafka, Bernhard, Jünger, Canetti, Beckett, Cioran,
Schopenhauer, Nietzsche..., y quizá el uruguayo Levrero
y el húngaro Kertész; que cada día vuelvo a mi anárquico bosque
y a mi sendero torcido, y que aún no he sido capaz
de encontrar un claro en ese bosque en el que descansar.

Si ustedes, señores rusos, amantes del hielo y de la poesía,
desearan saber algo más de mí, haganse con mi único libro publicado
(Time Lapse), tradúzcanlo y así, de esa manera,
tendrán un conocimiento más exacto de mi pensamiento;
y fíjense ante todo, como referente, en el último poema: "Los sitiados".

Por dejar las cosas claras: todo lo anterior es muy serio,
pero todo lo anterior es, al mismo tiempo, un mero divertimento.

Salvador Alís.












 
  

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