viernes, 22 de julio de 2016

DEL AMOR (SEGUNDA PARTE)

DEL AMOR (SEGUNDA PARTE)

A los quince años yo quería ser muchas cosas menos yo mismo. Quería ser un héroe; quería ser Dirk Mason (a los mandos de Mytek, el colosal mono robótico); quería ser Louis Crandell (el justiciero invisible conocido como Zarpa de Acero); quería ser Johnny "Jaguar" (el valeroso luchador piel roja); quería ser Max "Audaz" (y vencer al Halcón Humano y, con él, a todos los malvados del mundo). Ignoraba que mi destino estaba ya trazado por mis primeros futuros pasos, y que al final no sería ningún héroe sino el yo mismo -diferente al que fui a los quince años- en que me he convertido. También quería ser un escritor, un  Quevedo, un Machado, un Hernández...; y también un filósofo (pero no uno de los más famosos, no un Platón o un Aristóteles, sino alguien menos conocido y menos serio, un Arístipo de Cirene, un capítulo aparte). Pero lo que deseaba por encima de todo era ser un hombre. Un hombre hecho y derecho para tomar venganza sobre otros que, valiéndose de su mayor edad, fuerza o posición, me habían hecho la vida imposible -como suele decirse.

Una fría tarde de invierno, al salir de la Biblioteca Pública (que entonces se encontraba en la planta baja del ayuntamiento), después de haber repasado por enésima vez las aventuras de Tintín, al pasar junto a la iglesia vi sobre los escalones de piedra una figura muy alta y muy oscura con una enorme llave de hierro entre las manos. Supongo que acababa de cerrar los portones del templo y se había detenido un instante -aunque parecía esperarme, contemplando el cielo y al acecho. Esa figura me saludó con voz grave y seductora, bajó los escalones y comenzó a caminar a mi lado entablando conmigo una conversación que entonces me pareció casual y natural. Dijo que me conocía y que conocía a mi padre y, puesto que mi padre vendía libros, me preguntó si me gustaban los libros y la lectura. Tal fue el anzuelo que utilizó para pescarme. Me dijo su nombre (yo le dije el mío); me dijo que era el nuevo sacerdote de la parroquia, que vivía en la llamada "Casa del Cura", que allí tenía él muchos libros y discos, y me invitó a visitarlo cuando me apeteciera, que me prestaría libros interesantes, me dijo, mientas comenzaba a caer la lluvia desde un cielo muy negro, que podría escuchar música, incluso pintar un mural en alguna pared (después de confesarle yo que también me gustaba la pintura).

Este sacerdote, al que he dado en llamar y llamaré la figura, vestía siempre de negro (como el cielo del invierno), en su casa y en la calle, trajes y abrigos de buen corte, camisas de seda, jamás sotana; en el interior de la iglesia, puesto que yo había dejado de frecuentarla, no sabría decir cómo vestía. De unos treinta años, un metro noventa, atlético, moreno, con el pelo corto y de un extraño color que a mí me parecía entre morado y azul marino. Era tan elocuente y todos sus ademanes y palabras resultaban tan sinceras que uno bajaba de inmediato la guardia, desatendía sus defensas, relajaba sus precauciones y se extasiaba ante él como si fuese el mismo dios quien hablara. Más tarde supe que procedía de buena familia, una familia culta y burguesa, y que antes de tomar la decisión de entrar en el seminario ya era un estudiante brillante y aventajado. Por contraste con el anterior titular de la parroquia, un anciano y tradicional cura con sotana que se pasaba horas y horas escuchando confesiones sin parpadear y que, aun estando despierto, parecía dormido, que no pronunciaba otras palabras que las exigidas por el rito, la figura se presentaba como un personaje extraño, contradictorio, fuera de lugar en esa hermética iglesia a la que yo había renunciado a pertenecer por culpa de mi rechazo a madrugar y mi pasión por el cine (a la primera misa de los domingos no iba por temprana; a la de la tarde, porque prefería volver a ver la película ya vista en el programa de sesión continua). El hecho de que mi madre fuese católica y mi padre ateo jugaba a mi favor, pues ante la insistencia de mi madre yo oponía el ejemplo de mi padre. Pero la figura no me citaba en el templo ni apelaba a la liturgia, sino que me esperaba invariablemente cada tarde en su casa, que enseguida sustituyó para mí a la Biblioteca Pública. De la casa sólo conocí un gran salón con estanterías llenas de libros, un tocadiscos y una abundante colección de discos, un sofá raído, una mesa baja, algunas sillas y sillones de asientos de cuero, una mesa de trabajo con un flexo, un crucifijo de madera y algunas láminas enmarcadas de vírgenes y santos. A veces encontraba allí a otros jóvenes de mi edad, conocidos o no, que al igual que yo habían sido pescados por la figura. A veces nos sentábamos en grupo en el sofá y alrededor del sofá para escucharle o responder a preguntas que él nos planteaba, dar nuestra opinión sobre diversos temas, expresar nuestras dudas y preocupaciones. La figura actuaba como un director de orquesta y nosotros como los aprendices que intentan afinar sus instrumentos.

Entre una puerta que daba acceso a un pequeño cuarto de baño y el hueco de una escalera (que debía conducir a sus aposentos), clavada en la pared blanca con chinchetas, una hoja de papel manuscrito reproducía bellamente el poema Si de Rudyard Kipling. La figura me mostró el poema la primera vez que acudí a su casa, a su cita, y me pidió que lo leyera en voz alta. Tal fue el cebo del anzuelo, la trampa tendida como si fuera un recurso de salvación, la tela de su araña, el trampantojo de su honestidad. Yo veía en la figura una mezcla de Gary Cooper en Solo ante el peligro y Kirk Douglas en El último atardecer. La atracción del binomio "el bien y el mal". Su palabras eran las de un predicador que aplicaba con habilidad el método socrático, pero su aspecto, la agudeza de su rostro y sus gestos varoniles (así lo veo ahora desde la perspectiva de los años transcurridos) eran diabólicos.

En la primavera que siguió a ese invierno conocí a S., una niña de un metro cincuenta, rubia, de ojos azules, hija de un empresario acomodado que vivía en la gran ciudad, con el cuerpo de una sensual muñeca, una cabecita loca, mimada, caprichosa, voluble pero sumamente atractiva. Y me enamoré perdidamente de ella. Fue mi primer amor (aunque el tiempo demostró que en realidad no fue mi primer amor). Y un día la llevé a la "Casa del Cura" y la presenté ante la figura. S. y yo sólo nos veíamos los fines de semana o durante las vacaciones, aunque nos jurábamos amor eterno y nos escribíamos cartas a diario. Pero S., cuando estaba en la gran ciudad, tenía otros novios (tantos como quisiera) a mis espaldas. Cuando un par de años más tarde descubrí el engaño, su fatal infidelidad, y rompí con ella, S. acudió un día por su cuenta a la "Casa del Cura" para desahogarse y, tal vez, pedir consejo a la figura. Lo que sucedió entonces nunca lo supe por la versión original de los protagonistas, sino por el relato del hermano de la novia del hermano de S., y sin entrar en detalles. Según este relato de terceros, luego de lloriquear y lamentarse S., seguramente entre los brazos de la figura, sentados ambos en el raído sofá y con una apropiada música de fondo (¿Frank Sinatra?), la figura había intentado violarla o la había violado. La noticia -no voy a negarlo- me causó asombro, pero ya no me importaba. No le importó a la familia, no le importó a ella ni a él, nadie tomó decisiones al respecto.

Tres años después, S. olvidada y yo viviendo en la gran ciudad, asistiendo (y muchas veces no asistiendo) a mis clases en la Facultad de Filosofía y Letras, conocí a O., una jovencita de un metro setenta, rubia, de ojos azules, con el cuerpo de una sensual muñeca, una cabeza inquieta y llena de fascinantes ideas e ideales, poesía, proyectos, determinación. Y me convertí en su amante por decisión suya, porque su novio oficial estaba haciendo la mili y ella necesitaba llenar ese vacío, combatir esa ausencia. O. me enseñó el maravilloso juego de "todo vale en la cama menos la penetración". Sabía cómo alcanzar e inducir orgasmos replicando los movimientos de un coito sin desvestirnos siquiera, con los vaqueros puestos, sobre un lecho cualquiera o un sofá o de pie abrazados en un portal. Con S. yo apenas crecí, pues ella sujetaba al niño que yo era para dominarlo. Por contra, O. me pedía que le escribiera poemas de amor y revolución, me regalaba libros que terminaban con una canción desesperada, me escribía y esperaba de mí largas y profundas cartas, y hasta llegó a convencerme para hablar ante un desconocido auditorio sobre temas ligados y arriesgados (en aquella época) tales como el sexo y la libertad.

Puesto que yo había llegado a la conclusión de que las mujeres estaban sin duda locas, que eran inestables y traidoras, puesto que me sentía un mero sustituto y ya había probado el sabor de la traición, engañé a mi vez a O. con otra mujer, L. (junto a la cual, el relato de nuestras experiencias merecería otro texto y otras palabras). De todas formas, una noche le hablé a O. de mi nueva amante, y su respuesta inmediata fue dejarme, concluir la relación, poner punto y final. No tardé una semana en saber que su novio ausente volvía de la mili, que mi confesión le vino a O. como anillo al dedo para justificar la ruptura.

Lo sorprendente de esta historia, un año más tarde, fue que la figura volvió a presentarse en mi vida. Había colgado los hábitos, sus trajes oscuros, renegando de su profesión y, no recuerdo de qué manera ni en qué circunstancias, había conocido a O. y vivían juntos. Fue la confidencia de otro traicionado, el ex novio de O., al que yo conocía pero que ignoraba mi anterior relación con O., en una calurosa noche de verano en que ambos coincidimos en el mismo bar y el mismo alcohol.

A pesar de la ruptura, una esporádica correspondencia aún me mantenía unido a O. por amistad. La segunda sorpresa de esta historia sucedió cuando recibí una carta de O. -firmada también por la figura- invitándome a visitarles en la ciudad en que vivían. Y así lo hice. Fueron hospitalarios conmigo, cenamos en su casa y luego me llevaron a tomar una copa a un encantador bar del centro histórico, hablamos de lo humano y lo divino y me prepararon una habitación para dormir. A la mañana siguiente, antes de ir a trabajar -la figura ya se había marchado y estábamos solos-, O. entró para despedirse. Se sentó en el borde de la cama, me susurró palabras cariñosas, no me besó, aunque -como solía hacer en nuestros anteriores encuentros-, durante unos breves y excitantes y turbadores momentos, mordisqueó el lóbulo de una de mis orejas, soplando leve y cálidamente al mismo tiempo, hasta conseguir que yo... creyera de nuevo en el amor.

Con el paso del tiempo he sabido que S. ya tiene algún nieto (su imagen invariable no ha sido cambiada por ninguna otra imagen); ella fue la primera en su momento, pero hoy ocupa su lugar en las últimas filas del teatro. De O. puedo ver cuantas fotografías actuales se hacen públicas en diferentes webs. Ha envejecido naturalmente pero conserva su belleza y ha sido fiel a sus ideales. La figura, un anciano jubilado de cabello blanco, todavía se aferra a su bastón-espada y todavía se empeña en predicar desde su marchito púlpito.

Salvador Alís. 





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