DEL AMOR (PRIMERA PARTE)
La primera vez que escuché un verdadero discurso, una teoría, un alegato sentido, emotivo y emocionante sobre (y en favor de) "el amor", yo tendría once o doce años, fue en la última jornada de lo que ahora llamaríamos un campamento de verano y entonces llamábamos ejercicios espirituales. Lo pronunció un sacerdote que no parecía un sacerdote, sino un guerrillero de la palabra. Habíamos acampado a la orilla de un río, en un claro del bosque, todos los alumnos del Instituto Libre (dirigido sin embargo por una monja que se debatía en la contradicción de imponer disciplina y -así quiero creerlo- su innata tendencia a la permisividad y el perdón), alumnos de entre diez y dieciseis años, chicas y chicos, preadolescentes y adolescentes dados a la aventura y proclives al amor. El campamento se dividía, como no podía ser de otra forma, en tres zonas delimitadas con palos clavados en el suelo (ramas tratadas igual que lapiceros), unidos por cuerdas y dejando una amplia abertura en cada uno de los perímetros que permitía el acceso al lugar común, el lugar donde se rezaba, comía y cantaba. En el centro de ese lugar común para los profesores, las alumnas y los alumnos se encendía cada noche una hoguera, testigo danzante de muchos debates y confidencias. Allí se celebraban misas que no parecían misas, temprano en la mañana, después de un desayuno de leche americana y galletas; allí se recibían las instrucciones, se organizaban los juegos, se formaban los equipos, se establecían los retos; allí se preparaba la comida o la cena; allí se aprendían técnicas para hacer nudos, improvisar escaleras o puentes, elaborar códigos de señales; allí conocimos muchos nombres de árboles, pájaros e insectos que todavía nos eran desconocidos; y allí supimos por vez primera lo que significaba "el amor".
Todas las personas mayores eran viejas y viejos conocidos: la arrugada hermana Rosa (la directora), la oronda hermana Clara (la encargada de la cocina), la bellísima profesora de filosofía (que aún tardaría uno o dos años en ser mi profesora y que luego murió fatalmente en un accidente de tráfico), el genial profesor de matemáticas Montesa (un bufón y un loco, pero un genio a fin de cuentas), el habitual profesor de religión (un cura que sufría ataques de ansiedad y que nos dejaba solos muchas veces en mitad de una de sus clases, escapando muy asustado y a toda prisa sin que nadie supiera de qué huía), la jovencita y novata profesora de francés (que se ruborizaba cuando se le pedía que nos tradujera a esa lengua ciertas partes del cuerpo humano), el ineficaz profesor de gimnasia (pues no llegaba a otra cosa que a organizar y arbitrar partidos de fútbol, siendo tan mal árbitro), el obseso sexual y también chivato profesor de una asignatura que, por suerte, dejo de existir (a no ser que haya cambiado de nombre y yo no lo sepa), Formación del Espíritu Nacional. La hermana Clara, ella sola, se bastaba para preparar el simple desayuno: leche en polvo diluida en agua y media docena de galletas María; para la comida y la cena elegía a unos cuantos ayudantes y yo era siempre uno de los elegidos. Por esas fechas ya sabía, porque lo había aprendido de mi madre, cómo matar a un conejo, degollarlo, desangrarlo, despellejarlo, vaciarlo, descuartizarlo y cocinarlo, todo el repertorio completo y sin inmutarme (de aquel aprendizaje se deriva que años más tarde me negara con rotundidad, y hasta hoy, a comer carne de conejo).
El invitado estrella, sin embargo, era un perfecto desconocido: un sacerdote misionero de veintipocos años. Llegó el último día, a primera hora de la mañana, en un viejo Land-Rover. Algunos, al oír el estruendo del motor, salimos restregándonos los ojos de las tiendas de campaña. Era alto y delgado, llevaba el pelo largo, vestía pantalones vaqueros (tan corrientes hoy pero tan novedosos entonces) y botas de cuero (en pleno verano). Al final todos nos juntamos a su alrededor. La hermana Rosa lo presentó, quizá fuera su sobrino o el sobrino de alguien que, en una breve estancia en España y antes de volver a su misión en no sé cuál país latinoamericano, había aceptado pasar veinticuatro horas con los jóvenes alumnos del Instituto Libre San Rafael. Después del revuelo ocasionado por su irrupción (tantas chicas, sobre todo las de los cursos superiores, se pusieron tan nerviosas y comentaban por lo bajo lo guapo que era), nos pidió que nos sentáramos en círculo para celebrar una misa. Se oyeron algunas débiles protestas: "pero aún no hemos desayunado", que él acalló de inmediato: "con el estómago vacío se entiende mejor a dios y al mundo". Aquella misa, sin traje ceremonial, sin cáliz y sin hostias, fue el prólogo para el verdadero discurso sobre el amor que acontecería en la noche. Entremezclando sus palabras con el rumor de las aguas que bajaban, nos hablo del amor divino, del amor natural, del amor a la sangre, del amor al bien, a la justicia, a la paz, al semejante y al diferente; nos hablo del amor a lo que no entendemos ni entederemos nunca; del amor a los árboles, a los pájaros y a los insectos; del amor a los bosques y los ríos, a los mares y a las montañas; del amor a nuestros padres, hermanos, hijos; del amor como principio básico de convivencia y provecho común; del amor al conocimiento, pues éste entraña criterio y equidad; del amor a la vida genérica y no tan sólo a nuestras pequeñas vidas particulares y egoístas. Esa extraña misa sin rituales, sin otro decorado que el amanecer, acabó de pronto cuando nos dijo que podíamos beber la leche como sangre de Cristo y comer las galletas como cuerpo de Cristo. Algunos comentarón que el joven misionero, cuyo nombre no recuerdo, se parecía a Jesucristo renacido. En aquel momento no pude pensarlo puesto que aún no lo conocía, pero años más tarde, en mi memoria, el misionero se fue pareciendo cada vez más a un che guevara sin barba y sin boina. Entre el amoroso desyuno y la estridente cena (a la mañana siguiente se levantaba el campamento) no sé lo que paso, un día en blanco, pero no he podido olvidar la última hoguera, el último fuego.
Alguien que tenía reloj dijo que eran las doce de la medianoche (muchos alumnos y algunos profesores ya se habían ido a dormir,) cuando el misionero surgió del espeso bosque de pinos a nuestras espaldas y tomo asiento en uno de los huecos del círculo, frente a la hoguera. Se hizo el silencio durante el tiempo en que él encendía y fumaba un cigarrillo; y luego habló. Y sus palabras, igual que la contemplación de las llamas quemándonos los ojos, dejaron en nuestros oídos y nuestro entendimiento una huella imborrable. A pesar del calor -verano y fuego- yo tiritaba al lado de mi futura y malograda profesora de filosofía, y de repente dejé de pensar en ella y presté toda mi atención al discurso del sacerdote que no parecía un sacerdote, al tremendo y brutal alegato a favor del amor que pronunció, como un regalo, para un grupo de niñas y niños sumidos en el ensueño de la magia nocturna de los espíritus del río y del bosque. Nos habló de la muerte, sin previo aviso, sin preámbulo, sin disimulo; nos dijo lo que él había visto: selvas y serpientes; indígenas que utilizaban sus dientes como herramientas y que al perder sus dientes ya no servían para nada; voraces madereros y buscadores de otros tesoros minerales o estratégicos; niños como nosotros que no tenían ni una galleta con la que comulgar; aldeas perdidas rodeadas de charcas inmundas; enfermedades que para nosotros serían un mal menor y para ellos el fin; intereses de grandes corporaciones que consideraban a los habitantes de aquellas zonas más o menos como molestas hormigas en su hormiguero. Que morían a cientos, a miles, niños como nosotros, preadolescentes o adolescentes como nosotros, sin destino, sin esperanza. Que los experimentos, que el expolio, que el poner la vista en el objetivo y fingir que se mira hacia otro lado eran tan comunes, allí, que el mundo ya se estaba acostumbrando. Que muchos ya morían por el rifle y no por la fortuna. Todo eso dijo, y más. Seguro que hay palabras que se perdieron en el tiempo, como la tristeza y determinación de sus ojos -que no miraban nuestros ojos y sí, fijamente, primero las ágiles llamas (el amor) y luego las traicioneras brasas (la muerte)-, desprendiéndose de su discurso que las llamas y las brasas pertenecían al mismo fuego.
No recuerdo el nombre de aquel misionero ni en qué países veía la muerte y el amor (si Brasil, si Cuba, si Bolivia, si Nicaragua, si El Salvador...); desapareció en la noche y, a la mañana siguiente, ni siquiera oímos el motor de su Land-Rover. Es posible, considerando que debía llevarme quince años, que aún viva, que aún celebre misas. Todo es posible. El impacto de su revelación (el amor nace de la consciencia de la muerte, del imperio del poder sobre los débiles, de la injusticia programada y sistemática, de la guerra a gran o pequeña escala, caliente o fría, de la usura, del la consciencia y el hecho de que un solo niño muera de hambre, etcétera) no se olvida y ha perdurado hasta el presente. El verdadero amor -creí entender- no es un concepto divino, metafísico, ni de atracción de los cuerpos ni de afinidad de las mentes, sino sencillamente una responsabilidad que se adquiere al contemplar el fuego que siempre arde y nunca se apaga.
Salvador Alís.
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