OÍR Y ESCUCHAR
A unos les gusta oír y a otros escuchar. ¿Cuál es la diferencia?
¿Si percibir sonidos o entender lo que se percibe?
Los que nacieron para oír no nacieron sordos. ¿Comprenden
lo que oyen? El que prefiere oír o incluso escuchar parece pasivo:
el que habla, un sádico.
Las palabras son agresión, golpes sonoros.
El que escucha encaja esos golpes, y a veces se tambalea y cae
y otras veces resiste, con cuerdas o sin cuerdas a la espalda.
A unos les resulta más fácil oír que hablar
y a otros lo contrario. Ambos pueden adivinar la palabra
que dirán o escucharán, como al escribir mensajes de texto
le ocurre al escribiente que utiliza un smartphone.
Un programa ajeno al hablante y al oyente dicta las palabras
y pretende dictar su interpretación.
Un sonido y un silencio no significan lo mismo. Escuchar
y decir son acciones complementarias. Ni el que habla
ni el que presta atención existirían sin el otro.
Se necesitan y se sustentan a su pesar.
Y no es caso infrecuente que alguien en silencio
adquiera, gracias a su sorpresiva e inusual pasividad,
un poder de sumisión inversa sobre el discurso de su agresor.
El hablante puede agitar en el aire palabras de aire, de agua,
de junco, de caña o de piedra. Y el que presta sus orejas
puede oír silbar el viento, deslizarse un riachuelo,
desbordar una catarata, quebrarse una rama
o estallar un volcán.
La ventaja en el Gran Teatro es que puede variarse el argumento
de cada representación, de un día para otro
si se sabe improvisar, e imaginar un escenario con dos actores.
En el primer supuesto, uno habla y el otro escucha sin más.
En el segundo, hablan y escuchan alternativamente.
En el tercero, los dos permanecen callados
mientras suena un discurso en altavoces, o música
o ruidos de la calle o de la naturaleza.
En el cuarto, sin agotar las posibilidades, los dos actores
hablan al mismo tiempo, gritan, gesticulan y se enfrentan cara a cara
sin entender lo que dicen ni lo que oyen.
La cuestión se complica cuando el hablante y el oyente
son la misma persona; lo que uno dice, el otro quiere que se le diga;
lo que uno quiere escuchar lo toma prestado de quien le habla.
Pero sucede con frecuencia que uno se tapa los oídos
con la mano derecha y la boca con la izquierda.
Oír es inevitable; escuchar, una elección. Como inevitable es hablar
y, en ocasiones, guardar silencio. Depende del mensaje a transmitir.
Si te digo te quiero puedes responder o bajar la mirada
o mirarme a los ojos.
Si te digo "no" puedes contestar"sí".
Si te digo "hasta aquí hemos llegado" estás en tu derecho de responder
que a ti aún te quedan algunos kilómetros o años.
Y esto no tiene nada que ver con las capacidades auditivas u orales;
tiene que ver que algo que no se ve y que, por tanto, es invisible.
Algunos de nosotros hablamos hasta matar
toda posibilidad de respuesta. Un gato oye o escucha simplemente
(el dilema no está resuelto), y cuando se habla a sí mismo
no utiliza palabras, no se mira a un espejo,
no representa una comedia o una tragedia.
El don de la palabra, que por derecho y evolución -excepciones aparte-
nos pertenece, no es un don. ¿Quién ejerce dominio sobre quién?
¿El que junta palabras para articular una idea o el que las separa
para entender más allá de esa idea?
Te escuchas murmurando, en el acto de escribir lo que escribes;
te escuchas, como eco lejano y atenuado por los sonidos exteriores,
decir y escribir lo que dices y escribes:
repeticiones y variantes; mientras la noche calla y el gato perdido
maúlla en la calle y el pájaro del amanecer prepara su canto.
Salvador Alís
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