domingo, 27 de diciembre de 2015

SOBRE EL SUICIDIO / EN RECUERDO DE JEAN CHARLES

     I

     En el año 2010 pasamos dos semanas de vacaciones en Isla de la Reunión. El destino nos fue sugerido por algún familiar francés de mi mujer. Y contábamos, además, con el aliciente de que allí vivía un primo segundo o tercero, Jean Charles, con el que se mantenía cierta relación.
     Establecimos contacto y quedamos en hacerle una visita nada más llegar, o quizá fuera él quien nos invitara. Lo cierto es que la primera tarde en la isla, con un coche de alquiler, luego de dar vueltas y vueltas por un laberinto de carreteras secundarias y caminos tropicales, llegamos a su casa y nos recibió en compañía de su familia: una esposa y dos hijas -una preadolescente y otra niña- que en mi memoria aparecen como muy simpáticas y muy bellas. Un poco antes o un poco después se nos unió otra pareja de amigos suyos.
     Cenamos los ocho alrededor de una gran mesa de madera junto a la piscina, en un jardín lleno de flores y palmeras y hasta un pequeño refugio construido sobre un árbol. En ese jardín se movían, cada uno según su velocidad natural, un perro viejo y enfermo, una tortuga gigante y un gato de ojos singulares. Resultó una cena informal pero cálida, donde no faltaron ni el vino ni las risas, la buena conversación (entre todos ellos) y las expresiones confusas (cuando yo intentaba expresarme en francés), o las interpretaciones igualmente confusas (por mi parte) respecto al sentido de lo que se decía, mas disculpadas y entendidas en lo esencial.
     Luego de ese intercambio de noticias de vidas y lugares, de ese compartir y respirar, nos prepararon una habitación y dormimos en aquella casa. Yo les había llevado, como regalo, una simple botella de vino, y ellos nos dieron tanto.
     Pero el vino era un Summa Varietalis, en cuya etiqueta negra hay una cruz naranja entre paréntesis.
     Al día siguiente hice algunas fotos de la casa, el jardín, la piscina, el gato singular, la tortuga gigante, el perro viejo y las máscaras en las paredes. El primo segundo o tercero de mi mujer había desaparecido, no quedaba nadie, los adultos a su trabajo y las niñas a la escuela. Alguien, no obstante, había previsto nuestro desayuno, alguien había escrito o dibujado instrucciones para llegar a nuestro bungalow de alquiler.
     Mi maleta, perdida por Air France, llego algo más tarde. Isla de la Reunión nos pareció, a mi mujer y a mí, uno de los lugares más fascinantes que hemos conocido. Pero no es momento ahora para demorarse en explicaciones (aunque no renuncio a intentarlo algún día).
     En la última o penúltima noche de las vacaciones volvimos a encontrarnos con Jean Charles, Marie Cecile, Marine y Romane. Nos invitaron a cenar en un restaurante frente a la playa. Las niñas eran tan alegres; el clima tan benigno. Jean Charles no cesaba de contar anécdotas para ilustrarnos sobre la vida en la isla, como aquella inolvidable cuando la lava del volcán, al descender por la pendiente de la montaña y adentrarse en el agua, hacía hervir el mar y las langostas, cocidas, surgían por todas partes, siendo elevadas hasta la superficie donde él y sus amigos, sobre pequeñas barcas, las recogían para darse un festín.

     II

     Pues bien, cinco años después de todo aquello, mi mujer me dice que Jean Charles se ha suicidado. El 23 de diciembre, al parecer, Marie Cecile publicó en Facebook un mensaje preocupante, una petición de ayuda. Pero el 24 ya se publicó la esquela. Y el 25 fue incinerado.
     Jean Charles no debía tener aún 50 años; y hasta donde sabemos, la situación económica de la familia no era mala; la pareja -cinco años atrás- trasmitía comprensión y felicidad; y las dos hijas eran dos soles, dos razones para vivir. Resulta difícil entender esta muerte.
     Ningún aviso previo, ninguna nota, explicación o justificación. Todo por sorpresa -a la espera de otros datos. Sus amigos, por medio de la cuenta de Facebook, expresan asombro, incredulidad.
     Hablando con mi mujer del acontecimiento, intentamos descifrar los motivos. Ambos sabemos de lo que hablamos. Pero no llegamos a ninguna conclusión.
     Yo sostengo que, detrás de toda causa posible, hay una enfermedad mental. Que ningún golpe es suficiente; que casi todo ser humano sufre a lo largo de su vida dolores insoportables que, sin embargo, se aprenden a soportar; que si una bancarrota, una infidelidad, una enfermedad terminal, la pérdida de alguien muy querido, una guerra, una gran humillación, un miedo o pánico sin medida, o un fracaso en toda regla fueran motivos para suicidarse, entonces, la humanidad entera se hubiera extinguido.
     Otra posibilidad podría ser el asesinato disfrazado de suicidio, pero lo descartamos por literario. "Lo incineraron al día siguiente -dice mi mujer aplicando su sentido común-; si algún detalle fuera sospechoso hubieran ordenado una autopsia."

     III

     La gran pregunta es: ¿por qué nadie supo nada hasta el instante fatal de la realidad impuesta, hasta el desenlace de una historia y una razón ocultas?
     Para eludir el suicidio, a veces nos volvemos alcohólicos, nos envenenamos las venas, cantamos o declamamos sobre escenarios inestables, nos entregamos a la violencia, pintamos cuadros, escribimos poemas.
     Algún filósofo suicida (y por tanto alguien que se enfrentaba con uñas y dientes, con ideas y palabras, al suicidio) dijo en alguna ocasión que con la mitad de la mitad de la mitad de la energía necesaria para matarse se podría dar comienzo a otra vida, nacer de nuevo.
     Jamás olvidar el primer fragmento de Albert Camus sobre Lo absurdo y el Suicidio: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía."

     IV

     Por respeto a su imagen no le hice ninguna fotografía a Jean Charles, tampoco a Marie Cecile. A las niñas sí, pero no las publicaré. A ellas, mi mujer y yo les enviamos un beso dentro de un sobre de papel imaginario hecho de ternura y reconocimiento.
     Sin embargo, y como teoría inexplicable, desconcierto y homenaje, quiero incluir aquí la fotografía de un cuadrito enmarcado que hallamos en aquella hospitalaria casa de Isla de la Reunión, donde la familia casi al completo (para mí faltan el gato y la tortuga) nos dieron la bienvenida.

     V

     He vuelto a caer en lo mismo: tentar, tratar, imaginar y hacerme preguntas que no tienen respuesta.
     Pero tengo algunas certezas: creo que jamás me suicidaría si eso implicara hacer daño a las personas que quiero. Ninguna verdad puede afirmarse como verdad absoluta. Ya he pasado por ello.
     En el recuerdo de aquellas maravillosas dos semanas de vacaciones, Jean Charles es rubio, tiene poco más de cuarenta años, ojos azules, barba de pocos días, está enamorado de Marie Cecile y de Marine y de Romane; protege a su tortuga, a su gato y a su perro; construye una casita en un árbol; y en sus días libres limpia la piscina y corta alguna flor que las niñas, después, dibujan con ceras rojas, verdes y amarillas.
     Incomprensible el suicidio, y a la vez rodeado de argumentos.

     VI

     Mientras uno sea capaz de dibujar una línea recta o mejor una curva, mientras sea capaz de poner un color junto a esa línea, escribir una frase provocativa o brillante, con independencia de su sentido, el suicidio puede mantenerse a raya. Lo afirmo hoy, mientras permanece el sentimiento. Pero cierro los ojos, me vuelvo contra la pared o me enfrento cara a cara con todos los suicidas consumados.
     Quien decide acabar con su vida abre la única puerta que le permite, cuando se está asfixiando, respirar.
     Seguro que hay un lugar donde Jean Charles seguirá cuidando de su perro viejo, dará a su tortuga una hoja de lechuga fresca, un estimulante masaje a su gato y seguirá abrazando a sus amadas nujercitas.
     Todo debe tener un final feliz

     
    

    

      
    

    

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