lunes, 29 de septiembre de 2014

1984 / I

1984 / I


     La peor de mis pesadillas, durante años, fue encontrarme emparedado en los muros del castillo y, ante mí, una simple hendidura vertical a través de cuya luz contemplaba la vida pasar.
     Entre las almenas de ese castillo, una doncella dispuesta a saltar peinando sus cabellos como alas.
     Regresé tantas veces al recinto amurallado, confundido en la noche oscura, portando la llave de la Torre de Armas.
     Los caballos ausentes y los jinetes ausentes. Y, como una sombra entre las sombras, la reina vestida con su capa negra de tela de paraguas y un crucifijo de madera atravesando su corazón.
     Callejuelas en declive, adoquines sin memoria, grietas estructurales.
     Las viejas casas y la vieja lucha de clases. Olvidados los trabajadores que levantaron el castillo. El peor enemigo de la clase trabajadora es la misma clase trabajadora.
     Atraviesa el túnel bajo la Torre del Homenaje un viento que no hace ruido. Pero el ruido permanece en el interior del castillo, a la espera de un acontecimiento que se posterga ya treinta años y cuyo advenimiento se contempla como inminente.
     Los bosques, alrededor del castillo, donde la doncella terminó su vuelo. Silenciosos y dorados en el otoño de esta vida.
     Arcos de piedra y visiones desde la altura de un fortificación que se derrumba.
     Emparedado e inmóvil, comtemplando la vida pasar con sus triunfos y alabanzas, sus marchas militares, sus consignas y alientos, sin una pared a mis espaldas, sin una deseable intervención.
     Los ojos de la doncella lejos de las torres y los bosques, frente al mar.
     La vida en su conjunto se reduce a un puñado de símbolos con la forma de pequeñas piedras en las manos de un niño. Las piedras caen al suelo y las manos se llenan de caricias y de muerte.
     La cabeza llena de ruido y el castillo al fondo, dominando desdibujado la vieja fotografía.
     La delgada sombra de un alambre curvándose sobre mi ceja izquierda, liberado de los muros y enfrentado al espejo donde ya la doncella voladora no se refleja.
     Tanto daño te hice, tanto miedo te infundí. Los caballos ausentes y los jinetes ausentes.
     Flechas de dos puntas viajando a la vez hacia tu pecho y mi pecho. Tú contemplando el mar y yo la vida que pasa por el ojo de la cerradura de la puerta de hierro del castillo.
     Lo que antes fue amenaza se intuye hoy como respuesta. El silencio que guarda el recinto amurallado, el viento que no hace ruido. 
     Asciende vertiginosamente la doncella su escalera de caracol. Guillermo Tell surge del tupido bosque. La reina negra busca asustada refugio en un horno de pan. La fuente no se cierra.
     El señor del castillo pone las manzanas sobre las cabezas a su antojo. Quienes levantaron piedra sobre piedra las torres y la murallas han sido traicionados por el panadero y el aguador. La doncella se salvó a sí misma con su vuelo.
     En 1984, con una primitiva cámara Kodak de plástico, entorné los ojos para trasladar al futuro este autorretrato.

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