Fotografías de Salvador Alís. 5 de abril de 2002. |
La casa en que viví hasta los 17 años estaba llena de escaleras; las había de varios tipos: de baldosas con perfiles de hierro, de yeso endurecido, de piedra, de ladrillo y de madera. Desde la planta baja, una subía hasta los dormitorios y, desde ahí, hasta el desván (dividido en dos partes con nombre peculiares: el terrao y la andana) y una pequeña terraza; otra descendía hasta la bodega; y desde la cocina y su anexo (donde antes estaba la cuadra), otra daba acceso al pajar.
Desde la calle pincipal del pueblo, donde se ubicaban el ayuntamiento, la iglesia, la escuela, los cines, los bares, las tiendas, etc., varios tramos de escalera eran necesarios para llegar a la casa. Y desde la casa hasta el instituto, innumerables cuestas bordeadas de escalones o retorcidas escaleras -según el trayecto- eludían o atravesaban el recinto del Castillo para llegar a la zona alta llamada Las Ventas.
Todo el pueblo, en realidad, fue construido en pendientes, comenzando por el centro (el espacio amurallado) y prolongándose hacia abajo, hasta el río, y hacia arriba, hasta la careretera nacional. En ese escenario transcurrió mi infancia.
Me habría gustado disponer desde entonces de uno de esos dispositivos que miden los kilómetros andados. Pero la invención aún no estaba disponible. Imposible calcular las distancias recorridas, las escaleras transitadas, aunque intuyo que las cifras serían asombrosas.
Afectado por una "lesión cardíaca de crecimiento", cierta debilidad en una de las válvulas de mi corazón que, con el paso del tiempo, remitió por si sola, fui declarado exento para la asignatura de gimnasia durante casi todos los cursos que duró mi bachillerato. No debía fatigarme -dijeron los médicos- ni cometer excesos.
Y, sin embargo, nunca renuncié en esos años a subir a los árboles, recorrer de punta a punta el largo barranco que se abría en un extremo del pueblo, adentrarme en las cuevas, ascender montañas, bañarme en charcas delimitadas por grandes rocas y, sobre todo, hacer intensas excursiones en bicicleta en periplos que pasaban por cuatro o cinco pueblos próximos a mi pueblo y que suponían, a veces, hasta 40 kilómeros de altibajos en una tarde.
Exagerando un poco, podría decir que me he pasado la vida andando. El único deporte que he practicado de manera constante ha sido andar, primero porque siempre me ha gustado y, después, porque nunca he tenido coche.
En las ciudades en que he vivido, una vez salí del pueblo, raro ha sido el día en que no haya callejeado durante horas en trayectos variables a la busca de bares, librerías, galerías de arte y otros lugares de mi interés.
Incluso en los viajes, durante las vacaciones, lo habitual ha sido andar. Esto tiene sus ventajas: la apreciación del paisaje es más completa, más pausada, los detalles no se pierden y puede uno detenerse cuando quiera para aumentar la información.
A los 50 años, coincidiendo con el inicio de mi trabajo actual, me di cuenta de inmediato de que éste iba a consistir también en caminar horas y horas y subir y bajar escalones incesantemente.
Si mi corazón es fuerte todavía, es justo que lo agradezca a todos los kilómetros y a todas las escaleras que la vida me he puesto y me pone por delante. Cuando mi corazón era joven, y por más que estuviese dañado, desafié todas las recomendaciones. Me parece que esa actitud de entonces ha cambiado poco en lo esencial. Quizá siga teniendo suerte.
Y no te olvides de los 4 pisos a subir para llegar a casa
ResponderEliminarSí. 4 pisos x 15 escalones x 3 veces al día de media x 365 días x 8 años en esta casa = 525.600 escalones subidos y otros tantos bajados, una cifra insignificante si se la compara con las veces que ha latido mi corazón (a una media de 70 por minuto) en ese mismo tiempo = 294.336.000 latidos.
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