ASI SE HACE UN FILÓSOFO
El protagonista de nuestra historia es un avispado niño de corta edad que, en un ocioso día cualquiera, se entretiene hurgándose la nariz. De repente se queda paralizado varios minutos con un dedo adentro, en contacto directo con los mocos, abstraído en una idea asombrosa. A continuación, sacándose el dedo de la nariz con gran parsimonia, coloca primero una y luego las dos manos abiertas frente a sus ojos y cuenta -pues ya sabe contar- uno, dos, tres... y hasta diez. Y se hace esta pregunta: Si tengo diez dedos en las manos, ¿por qué sólo tengo dos agujeros en la nariz?
A muchos esta reflexión interrogativa les parecerá banal, pero no lo es en absoluto. Hay que tener en cuenta que se trata de la primera vez que el niño se pregunta algo, que su pensamiento ya está en sazón, que el simple hecho de producirse un nudo en sus incipientes conexiones neuronales supone un salto muy importante en su desarrollo cognitivo.
Todo sistema filosófico nace de una primera pregunta que jamás encuentra una respuesta satisfactoria y, por eso mismo, desencadena una progresión creciente de preguntas cada vez más complejas que, a su vez, tampoco serán satisfechas.
Sólo tengo dos agujeros en la nariz. Me sobran dedos. A no ser que... Así se hace un filósofo.
A no ser que considere también otros agujeros. Y eso es lo que hace el niño: pensar en ojos, orejas, boca, etc.; en total, ocho (que sumados a los nasales dan un resultado de diez).
Sin embargo, y apenas comenzada su carrera filosófica, y para ser realmente un buen filósofo, el niño seguirá haciéndose preguntas: ¿Por qué no puedo meter simultáneamente todos los dedos de mis manos en todos los agujeros de mi cuerpo? ¿Tienen todas las personas, al igual que yo, diez agujeros? ¿Y cinco dedos en cada pie escondidos en los zapatos?
En ese momento de
ensimismamiento, el padre del niño
le entrega una garrafa vacía y unas monedas y le pide que vaya a una bodega cercana y compre seis litros de vino.
Botellas y garrafas, embudos, cajas de cartón llenas de tapones de corcho y varios toneles de distinto tamaño se acumulan por doquier en una planta baja que huele a uvas pisadas. Y mientras el bodeguero llena su garrafa, el niño se marea un poco oliendo esos aromas agrios, rancios y dulzones a la vez.
Dedos
y agujeros. Agujeros y tapones.
El filósofo naciente cree encontrar entonces su piedra filosofal.
El filósofo naciente cree encontrar entonces su piedra filosofal.
El universo es un gran tonel lleno de vino. Ese tonel tiene infinitos agujeros, pero el número de tapones existentes es limitado.
Otra versión de la gran idea:
El ser supremo es el dueño de un gran tonel lleno de vino. Ese tonel tiene, por ejemplo, treinta y cinco agujeros, y el ser supremo sólo dispone de diez tapones. No importa dónde los coloque ni a qué velocidad los intercambie; siempre quedará algún agujero por tapar.
Y el vino -se quiera o no se quiera- tendrá que derramarse.
El ser supremo es el dueño de un gran tonel lleno de vino. Ese tonel tiene, por ejemplo, treinta y cinco agujeros, y el ser supremo sólo dispone de diez tapones. No importa dónde los coloque ni a qué velocidad los intercambie; siempre quedará algún agujero por tapar.
Y el vino -se quiera o no se quiera- tendrá que derramarse.
La conclusión, sin embargo, no acaba con sus dudas y, de vuelta a casa, surgen nuevas preguntas: ¿Por qué el tonel ha de tener agujeros? ¿Por qué existe el vino? ¿Quién es realmente el dueño del tonel? ¿Hay uno solo o muchos toneles? Cuando el vino sale, ¿lo sustituye el aire? Etcétera.
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