1ª ed. 8ª imp. Buenos Aires. 1965. Tr. D. J. Vogelmann |
Fué luego en busca de albergue; estaban aún despiertos en la posada; no había cuarto para alquilar, pero el patrón, sorprendido y atónito por un huésped tan tardío, propuso a K. dejarle dormir en la sala sobre un jergón. K. aceptó. Quedaban todavía aldeanos bebiendo su cerveza, pero él, sin querer entablar conversación, fuese al desvan en busca de su jergón y se acostó junto a la estufa. El ambiente era tibio, los aldeanos callaban, los miró aún con cansados ojos y entonces se durmió.
Pero al poco rato lo despertaron. Un hombre joven, con traje de ciudad, el rostro de actor, los ojos estrechos, las cejas pobladas, aparecía junto a su lecho, acompañado por el mesonero. También los aldeanos seguían allí; algunos habían vuelto sus sillas para ver y oír mejor. El joven se excusó muy cortésmente por haber despertado a K., y luego de haberse presentado como hijo del castellano le habló así: "Esta aldea es propiedad del castillo; quien en ella vive o duerme, en cierto modo vive o duerme en el castillo. Nadie puede hacerlo sin permiso del conde. Pero usted no tiene tal permiso, o por lo menos no lo ha presentado.">>
Así comienza el primer capítulo de El castillo de Franz Kafka, novela que leí a los 16 años, a lo largo de varios días en que, enfebrecido, tuve que guardar cama por una gripe. Esta novela -lo reconozco hoy, muchos años y muchas lecturas después- ha sido fundamental en mi vida. La he vuelto a leer hace poco, y espero leerla una tercera vez antes del final.
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