"¿Para qué predicar ahora a los sordos y desengañar a los ciegos?"
Albert Caraco. Breviario del caos. Sexto Piso. 2006. Pág.: 105.
El día trece de este mes he cumplido 61 años. El día catorce, enfermé. Es cierto que esta enfermedad está siendo más leve o llevadera que otras, pero eso no impide que haya llovido intensamente, que el viento y el frío me lo hayan puesto más difícil. Después de 7 días de trabajo sin pausa (aún queda mañana), con pañuelo al cuello, chaqueta impermeable y gorro de lana, con un sinfín de pañuelos de papel en los bolsillos, mi nariz enferma como una fuente que no se puede cerrar, mi garganta enferma como un freno a la capacidad de mentir, de repente me he puesto a pensar en la amistad.
He tenido algunos buenos amigos, no muchos. Y he tenido algunas grandes decepciones, no pocas. A uno de aquellos grandes amigos del pasado lo recordé ayer o anteayer cuando veía en la televisión imágenes de la Kurfürstendamm y de la iglesia de la memoria. Allí estuvimos solos hace 32 años. Ni móviles, ni Internet, ni drones, ni auriculares para escuchar aquellas viejas canciones que contenían las viejas cintas.
Una y otra vez, volver sobre lo mismo: el viaje une; estar desnudos une; el tiempo compartido une; el miedo y la cobardía -sumados- unen. Y una y otra vez tomar un atajo que alarga infinitamente el camino.
Bajo la lluvia anda esta noche un hombre bajo un paraguas negro. El hombre considera al paraguas un amigo. Pero el paraguas considera al hombre un interesado. ¿Qué beneficio puede obtener el paraguas de esa relación hipócrita como no sea tensar y destensar sus varillas de vez en cuando? El hombre, sin embargo, usa el paraguas para protegerse de la lluvia, lo abre, lo cierra y lo guarda en su funda para otra ocasión.
Entre amigos es frecuente intercambiar conocimientos, jugar al mismo juego, desafiarse, caer en las confesiones, agredir con las intimidades, decir lo que se piensa hoy como si no hubiera un mañana. Si enseño a mi amigo -¿qué otra cosa podría enseñarle?- a fabricar un cuchillo, con el tiempo mi amigo acabará fabricando el mejor cuchillo imaginable, y lo acercará a mí como regalo. Si mi amigo me enseña -¿qué otra cosa podría yo aprender?- el valor de la indiferencia, con el tiempo acabaré dándole la espalda y sufriendo sumido en esas contradicciones.
Se recuerda a los amigos con los que uno tomó muchas copas, barajó muchos bastos, anheló muchos oros, afiló muchas espadas. La amistad que se fue se agranda en el futuro y hace grandes las sombras y los objetos. El cuchillo aumenta su largura; la doble moneda (de plata y de carbón en sus dos caras) se pretende dorada; la batuta se convierte en bate de béisbol; los destilados se rinden ante su majestad el vino.
Pasados ya 7 días, la lluvia, el viento y el frío, y participando con mis propias reglas en un juego inventado por Nube, acabo pensando que la fidelidad de los amigos es imposible (a no ser que esos amigos sean animales irracionales). Es verdad que alguien que consideraba amigo suyo a un tigre "domesticado" resultó, finalmente, comido por ese tigre. Pero esto no niega la idea principal, siendo apenas una excepción.
¿Qué mejor amigo de uno que uno mismo? ¿Qué mejor traidor? ¿Qué mejor espía? ¿Quién sino uno mismo podría causarse el mayor daño?
A mi edad ya no desean nuevos amigos, sino experiencias. De todo aprende uno. ¿Qué me falta por aprender?
Uno de mis últimos amigos, al que doblo en años, extremadamente inteligente, irónico y locuaz (por ello, entre otras cosas, tiene o tuvo sentido nuestra amistad), ha girado las velas hacia otro viento. Lo comprendo bien. Asumo la lección. En un futuro inmediato, más rápido de lo que puedas concebir, también tú te sentirás desplazado por otro impulso más joven y sabrás que te ha llegado la hora. Tu joven amigo se encontrará en su vida otra vida que le importe más. Es lo normal, lo que suele suceder. Que no te extrañe. En todo caso lamentarás que tu amigo no sea capaz de distribuir su tiempo, que siempre tenga prisa por ser, olvidando que ya es -de hecho y en potencia- lo que con tanta vehemencia aspira a ser.
El tiempo, emperador máximo de nuestra historia, cohesiona unas amistades y desbarata otras. A su capricho siempre, jamás a nuestro entendimiento.
Las amistades forzadas por un interés mutuo nunca salen bien paradas, anuncian su propia fecha de caducidad. Y si los comensales se empeñan en seguir consumiéndolas, pronto se darán cuanta de que su alimento es podrido.
Y ahora que lo pienso, en realidad, jamás he tenido amigas. ¿Por qué? Pero la vida, tan sapiente, me ha compensado con tres gatas, cuatro, cinco y hasta cien. Si una simple amistad es por sí sola ya imposible, ¿cómo podría darse mezclada con el instinto?
Sabes que escribo para ti, que esto es una carta de despedida. Has comenzado por el principio y llegado hasta la línea final. No reflexiones, no pienses, no dudes. El texto que compartimos, a pesar de las apariencias, no termina aquí. Sigue leyendo. Tras este punto y este silencio, deberás escribir tu propio final.
Salvador Alís.
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