martes, 4 de octubre de 2016

ANÁLISIS POLÍTICO DESACTUALIZADO / SEGUNDA PARTE

ANÁLISIS POLÍTICO DESACTUALIZADO / SEGUNDA PARTE


"El poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra."
Karl Marx.


ADVERTENCIAS PRELIMINARES
Primera: Si un sólo adjetivo pudiera definir al que escribe, ese adjetivo sería "escéptico".
Segunda: No creer en nada no significa no tener un objetivo, ser presa de un impulso, intentar la consecución de un fin, ser creativo.
Tercera: Todo lo que ha sido importante de una u otra manera en la historia, todo lo que ha significado, y por mucho que haya caído en el olvido o, deliberadamente, haya sido ocultado, vuelve cuando tiene que volver, a veces con mayor beligerancia, ímpetu o énfasis, asombrando hasta a los escépticos.
Cuarta: La vida vivida -al menos así lo creía el escritor- hizo a la figura del padre "imperturbable". Hasta que la muerte reclamó el fruto de su semilla, fruto que no había sido mostrado, que no había crecido hacia la luz sino bajo tierra.
Quinta: La frase más simple no será entendida si previamente no se ha enfrentado uno a cientos de miles o millones de frases complejas.
Sexta: La diferencia entre ver y no ver no la establece la posibilidad de la inversión sino el entrenamiento en la observancia de los pájaros que vuelan tan alto, tan lejos (Samuel Beckett).
Séptima: Jamás he sido marxista. Pero no lo he sido después de leer Das Kapital (escrito por Marx en colaboración con Engels) y otras obras menores de uno y de otro y de ambos.
Octava: Evaluando conocimientos antiguos, poniendo a prueba mi memoria, hallo a través de los actuales procedimientos de búsqueda esta cita atribuida a Marx:
"...el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino a otro. Y ese pertenecer a otro, es la pérdida de sí mismo."
Novena: Jamás he sido creyente, más bien incrédulo, pero me he confesado ante otros que representaban algo más de lo que a simple vista podía verse. Confesar y confiar es un error histórico, lo que puede apreciarse "históricamente", es decir: con el paso del tiempo, en las reflexiones finales.
Décima: Si el escritor es un centro serían necesarios varios dibujos para presentar, mediante esquemas parciales, la totalidad de sus intereses, referencias, relaciones, caminos, otros centros, ocupaciones, problemas, paisajes, argumentos, personajes, partidas pendientes...


Todos los profesores de la Universidad en la que cursé mis estudios eran marxistas; todos menos dos: el profesor de Literatura Española y el profesor de Historia de la Economía. El primero leyó mi primer cuento, titulado "El idiota" (nada que ver ni en la forma ni en el fondo con El idiota de Dostoievski); con el segundo mantuve encendidas discusiones en un aula que recuerdo inmensa, de suelo curvado que se elevaba conforme retrocedía, en la que los profesores solían utilizar micrófonos y altavoces para hacerse oír.

Ya creo haber dicho (o confesado) que nunca he leído nada de Dostoievski. Tampoco leí las novelas que iba publicando mi profesor de Literatura. Quedé con él una tarde, fuera de la Universidad, en un café, para escuchar su opinión y sus críticas a mi cuento. No guardo una memoria fiable de lo que me dijo aquella tarde, pero me aventuro a decir que me animó a corregir, no a seguir escribiendo. Mi cuento (el primero de una serie no muy extensa) trataba de un verdadero idiota que se enamora sensualmente de una mujer y la sigue, en una calurosa tarde de verano, hasta el río donde ella pretendía bañarse, y a la orilla de ese río la mata golpeándole la cabeza con una piedra. Quizá el argumento real variase del expresado, pues el cuento se perdió y lo que uno describe son apenas figuras en la niebla.

A pesar de no haber leído a Dostoievski, el escritor confiesa (o reconoce) que ante su figura literaria siente atracción y fascinación. Utilicé su rostro en un collage, y leí páginas y páginas alrededor suyo, sobre él, su vida, sus novelas y circunstancias. Memorias del subsuelo es una obra que interesa particularmente al escritor (y que se une a El mundo de ayer en su "lista de libros por comprar y leer"). Comienza así:
"Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele. Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos. Además soy extremadamente supersticioso..., lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.) Si no me cuido, es, evidentemente, por pura maldad. Ustedes seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se lo hago a los médicos al no permitir que me cuiden. Me perjudico sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más todavía. Hace ya mucho tiempo que vivo así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo cuarenta. He sido funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía serlo. Ésta era mi compensación, ya que no tomaba propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia pero no la suprimiré. La he escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.) Cuando alguien se acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba los dientes y sentía una voluptuosidad indecible si conseguía mortificarlo. Lo lograba casi siempre. Eran, por regla general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también había a veces entre ellos hombres presuntuosos, fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería someterse, e iba arrastrando su gran sable de una manera odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en la época de mi juventud. Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil y estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo en que mi bilis se derramaba con más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo, que no era ni siquiera un hombre amargado, sino que simplemente me gustaba asustar a los gorriones."

¡"asustar a los gorriones"! -si Dostoievski escribió realmente el párrafo que antecede- ¡qué perfecta manera de describir lo que hace (o consigue hacer) en realidad un escritor!

Sé que no soy un malvado, aunque tal vez sí padezca del hígado. No me cuido como debiera, es cierto, y de ahí podría derivarse la conclusión de que no soy yo, sino mi enfermedad, quien escribe. Tampoco los pueblos, las sociedades, las naciones (el mundo entero) cuidan de su hígado. Y entonces acontece lo que acontece. Pedigüeños y fanfarrones acuden a mí (los conozco tan bien, tan íntimamente) en busca de mi rechazo. Lo ignoro casi todo acerca de su enfermedad, salvo algunas certezas de imposible discusión:
Si en cada hogar humano viviesen tres o cuatro gatos, el mundo mejoraría, ya que los gatos no conocen la maldad y rara vez sufren del hígado. Trasmiten paz, demandan respeto, facilitan la ternura y muestran la forma más simple y eficaz de establecer duraderos vínculos de amor.
Los políticos y los poderosos no tienen hígado, sino una roca cristalina y oscura, insensible y fría.
La parodia que el poder hace de sí mismo (en nuestros días) no es ninguna novedad. Basta ir a los clásicos para constatar que esta comedia ya se representaba en Grecia y en Roma, en China y en Babilonia, en Egipto, en Persia y en Tikal (ciudad de las voces).

Tanto la tragedia como la comedia (véase Nietzsche o Bernhard) utilizan máscaras. Una de las funciones principales de la máscara es distraer, pero también provocar la risa y el miedo. Sólo las máscaras neutras, las máscaras de la calma y el silencio y algunas máscaras Nô, producen otro efecto, pero ese efecto es indescriptible. Si no hay rasgos ni miradas (los ojos se precipitan al fondo de su capacidad de ver), la máscara que nos ve no demuestra ninguna pasión.

El vino que acompaña esta noche al que escribe se llama Lacrimae Rerum. Bien sabe él que está perdiendo la vista, y no obstante aún puede apreciar el rojo claro de su potencia; aún se entrena cada jornada laboral contando las hormigas de una fila, las filas de hormigas de una página, las páginas de un hormiguero..., para adiestrar sus ojos en la indeterminada tarea de escribir.

¿Alguna vez el escritor se ha sentido pedigüeño y fanfarrón? Alguna vez. Pero nunca ha sido ni se ha sentido funcionario. Un hombre libre limitado por sus limitaciones. Frente a la noche y a la profunda libertad de la noche, la Universidad. Al menos obtuvo de ella una bibliografía, un mapa para orientarse en el laberinto de la historia. 

ADVERTENCIA FINAL
Al poderoso César lo mató un simple puñal. Cicerón ofreció su cabeza al Segundo Triunvirato, cuando podía haber elegido abandonar la mediocre encomienda que se hizo a sí mismo (defender lo indefendible: la República y la Democracia) y escribir poemas en alguna villa discreta de alguna discreta isla griega, rodeado de uvas y algún que otro esclavo fiel, quizá una esposa joven, quizá un alumno aventajado. Según Zweig, Cicerón estableció en su tratado De senectute que "un hombre viejo no tiene derecho a buscar la muerte ni a aplazarla." Zweig no siguió su consejo. El que esto escribe, que estudió latín en los cursos quinto y sexto de bachiller -cuando contaba 15 y 16 años-, piensa que la cuestión política es además una cuestión vital.
"Neque turpis mors forti viro potest accedere."
"Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus." 

Salvador Alís.

 



 
  


 



 





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