NOTAS DE LECTURA
Hace unos días he comenzado a releer Crítica de la razón instrumental, de Max Horkheimer, leída por primera vez hace unos 40 años. La edición original fue publicada por S. Fischer Verlag, Frankfurt, en 1967. Pero el ejemplar que yo aún poseo es de 1973, y pude adquirirlo en la trastienda de una conocida librería de Valencia que importaba libros prohibidos y los vendía clandestinamente sólo a clientes de confianza, pues, a pesar de mi juventud, mantenía con los propietarios una cierta relación de afecto y amistad. Me ha sorprendido encontrar algunas líneas subrayadas con bolígrafo (eso dejé de hacerlo hace mucho tiempo), por ejemplo: "El tema de esta época es la conservación del yo, cuando no existe ningún yo para ser conservado." Únicamente por la frase citada, la relectura ya valdría la pena. En la contraportada de este volumen blanco y título en verde claro, una advertencia: "En el mundo de hoy parecen retroceder nítidamente -sin desmedro de la ampliación de los horizontes de actuación y pensamiento debida al saber técnico- la autonomía del sujeto individual, su posibilidad de resistirse al creciente aparato para el manejo de las masas, el poder de su fantasía, su juicio independiente." ¿Qué pensaría Horkheimer -muerto precisamente en 1973- si hubiera vivido hasta hoy? ¿Hasta dónde puede retroceder el individuo actual mientras la técnica avanza hacia un más allá cada día más arrogante y avasallador? Y el crecimiento del "aparato" citado por el filósofo ¿dónde se detendrá o qué límites tiene -si es que tiene algún límite? Dice Horkheimer: "La individualidad supone el sacrificio voluntario de la satisfacción inmediata en aras de la seguridad, de la preservación material y espiritual de la propia existencia." Y sin embargo, "la satisfacción inmediata" es la esencia de nuestras más novedosas pedagogías, es lo que se promociona y publicita, se ofrece hasta la saciedad y se vende por valores tan depreciados que resulta irresistible. "La satisfacción inmediata" es el motor del viejo-nuevo orden mundial, del capitalismo voraz y el post-capitalismo desalmado. Europa, Estados Unidos y otras zonas desarrolladas del planeta sueñan con establecer colonias en la Luna o en Marte; sus poblaciones han sido domadas, aleccionadas para contemplar sueños mientras cierran los ojos ante la realidad desesperada de quienes todavía son individuos y, no siendo masas, son tratados como infrahumanos. Quizá el filósofo judío, si tuviera hoy una cuenta en facebook o twitter, pudiera escribir algo parecido a Si la técnica nos permite en breve salvar distancias cósmicas e instalarnos en nuevos mundos, hagámoslo; será un logro para la humanidad. Pero no perdamos de vista a los que no pueden franquear el simple y atroz obstáculo de una valla de alambre de espino. Este libro permanece en la mesilla de noche, se superpone e intercambia con otros (Masa y Poder de Elias Canetti, Algo elemental de Eliot Weinberger, En el bosque del espejo de Alberto Manguel); son lecturas nocturnas. Durante las pausas en el trabajo, y a razón de una por tarde, también durante los últimos días, he releído de Bioy Casares Máscaras venecianas y La sierva ajena, de Vladimir Nabokov La Veneziana y de Octavio Paz Arenas movedizas y La hija de Rappaccini, obras menores -ahora me doy cuenta- pero no por ello menos gratificantes. Lo que sucede a menudo es que los libros no llegan en el momento adecuado. Se leen unos antes de hora y otros pasados de hora. Los libros eligen a su lector y no al contrario; algunos deslumbran en el momento (cumplen su función) aunque se apagan años después y pierden intensidad como la nostalgia de un primer amor. Otros siembran en los lectores su concentrada semilla de oscuridad, destinada a abrirse más tarde y cuestionar la materia de la experiencia. Tantos años leyendo y tantos libros leídos y aún no sé si hubiera preferido ser un analfabeto, un iletrado, puesto que pongo el duda que el "saber" proporcione alguna felicidad a costa de la ignorancia. La hija de Rappaccini ha envejecido mal: una obrita de teatro ridícula y afectada. En cambio, en Arenas movedizas hay párrafos brillantes y literalmente cegadores. La intriga de La Veneziana bien podría servir de argumento para una película pornográfica de corte clásico. Bioy, como siempre, magistral; y su personaje Rudolf -el cruel hombrecillo de La sierva ajena-, el que por su mal y desgracia atormenta a otros, justificando así el tormento y la maldad, todo un hallazgo, un paradigma tanto de la maldad propia como de la aplicada. Tras estas palabras, sospecho que debo ser un pusilánime o un indiferente: jamás emprendería viajes tan largos, ni por el espacio exterior ni contra los mares y fronteras. Me tienta "la satisfacción inmediata", desde luego, y al mismo tiempo no soy capaz de poner fin a un periplo espiritual que gira sobre sí mismo para acabar revelando que el yo -se mire como se mire- es insalvable. Por norma general prefiero la relectura a la lectura (¿será porque me estoy haciendo viejo?). En la última semana he acudido a Literanta y Babel y, después de ojear unas decenas de libros, he optado por tomar una copa de vino y marcharme con las manos vacías. ¿Para qué pagar 15 ó 20 euros por una novedad literaria y su acompañante -el riesgo de la decepción- mientras pueda encontrar alguna ganga diez veces más barata? Los autores vivos no van a enriquecerse con lectores como yo, lo sé, pero yo tampoco suelo ganar nada con ellos y, además, ya he gastado en años lo que tenía que gastar. Hoy prefiero las apuestas seguras, a ser posible deslucidas por el uso de otras manos y otros ojos. Recuerdo a Walter Benjamin comparando en Calle de dirección única a los libros con las prostitutas. Cada libro un rostro y un cuerpo diferentes, un precio más o menos elevado. El sexo ya no interesa sino como reflexión estética. El harén se ha reducido ostensiblemente. Uno entra en un libro (como en una pintura), y lo que ve allí es un sueño que ya ha sido soñado. Esto se llama fidelidad, mal que le pese al insoportable yo que aprovecha el mínimo resquicio para afirmarse como individuo.
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