ANOTACIONES 18-III-2016
Hace unos días, mientras tomaba una copa de Chablis en cierto club de vinos, cayó en mis manos un folleto publicitario donde se exponían las bondades del café. Para reforzar la idea, algún publicista aplicado había decidido incluir varias citas de prestigiosos autores. Una de ellas en particular, atribuida a Immanuel Kant, ha saltado del folleto a mi cerebro y se ha instalado en él: "La amistad es como el café. Una vez se ha enfriado, y por mucho que la recalentemos, ya ha perdido su sabor original."
Económicamente (por economía y porque me disgustan las complicaciones -y porque además no puedo permitírmelo- no poseo acciones, ni plan de pensiones, ni he creado sociedades, ni suscribo contratos sin ton ni son con los bancos, ni apuesto un euro a ningún juego de la oca o similares) soy un sujeto simple: una sola cuenta bancaria donde me ingresan la nómina, guardo mis escasos ahorros, pago algunos recibos (el teléfono, una revista literaria y un seguro para ser incinerado en caso de deceso), y me guardo en la cartera una tarjeta de débito y otra de crédito. Mi banco hasta hoy (o hasta mañana) ha sido el BMN -ningún reparo en decir su nombre-, un banco cuya estrategia comercial se centra en intentar expulsar a los millones de contribuyentes -como yo mismo- que ingresan unos pocos miles de euros que el banco, a su vez, presta a terceros obteniendo un sustancioso beneficio que no comparte en absoluto con quienes depositaron esos fondos y, quizá, su confianza. No únicamente te da cero interés por especular con tu dinero sino que incluso te cobra por ello: en mi caso, sumadas la comisión de mantenimiento y el coste de las tarjetas, 125 euros anuales, sin contar el precio de la correspondencia o las transferencias. La atención personalizada es muy deficiente: cierran sucursales, reducen personal, se incrementa el tiempo de espera y te tratan como si tú les debieras algo. Los cajeros automáticos suelen encontrarse fuera de servicio, estropeados, sin fondos, y si acaso funcionan son lentos y te hacen repetir dos veces tu clave (con la tarjeta en su interior) para sacar dinero y para consultar los movimientos. No creo que haya bancos buenos, pero sí algunos menos malos que otros. De manera que he decidido cambiar de banco. Sé que cuando quiera cancelar mi cuenta me podrán todo tipo de trabas, me interrogarán y me harán volver otro día porque no están preparados para aflojar la pasta, mi pasta, una suma ridícula en resumen. El banco exige saber todo de ti, no se contenta con los datos clásicos: nombre, DNI, teléfono, modalidad de contrato de trabajo, empresa, dirección postal y electrónica..., sino que también pretende que le justifiques y razones los motivos de tu renuncia. A cambio tú no tienes derecho a conocer en qué tipo de negocios (más o menos legales y en ocasiones, presuntamente, sucios) invierten tu dinero. No es la primera vez que cancelo una cuenta por maltrato económico y personal. Sin embargo ahora estoy más preparado y no perderé un minuto en explicaciones. El banco al que migro -no diré cuál para no hacerle publicidad gratuita- reduce las comisiones a la mitad, no me cobra por transferencias, me bonifica por recibos domiciliados, me ofrece un 3 % de interés sobre el capital y hasta me premia con algunas acciones, muy pocas y de poco valor, pero lo importante es el detalle. Cuando intenté negociar con el BMN unas mejores condiciones, su contra propuesta fue que debía domiciliar recibos que no me interesa domiciliar, o trasladarles la hipoteca (en otro banco y otra cuenta compartida con mi familia que sólo usamos para eso, para cubrir la cuota mensual hipotecaria), o contratar con ellos un seguro de vida, o dejar de molestarles físicamente con mi presencia gestionando nuestra relación dineraria a través de la banca on-line; todas ellas, como es evidente, exigencias abusivas que rechacé sin demora. Mis asuntos con los demás, cuando es posible, me gusta tratarlos cara a cara y desde una posición de equilibrio. Si me he extendido con esta nota es para ilustrar un ejemplo de mala gestión bancaria y ver si otros piensan como yo y toman sus decisiones. Y no es necesario que nadie se tome la molestia de buscar el calificativo. En efecto, soy un antisistema (cuando el sistema es como es, corrupto, injusto e insolidario). Hasta aquí hemos llegado.
He conocido a todo tipo de personas. Y las sigo conociendo. Las dos primeras acepciones de la RAE respecto a la palabra "miserable" son: 1. Ruin o canalla. 2. Extremadamente tacaño. Existen individuos que encajan perfectamente en esas definiciones, hipócritas, tergiversadores, aprovechados, que amasan fortunas para nada, mintiendo, robando, desdeñando normas y alejando de sí, con intención y malicia, cualquier atisbo de moralidad. De hecho, un personaje cuyo apellido aparece en la novela Hormigón de Thomas Bernhard se ha colado en mi vida, obeso y sudoroso, ruin y canalla y extremadamente tacaño. La preguntas inevitables son: ¿para qué quiere el dinero si no sabe cómo gastarlo? ¿por qué timar y causar tanto daño a otros sin obtener ninguna satisfacción? ¿qué complejo de inferioridad, que miedo, que trauma le llevan a ser lo que es? Retorcido, calculador, carnívoro y ansioso. ¿No habrá pensado nunca que, en el último instante, perderá todo lo que sumó su codicia y se marchará con las manos vacías? Las últimas emociones son las que cuentan, y más todavía si se prolongan después de cruzar la línea. Por algún motivo que desconozco, tal vez por errores o culpas pasadas, tengo que mirar sus ojos sin brillo y sin alma. No soy un asesino y creo que nunca lo seré, pero de vez en cuando sueño con eliminar (de mi vida) a parásitos como el descrito, gente que de ninguna forma se ha ganado el derecho a vivir.
Esta tarde, al pasar junto a cierta librería donde se celebran actos de presentación de libros, donde se puede tomar una copa de vino y, en ocasiones, escuchar música de piano, he cedido a la tentación de entrar. Me agobiaba ver a tanta gente en las calles, viernes que antecede a la Semana Santa. Algo de frío, pero no mucho. Las terrazas llenas. En la librería tres sujetos -uno de ellos el propietario-, sentados tras una mesa con micrófono y portando cada uno su gran copa de blanco, ilustraban a una docena de asistentes acerca de las cualidades del vino, y citaban a Nietzsche y a Søren Kierkegaard (In vino veritas). Puesto que mi pretensión era otra, he ido directamente a la pequeña barra de bar atendida por una camarera adolescente y, después de leer las ofertas en la pizarra, le he pedido con extrema educación que me sirviera una copa de Viridiana 2013, por la que he pagado la mitad de lo que cuesta una botella. El tema es delicado, lo sé, pues mi primera intención, a partir de las notas que he tomado con el móvil, era hablar de la belleza, de la juventud y la belleza -para ser más preciso- y eso siempre entraña riesgos. Por tal motivo deberé medir mis palabras. En primer lugar, la descripción: 18 años recién cumplidos, 1,60 m de altura, piel muy blanca, ojos azules, pelo rubio y liso recogido hacia lo alto, la nuca desnuda, acabado en un moño rizado, botines mullidos, leggins de color burdeos, jersey crema de manga corta. En media hora ha salido de la barra y vuelto a entrar, para servir a los clientes, una veintena de veces, pasando a mi lado, de cara, de espalda, de perfil, con movimientos marcadamente felinos. Y cada vez que nuestras miradas se han cruzado no dejaba de sonreír. A medida que Viridiana desprendía sus aromas y se intensificaba su sabor, aun a costa de menguar su volumen, la idea de escribir un poema titulado "La nuca" se afianzaba más y más en mí. Sólo una vez me he levantado del taburete, dejando la copa inacabada en la barra, para dar una vuelta entre los libros. Y únicamente me he fijado en uno (puedo jurarlo): los Cuadernos de Georg Christoph Lichtenberg. Al abrirlo por no importa qué página, este aforismo: "Dios creo a las mujeres con el cabello largo y cayendo sobre los hombros, pero a un peluquero le pareció bien cambiarlo para peinarlas hacia arriba." ¿Una casualidad? Más bien una señal. Entonces ha terminado la aburrida exposición. Todos en pie. Besos, abrazos, saludos dándose la mano, elogios y cotilleos. He apurado el último trago, he pagado mi copa y me he despedido de la adolescente camarera para, quizá, no volver a verla jamás (el propietario y conferenciante suele cambiar cada dos por tres de personal, siempre mujeres, camareras y dependientas eventuales, en prácticas, o quién sabe bajo qué promesas...; aunque tiene buen ojo para elegir). Apenas he subido la cuesta me he encontrado con las puertas de la parroquia de Sant Miquel abiertas de par en par, y a las puertas un vendedor de palmas, el recinto lleno hasta los topes, al fondo un Cristo crucificado. Dos o tres minutos paralizado ante el espectáculo, que resultaba más atrayente que las disertaciones en la librería y que completaba la sentencia (In vino veritas, in aqua sanitas). También ahora he cedido a la tentación de entrar. En la pared derecha, nada más atravesar el umbral, un óleo de grandes dimensiones, sin firma aparente, sin marco, presentaba a una doncella o virgen extrañamente parecida a la camarera adolescente (aunque sin el pelo recogido) ante un hombre mayor, tosco, quizá un labriego con una azada al hombro; en el fondo del cuadro, al final de la perspectiva, un ángel vigilante. Yo creía que en esa iglesia se celebraba cualquier acto relacionado con los preparativos de las procesiones de Semana Santa, pues una cola enorme de gente se alineaba en su interior, olor a cera, a piedra, a llama que no acaba de consumirse. En una de las capillas laterales, una escultura en bronce de Pere Pujol: Sant Miquel Arcàngel lanceando al demonio derrotado bajo sus pies. Al final me he dado cuenta (igualmente aquí besos y abrazos, pero también lágrimas y sollozos) que se trataba de un funeral. "En el vino está la verdad y en el agua la salud."
Con el amanecer, una sorpresa: los cantos de la multitud de pequeños pájaros que habitan en los jardines -y en los árboles de los jardines- que se abren y se alzan en la parte posterior de la casa. Cantos de pájaros los he escuchado mil veces, en mil lugares distintos, pero nunca como hoy. La melodía es única pues los pájaros son los más perfectos intérpretes de jazz e improvisan siempre. Por esa razón su canto y sus composiciones resultan siempre una novedad. Cuando uno se siente especialmente solo, alejado en lo profundo de sus pensamientos, perdido en el laberinto de sus complicaciones, pocas cosas hay que reconforten y den sentido y proporcionen tanta alegría: esta música regalada cuando amanece y un reducido número de nubes doradas que se desplaza lentamente hacia el mar.
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