sábado, 23 de marzo de 2019

UNA FÁBULA SIN MORALEJA

UNA FÁBULA SIN MORALEJA

En un lugar desconocido y en un tiempo indeterminado, en el centro de un fértil valle atravesado por un río, sobre una colina verde y suave, se levanta un templo con su campanario y sus campanas. Diseminadas por el valle y el río, sin orden ni concierto, se ven variadas construcciones de piedra, barro y paja, casas y establos, almacenes, muelles, barcas. El templo no contiene una sola imagen, un cuadro, una estatua, una cruz. En su interior no hay asientos; el presbiterio es un espacio vacío. Pero al fondo, en el ábside, donde debiera situarse el altar, comienza una estrecha escalera de caracol que conduce al campanario. Cada día, por un motivo u otro, suenan las campanas, aunque nadie en el valle sabe quién las toca. Cuando las campanas suenan emiten mensajes: alertan de un peligro, una invasión, un posible bombardeo de aviones hostiles; anuncian un nacimiento, un compromiso, una muerte; llaman a la población para sofocar un incendio, descargar un barco de provisiones, iniciar la vendimia; ponen en guardia por una tormenta, una epidemia, un vendaval; señalan que comienza la primavera o el invierno, que nevará ese día o florecerán los almendros; piden oraciones y ayunos, invitan a fiestas y celebraciones. En esa aldea en el valle no se conocen los relojes, de manera que la única forma de controlar el paso del tiempo la ofrece el campanero. Pero al campanero nadie lo conoce ni lo ha visto jamás. A los habitantes del valle los separa el río en dos mitades; el templo y su campanario en un lugar central, privilegiado, y en un extremo del valle, donde el río se abisma entre las montañas: la Posada Turca. Ahí se explayan los marineros, algún ciego, algún sordo, algún poeta, los desclasados, los borrachos, los atacados por la fiebre de la sensualidad. Un reducido y selecto harén, que a ningún sultán pertenece, atiende las demandas de los clientes. Ese harén no es tan sólo femenino. La propiedad del burdel es anónima. Quienes frecuentan su nave central, sus capillas y confesionarios, escuchan el saz, el riq, el ney, el qanun y otros instrumentos de cuerda y viento. Esa música y el vino tinto, el yakut o rubí, se impone a las campanas. A un lado del río, los caballos domados y los perros; al otro lado, los caballos salvajes y los gatos. En el río los peces y las ranas. Y en los márgenes del río los ciervos y los conejos. Nada significa para la mayoría de estos animales que suene una campana, tampoco las luces brillantes en la noche de la posada ni su música melancólica. Los caballos duermen sobre sus cuatro patas, los perros ladran cuando resplandece la luna llena, los conejos juegan al escondite en sus madrigueras, los ciervos renuevan su cornamenta en el bajo bosque que delimita el valle y las montañas, los peces y las ranas viven en otra realidad, y algún gato curioso, harto de la insistente llamada de las campanas, se acerca a la posada con la intención de conocer y comprender a los hombres que la visitan y a las mujeres que abren sus puertas.

Salvador Alís.


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