sábado, 30 de marzo de 2019

SOBRE LA COBARDÍA

SOBRE LA COBARDÍA

"... los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, 
los fornicarios y hechicerosy los idólatras y todos los mentirosos
 tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre ..." 


Apocalipsis 21/8 


          No me cabe la menor duda de que el texto que ahora comienza, bajo la cita que lo encabeza, será considerado por no pocos lectores como un ataque a la clase obrera. Por las circunstancias que influyeron en mi vida y, sobre todo, debido a mi carácter indomable, no fue hasta cumplidos los cincuenta que pasé (voluntariamente) a formar parte, si así puede decirse, del proletariado. No fue fácil asumir las nuevas condiciones: un contrato fijo, una nómina, un reglamento, horarios, jefes, tareas que ejecutar, normas absurdas. Lo peor, lo más complicado: renunciar a una soledad tan grata y tan fructífera como la que gozaba a todas horas y sin medida; y tener que soportar la cotidiana presencia de muchos, aceptar el diabólico trato de las relaciones sociales. 

          La maldad, la mezquindad, el egoísmo y otras taras humanas pronto hubieron de revelarse, como si todo un mundo desconocido se felicitara por manifestarse ante mí. Personajes a los que escuché y hablé, dibujé, tomé fotografías, escribí y describí, enfrenté y di la espalda, miré a los ojos, descubrí secretos y taché sus nombres. De un día para otro, me vi envuelto en la traidora seda del compañerismo, atrapado en la tela de araña de la solidaridad laboral. Uno entre muchos, durante trece años. 

          Durante este tiempo, la empresa ha cambiado de nombre cuatro veces, y las unidades productivas han fluctuado entre setenta y su mitad; alguna vez mujeres pero siempre hombres y, más que hombres, hombrecillos. Por más que haya insistido en que la empresa ni paga los salarios ni es dueña de nuestras vidas, esa idea, esa dialéctica, esa simple fórmula matemática que resuelve la incógnita de los beneficios y su reparto, jamás ha sido entendida. 

          Pensar da miedo, asusta y repele, produce un rechazo apriorístico, una prevención anterior a la reflexión, porque a tanto no se quiere llegar ni se llega. A esa manifiesta renuncia la llamo cobardía. Para justificar la negación, unos permiten que el fútbol sea su tema principal, son mayoría dado que se trata del recurso más fácil; otros optan por una sexualidad anómala; otros dicen que levitan; otros caen en el vicio de los tatuajes o en el embrujo de la ira sin fundamento. 

          Si bien en los primeros años parecía que mi renuncia pudiera ser compensada con el descubrimiento de los otros, al final los otros, despojados de sus burdas máscaras por el conocimiento, se presentan como lo que son y han sido. La cobardía es el uniforme que prefieren: traicionar antes que comprender; desaparecer antes que estar; eludir el trabajo y la opinión; no hablar porque no tienen nada que decir. 

          De setenta o su mitad, apenas la mitad de la mitad leen de vez en cuando. Otros presumen de haber leído un solo libro; otros, de no haber leído nunca nada. De todos ellos conozco hasta el hartazgo sus vidas, por indagación y otros recursos. Y si en algún momento escribí sobre esas vidas creyendo que podían ser vidas minúsculas, Pierre Michon me hizo desistir de tal empeño. Lo siento, pero no puedo presumir de haber estado en Auschwitz; mi espacio de penitencia lo constituye un simple aeropuerto. 

          Por otra parte, la cobardía intelectual no tiene que ver con la falta de lecturas ni de estudios; sencillamente obedece al claro desistimiento de implicación a favor de la actitud más cómoda. La felicidad, para los tontos, depende de la ignorancia. Cuanto menos sepa -se dice el ignorante que se presenta como sibilino personaje- más feliz seré. Y desde luego aquí hay una decisión, una responsabilidad. 

          Se llenan la cabeza de partidos y apuestas, y dicen que son zorras -en su opinión- cuantas mujeres se cruzan en sus cortos caminos. No llegan a lugar alguno, ni suben a la montaña ni se adentran en la cueva. Ante las sombras platónicas se muestran fascinados. Las formas que ven ensombrecidas en su pared constituyen para ellos lo real. Viven inmersos en un eterno día de la marmota, pero de esa experiencia repetida no aprenden nada. 

          Como en toda situación y en todo ámbito contenido por círculos irreales que se pretenden sólidos, hay excepciones. Algunos han decidido tener hijos, sumar vida a la vida a pesar de las dificultades. Pero muchos otros prefieren seguir siendo hijos de sus madres y de ¿sus mujeres? La interrogación, consciente, tiene que ver con el concepto que ellos manejan de lo femenino. Dominación por la fuerza bruta, pero ante ellas me rindo y tiemblo y lloriqueo como un niño. Porque son niños asustados por una tormenta o un ligero ruido que no comprenden. 

          Pensar que este mundo, esta concepción de un destino, este sistema productivo tan  torpe y suicida, esta gran mentira, esta injusticia absoluta y esta complejidad, importan menos que la adquisición del último modelo de móvil o la aburrida victoria de un equipo, es propio -cuanto menos- de esta representación de clase obrera en la que estoy inmerso. 

          Arriesgar el precio de un día no va con ellos. Negar la jefatura no merecida, las órdenes no simétricas, ni se lo plantean. Todos se quejan, pero esas quejas resultan vómitos que no se atrevieran a salir de la boca y la garganta los devuelve al estómago. 

          Alienados por el ruido circundante, por los turnos en claro desequilibrio, por los años de miedo y de renuncia -dicen que este trabajo, esta falta de pensamiento, causa el síndrome de Burnout. Según mi opinión, ese síndrome es el recurso de los cobardes, los que no se atreven a pensar por sí mismos (los que encuentran acomodación en las consignas) ni mucho menos ser en sí mismos su objeto de pensamiento. Pues les aterraría enfrentarse desnudos a un espejo. Reconocer y aceptar lo que en realidad son. De ahí los disfraces, las evasiones, la haraganería, la falta de implicación, de empatía, las tontas miradas desde una altura tan ficticia como inestable. 

          No haber asistido a la escuela, no haber crecido junto a un libro, no exime de hacer algo, cualquier cosa, con las experiencias vividas, a no ser que ciertamente no se haya vivido en absoluto y lo que debiera ser un cúmulo sea únicamente un encefalograma fallido. 

          Los grandes malvados de la especie humana, no tantos y a menudo bajo nombres propios y famosas aureolas, han causado y causan desgracias inenarrables y muertes innumerables de imposible contabilidad. En el fondo no sé si son ellos peores o la legión de tontos, sumisos y cobardes, que les allanan o han allanado el camino. 

          A diferencia de los mamíferos herbívoros, los rebaños humanos eligen con frecuencia y merecen a su pastor, su perro guardián y hasta sus lobos. 

          Con el paso de los años y debido al peso de la experiencia, aquella juvenil exaltación del obrerismo y el campesinado, abonada por las lecturas de Politzer, Bakunin, Kropotkin,  Marx, Engels, Malatesta, Luxemburgo... y todos los rusos que fueron y hasta el chino..., ha ido decayendo hasta la indiferencia. No piedad, porque tal sentimiento depende de un cierto grado de pobreza, del hecho de carecer de lo esencial y sufrir lo indecible sin que ese sufrimiento sea condición absoluta del vivir según la naturaleza. Los niños que no encuentran leche que mamar en los pechos yermos de sus madres, ellos sí despiertan mi compasión; los que son mutilados por el machete o la mina; los que son tragados por un mar de recreo vacacional, y tantos otros semejantes que sería largo citar. El que es obligado a desfilar y desfila, ese no merece ningún respeto. 

          El conflicto de valor que se plantea entre el que soporta su vida y el que no, el que a pesar de todo sigue viviendo y el que se suicida, merece otra consideración. Se necesita más valentía para vivir cuando todo es aciago -dicen unos. Suicidarse entonces -dicen otros- requiere la voluntad más fuerte. ¿Quién es más cobarde, el que se deja vivir sufriendo quizá largamente hasta su final o el que acaba de inmediato? Pero este no es el dilema de la clase obrera que conozco, occidental, civilizada y acomodada. 

          Siempre del lado del más débil y frente al poderoso, aquellas ideas (después de la inmersión en la realidad actual, aquí y ahora) debo ponerlas en cuestión. Tan culpable el pretendido intelectual que con interés calculado elude pronunciarse con claridad, como la falsa víctima que reclama un aumento de salario porque no puede hacer frente al pago de sus deudas: un piso hipotecado, un buen coche en el garaje, televisores en cada habitación y tres hijos menores de diez años con sus recientes móviles y sus juegos de guerra. 

          Pero la realidad es más compleja todavía. Como una Torre de Babel que se construye conforme avanza la historia, piso sobre piso y nivel sobre nivel, separados unos de otros a la vez que unos sustentan a los otros y esos otros son al tiempo sustentados. Sin que nadie entienda a nadie y nadie entienda nada. Sin que las órdenes del Arquitecto lleguen al Capataz y de este al Jefe de Equipo y de este a los obreros. El Monarca y el Sumo Sacerdote contemplan a distancia, desde su palacio y su templo, la imposible construcción. Cuando se ven, se hablan: "Con la Torre todos están entretenidos, todos miran a la Torre y nadie vuelve la vista hacia nosotros; así podemos ejercer nuestro poder verdadero sin oposición ni peligro. " ¡Qué gran idea este diseño, esta obra inacabable, al igual que el Circo, los Dioses y la Muerte! 

          ¿Decepcionado con el mecánico que sigue reparando automóviles ajenos, con el trabajador metalúrgico que agota el acero para incrementar los grandes puentes que poco a poco van recubriendo el Planeta, con el que sigue fabricando armas por encargo de los Señores de la Guerra, con el expendedor de refrescos de cola, los que elaboran plástico, los que alimentan y ordeñan vacas para después sacrificarlas, con tantos y tantos que dicen sí cuando debieran decir no? 

          Luego de una breve conversación con un físico teórico, un pedagogo de la física y aplicado conferenciante, las expectativas son aún más pesimistas. La complejidad no tendría porque implicar parálisis. Pues todo problema de difícil solución requiere esfuerzo, confianza y esperanza. Pero así son las cosas, así el planteamiento resumido en sus consideraciones: una agresión constante y acelerada de la humanidad para con la naturaleza, su hábitat, sus pulmones; la superpoblación imparable a no ser que se recurra a métodos cruelmente expeditivos; el desequilibrio económico, social y cultural que favorece a unos pocos en detrimento de muchos. 

          Y ni hablar de fugas planetarias ni del viaje a las estrellas, cuentos para niños y para adultos fantasiosos y menguados. 

          Si por simplificación interesada, con el pretexto de ilustrar una polémica, citara por ejemplo el caso español, eso que algunos llaman Estado y Patria, cuesta entender las dudas que planean sobre su próximo gobierno. Millones de mujeres menospreciadas por su sexo, por las relaciones de poder y la infame costumbre; millones de jubilados jodidos en sus pensiones y el respeto debido, a los que se les supone edad y sabiduría; millones de jóvenes conscientes de su herencia, un mundo podrido, la mayoría de los cuales -por suerte para los poderosos- aún no ha leído el Diario de la guerra del cerdo; millones de estudiantes y profesores enfrentados a un Ministerio de la Ignorancia; millones de pacientes, enfermos, enfermeros y médicos, sometidos a la lista de espera, el control del tiempo, la camilla en los pasillos y la desesperanza; millones de inmigrantes y desplazados desde la oscuridad en busca de una luz, una oportunidad; etcétera y etcétera. 

          Y a pesar de todo -nótese que aquí ni obreros ni campesinos ni autónomos han sido citados-, el futuro es incierto. Y todo se refiere al dilema de si gobernará, mediante pactos, la izquierda o la derecha. La definiciones de izquierda y derecha son engañabobos, no responden preguntas, no ilustran, no clarifican, de nada sirven y sólo valen como bombas de humo. Derecha y Ultra Derecha, ¿que significa eso, cuál es la diferencia? ¿Y qué decir del Centro? La Naturaleza, el Universo y Dios son una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. (A pesar de no entrecomillar, por pereza, la frase anterior no me pertenece. Lean a los clásicos.) 

          El Partido Popular (¿...?) llama populista a Podemos. Los que se venden como moderados se hacen llamar Ciudadanos (ignorando a los rurales). Los independentistas son los creativos de su Agencia de Publicidad: de arriba abajo y de dentro afuera. La burguesía catalana, para desviar el foco de su actividad depredadora, siembra la semilla del Independentismo en tierra de barbecho preparada para la siembra y vendida a los segadores. En tierras lejanas se abren embajadas, y se reclama a gritos en Europa y en el mundo el supremo derecho a ser. Los ladrones pretenden, ante la dificultad del asalto, gestionar y dirigir los bancos. Los menos ponen condiciones a los más. Los oportunistas saltan de anuncio en anuncio. Algunos siguen la vieja norma: que hablen de mí, aunque sea para negarme o condenarme, pero que hablen de mí. 

          Y a todo esto, la fuerza del proletariado se pierde por las alcantarillas del espectáculo programado; mientras la virtualidad de las armas reclama muestra atención y algunos generales sacan brillo a sus viejas medallas. 

          Un demonio inexistente basa su poder en su inexistencia, pero se ríe a carcajadas. Y un dios enloquecido juega con sus muñecos a su juego favorito llamado Caos. 

          No se trata ya de nuevas reglas, nada se descubrirá aquí como innovación clara y afortunada. Sobre lo que ocurre detrás, en la trastienda, se pronunciaron antes otras voces; sobre la voracidad de una sociedad consumida por sus deseos y su hambre, Marcuse ofreció un título profético. Contra dios y los dioses hablaron tantos que es imposible citarlos. 

          Y sin embargo, el astrónomo de Castel Gandolfo -según afirma un grandilocuente predicador mexicano-, donde al parecer se ubica el primer telescopio vaticano y las obras principales de Copérnico, Galileo, Newton y Kepler entre otros, asevera que es tan lícito creer en Dios como en los extraterrestes. 

          Para muchos proletarios actuales, sus ídolos balompédicos son "galácticos", es decir provenientes de la Galaxia. Lo más incoherente y, quizá, lo más triste del asunto es que estos obreros rindan pleitesía a tales ídolos, y crean ciegamente en los extraterrestes  y los fantasmas y, al tiempo, lo ignoren todo acerca del Ángel Profético, aquella figura imaginada por Walter Benjamin que, según cita Sebald en su Historia Natural de la Destrucción, "con los ojos muy abiertos ve una sola catástrofe, que incesantemente acumula escombros sobre escombros y los arroja a sus pies. El ángel quisiera quedarse, despertar a los muertos y unir lo destrozado. Pero desde el Paraíso sopla una tormenta que se ha enredado en sus alas con tanta fuerza que el ángel no puede cerrarlas ya. Esa tormenta lo empuja hacia el futuro, al que da la espalda, mientras el montón de escombros que tiene delante crece hasta el cielo. Esa tormenta es lo que llamamos progreso." 

          Durante siglos la condición necesaria del progreso ha sido, en sus variadas formas, la sumisión de la mayoría por una minoría. Sin el exterminio de sus legítimos habitantes y la esclavitud de los secuestrados y desplazados, sin el sacrificio de indios y negros, ¿cómo se hubiera fundado la Primera Democracia, no por anterior sino por grandeza, del Mundo Libre? Sin un Telón de Acero y una helada Siberia, sin la millonaria cuenta y la fe y el miedo de millones de obreros ¿cómo hubiera surgido la Segunda Potencia? Sin una Larga Marcha, sin la justificación de una clase campesina que diferenciara a un Mao de un Stalin, ¿cómo entender la supremacía actual de aquel Imperio? 

          En alguna ocasión preguntó Brecht quién había construido las Pirámides, si el Faraón o una multitudinaria mano de obra compuesta por creyentes, asalariados y azotados. Cuestión oscura donde las haya. Si una brutal y sometida mano de obra, en tiempos pretéritos, levantó pirámides, templos al sol y murallas chinas, si aquello no fue obra -tal como sostienen algunos trabajadores que conozco- de Dioses o Visitantes, en la actualidad, el equivalente de esa mano de obra ancestral fabrica maquinarias robóticas que, a su vez, producen otras máquinas, circuitos integrados o microchips y hasta cepillos de dientes. 

          La cuestión oscura plantea un nuevo dilema: si hasta ahora la humanidad ha creado sus máquinas, y dado el éxito en los avances y metas alcanzadas, ¿cuándo las máquinas serán capaces y comenzarán a fabricarnos? 

          Para volver a una realidad más cotidiana narraré la siguiente anécdota: al preguntar a un trabajador asalariado, fanático de su equipo, el Real Mallorca, por qué a ese equipo se le llamaba así cuando de once titulares y tres suplentes sólo un jugador era mallorquín, no supo darme una respuesta satisfactoria. Dice este trabajador que votará a Vox, pero confiesa que no conoce su programa ni conoce el significado, no digamos la etimología, de la voz. 

          Si en su momento -en 1844- para Marx la religión pudo ser el opio del pueblo, ¿qué decir a día de hoy de la televisión, Internet, las redes sociales y sus vehículos portátiles? Aquel pensador ha sido negado, "su revolución proletaria" le pasó por encima y lo relegó al olvido. Diré, por experiencia propia, que la mayoría de trabajadores creen en un Mundo sin Historia, que todo empezó cuando ellos nacieron, que Jünger no escribió ni publicó en 1932 El trabajador, y que sus empleadores son sus salvadores. 

          El gran acierto, justificación o suerte de Vox, es funcionar como escusa para todos los que durante años votaron al PP y, al no poder ya mantener un argumento a favor del partido de los ladrones, encuentran una salida, una oportunidad, una aparente dignidad, cambiando la elección de siglas. 

          Sería comprensible que muchos militares, toreros, eclesiásticos, cazadores, tránsfugas, oportunistas, gente de orden y de bien, policías, racistas, misóginos, pistoleros, adorantes de la momia, dragonianos y otras especies votaran a Vox. Pero resulta difícil entender que ese voto lo emitan obreros mileuristas. 

          En realidad, cualquier voto es difícil de entender. Pues ningún político cumple lo que promete. De manera que se votan mentiras y a mentirosos. Yo abogaría mejor por negar mi voto, por no votar a nadie. Y sé que esta proclama caerá en saco roto, pasará sin pena ni gloria, y a pesar de ello siento el impulso de insistir. No hay un político honrado. Una vez se postula uno para tal condición, ya se ha vendido el alma al diablo. Y una vez elegido, cualquiera obedece al diablo en lugar de a sus votantes. 

          El tema central ante cualquier elección (y no me refiero sólo a las elecciones generales, europeas, comunitarias o locales) no es a quién votar sino por qué no somos capaces de votarnos a nosotros mismos, asumir responsabilidades, intervenir en nuestro futuro. 

          Pesimista sin solución, nihilista por ventura, escéptico y cínico, digo lo que digo para escucharme. Ninguna confianza en orejas ajenas. Fama y capital, drogas sutiles, poderes y placeres públicos y privados aguardan a los lobos elegidos por sus corderos. Una sociedad carnívora, dijo Marcuse. Y digo yo que todo este entramado, del que inevitablemente forman parte los que regalan sus plusvalías, se parece mucho a la geometría de los hilos tensados donde Ella pacientemente aguarda a su Víctima, su alimento. 

          En la empresa soy un actor -lo repito aunque ya lo dije- y la comparsa baila y canta a mi alrededor. Si al final del tercer acto me quitara la máscara -estoy seguro- todos huirían despavoridos. ¿Cómo explicar a los unos y a los otros, a los que pretender subir y a los que aceptan ser la escalera que existe otra alternativa, el Óctuple Sendero: recto conocimiento, recto pensamiento, rectas palabras, rectas obras, recta vida, recto esfuerzo, recta consideración y recta meditación.? ¿Cómo explicarlo?

Salvador Alís. 

           

          

          

  

           





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