ZOONOSIS (SEGUNDA PARTE)
Mordido por la vida como un perro -no él como perro, sino la vida- un señor de mediana edad (considerando que tal señor pudiera vivir ciento veinte años), se encuentra de repente, llevado por los acontecimientos, ante la puerta del Hostal Cuba.
La noche es tremendamente húmeda y calurosa, sobre todo después de una larga jornada de agotador trabajo, después de andar y andar sin meta deseada, por el impasible designio de otros que no consideran ni se paran a consideran que su esfuerzo es su salario (el de ellos, pues el suyo, por más que merecido, está menguado).
La rabia del señor uniformado, sabedor de que esta noche humilla su uniforme, no se parece a nada de lo vivido hasta entonces. Se trata de una rabia nueva, más profunda que otras, más incuestionable, tan madura como una infrutescencia que, finalizando agosto, ya se cae de su árbol y se pudre en el camino.
¿Alguien ha visto, recientemente y en su círculo -se pregunta el señor-, los ojos de un perro afectado por un rhabdoviridae?
En el interior del Hostal Cuba (las mesas de la terraza que circunvalaban el edificio han sido recogidas a partir de cierta hora por decreto municipal y para no enrabiar a los vecinos) suena una música atronadora, martillos abstractos que golpean las sienes y, a pesar de ello -o por su causa-, entran más de los que salen. Imposible sacar una copa. Se bebe adentro, se fuma afuera.
Entran mujeres de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en grupo, con ajustados vestidos estampados y cortos -como recién cortados, para la noche, con tijera.
El portero ¿argentino? hace bromas sobre las copas y los ladrones de copas según su nacionalidad. El polvo de color indefinido vuela en la noche de los dedos índices a la lengua, a los dientes, a la nariz; lo mismo que el humo, el ruido, las luces, la penumbra y la antepenumbra.
El señor de mediana edad es encuadrado en la fotografía, con su copa de vino y su rabia, mientras otros hacen alarde de sus pezones bajo la camiseta. En la pista de baile del Hostal Cuba, hombres altos y curiosamente feos intentan competir mediante sus movimientos deslavazados y asincrónicos con mujeres que hacen alarde de sus traseros mediantes espasmos causados por el furor y la música.
El comité que festeja la penúltima partida del que se va no puede ser más heterogéneo: el Mato, el Fili, el Lolo, el Jazmín, el Kete, el Blowing, el Pollo y el Erre. Merecería la pena, si la rabia no lo impidiese, detenerse en cada uno de los personajes de esta comedia. Pero el tiempo reclama lo que es del tiempo y la rabia lo que le pertenece.
Ayer se escapó un gato multicolor del piso tercero de esta finca (cuyos pilares heridos aún no han sido vendados). Se fue con la noche (se confundió con la noche) y la noche lo hizo suyo.
Cuando el señor de mediana edad detiene un taxi, al poco de arrancar, el taxista se vuelve hacia él y le pregunta- "¿Es usted policía?". Antes de responder recuerda que hace ya cuarenta años alguien le hizo una pregunta similar, en otras circunstancias, desde luego, tan distintas. Y siente ese cansancio de la repetición y lo ya vivido como rabia, mordido por la vida (un bocado a la derecha, sobre la cintura, bajo las costillas).
"¿Le parezco un policía? ¿Cree usted que soy un policía? ¿Por qué? ¿Por mi uniforme? ¿Por mi cara? ¿Por mi apariencia?"
"Más bien por su actitud."
"Me parece una frivolidad juzgar a la gente por su actitud, puesto que la actitud es cambiante según el momento de la representación y el público que uno tiene."
"No se ofenda. Me lo pareció."
"No me ofendo. Y como prueba de mi buena voluntad, y puesto que el trayecto es corto, ¿qué tal si nos tuteamos?"
"Sería lo suyo."
"Sea pues."
"¿Dónte te dejo?"
"En la puta plaza que te dije al subir a tu puto taxi, mamón de mierda."
Y entonces, cuando finalmente el taxi se detuvo, el señor de nuestra historia le dio un buen mordisco al taxista, desde atrás, en su flaco cuello, para transmitirle una parte de su rabia. Y a pesar del mordisco, le pagó la carrera con un billete azul esperando que el mordido le devolviese el cambio.
En el Gran Guiñol de los bajos del Hostal Cuba, más mujeres que hombres siguen bailando, ellas conscientes de su cuerpo y de su sexo y ellos escapando de la realidad (quizá por miedo a enfrentarse a su realidad) mediante técnicas químicas.
Le preocupa al homenajeado (al convocante) la pérdida de unas gafas de sol. Aquí se plantea un complejo asunto que incumbe al mirar y al ser mirado. En realidad teme perder el paraíso, pero una voz ajena, que se abre paso entre la música atronadora (y que de alguna forma ya está en su cabeza), le recuerda que "el paraíso se encuentra donde tú lo construyas". Así de simple es la cuestión. No temas perder el paraíso ni esperes encontrarlo en otro lugar. O lo llevas contigo o el paraíso no existe.
En el paraíso de Bruegel muchos animales conviven o se hallan en paz en el interior de una naturaleza opuesta al interior del Hostal Cuba (donde machos y hembras compiten unos con otras, unos con otros y unas con otras por la sublime y falsa idea de la reproductividad).
La rabia, a estas alturas, no permite pensar con claridad. La administración de inmunoglobulina no garantiza una completa curación. Se hace tarde para todo -piensa el señor de mediana edad presa de un ataque de rabia-, para todo, para pensar y para escribir. ¿Pero quién negaría que el 99 % de las mujeres que bailaban en el Hostal Cuba no estarán en este momento jodiéndose unas a otras y jodiendo a quienes las deseaban?
¿Quién negaría que en esta comedia intrascendente lo de menos son los personajes y lo que cuenta es el argumento?
Sí, ¿pero cuál es el argumento?
Salvador Alís.
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