viernes, 5 de agosto de 2016

CONCIERTO

CONCIERTO

Hacía mucho que no escribía un cuento como tal, un cuento verdadero y no simples digresiones. Pero hoy, luego de encontrar un libro olvidado y, en ese libro, esta frase: "Con un ojo veía en color y con el otro en blanco y negro; al mismo tiempo, veía dos mundos diferentes.", ha surgido de mí, sin proponérmelo, como fruto de una escritura automática, este cuento que he titulado: "Concierto".


     Me nombraron director de la orquesta, lo que significó un gran orgullo, la culminación de mi carrera, el reconocimiento que estaba esperando. Todo sucedió muy rápido, a causa de un desgraciado accidente pues el anterior director, en el énfasis de su dirección, en los movimientos finales de la sinfonía que ejecutaba en el Teatro Superior de Conciertos, ante sus músicos y de espaldas al público, dio un traspiés y cayó de bruces contra el suelo con tan mala suerte que se atravesó el corazón con la batuta.
     Me nombraron ayer para sustituirlo en el concierto de esta noche, pero eso no le resta mérito al nombramiento, porque podrían haber elegido a otro.
     Sin ocasión de conocer a los músicos ni llevar a cabo un ensayo previo, una hora antes de la hora acordada, me presenté en el escenario para comprobar que todo estuviera en su sitio: la pequeña tarima central desde la que controlaría a la orquesta, el atril con la partitura, la funda de terciopelo negro conteniendo una nueva batuta, las luces enfocadas en la dirección correcta, las sillas bien alineadas, los decorados del fondo bien extendidos y los cortinajes que separaban el escenario de la platea con el mecanismo que los alzaría bien engrasado.
     Poco a poco fueron entrando los músicos por ambos lados del escenario, cada uno con su instrumento enfundado, y de manera ordenada y silenciosa ocuparon el lugar que les correspondía. Tras los cortinajes comenzó a escucharse in crescendo el murmullo del público que se acomodaba expectante en sus butacas. Yo presumía, como así fue, una noche memorable.
     Al principio no me di cuenta, atento a la visión general de la orquesta, a la perfecta etiqueta de los músicos, sus trajes impecables, los semblantes concentrados. Pero en el momento en que comenzaron a desenfundar los instrumentos, mientras una decena de disciplinados ayudantes retiraba con prontitud las negras fundas, descubrí que aquella no era en absoluto una orquesta normal. En lugar de los habituales violines, violas y violonchelos, flautas, flautines, oboes, clarinetes, fagots y saxofones, trompetas, trompas, trombones y tubas, timbales y cajas, chelos y contrabajos..., fueron apareciendo en manos de los músicos una variedad multicolor de salchichas y salchichones, longanizas, morcillas, chorizos, cañas de lomo, sobrasadas, paletillas y piernas de cordero y de cerdo, jamones, empanadas redondas y cuadradas, y hasta alitas de pollo y pollos enteros, patos, gansos y guanajos, perdices y codornices..., todo en su punto de adobo o de cocción -y cada pieza acompañada de su cuchillo-, más un jorobado con un arpa real y un amputado de ambas manos frente al piano.  
     Entonces se apagaron la luces y se alzó el telón. De inmediato un intenso haz de luz me iluminó y comprendí cuál era mi tarea. Otras luces se encendieron. Levanté la batuta -un simple y rígido espagueti de pasta integral- y me dispuse a dirigir el festín.
     Los abucheos del público, largos, sonoros, apoteósicos, nos acompañaron hasta el final.
     Cuando me giré para saludar, emocionado y exhausto por nuestro insuperable concierto, inclinándome tres veces ante el auditorio, no me extrañó ver que éste se componía de un nutrido grupo de harapientos y famélicos energúmenos, gente sin gusto, desdentados y -según me comentó más tarde el portero- algún que otro sordomudo.

Salvador Alís. 
    
     
     

     

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