viernes, 12 de agosto de 2016

LA OTRA GUERRA

LA OTRA GUERRA


Hace un par de semanas, después de ver algunos capítulos de una serie de televisión sobre la Primera Guerra Mundial, e impactado por las imágenes (originales) de los abnegados y sufrientes caballos, pero no los que montaban al galope jinetes rusos -si no recuerdo mal- en sus enardecidos ataques, sino los que arrastrando y cargando pesadas cargas, hundiendo sus patas en el barro, resoplando por el esfuerzo, consumiendo un aire contaminado por el olor a pólvora y putrefacción, caballos que al caer rendidos eran sacrificados y descuartizados, infestados de moscas y consumidos como fuente de proteínas, pensé en escribir un cuento titulado “La otra guerra” o “La guerra según los caballos”. En principio la idea era simple y quedaría resuelta en una noche (o eso es lo que imaginaba): reunir a un grupo de caballos próximos al frente y hacerles hablar entre ellos. Sin embargo, la cosa se fue complicando. Dos noches, tres noches...; y luego aparecieron el perro y el gato y, con ellos, la posibilidad de otros animales que fueran tomando la palabra. Para interrumpir el cuento y quedar éste como inacabado, el azar quiso que encontrara y comprase en el viejo almacén de libros un delgado volumen cuya lectura parcial se inmiscuyó en la trama: 14, de Jean Echenoz. En el capítulo 12 de 14 (la breve novela de Echenoz sobre la Gran Guerra), el francés me adelanta cuatro años (fue publicada en 2012) y expresa algunas de las ideas que yo tenía en mente e incluso había anotado como propias (ignorando, una vez más, que nadie escribe nada que otro no haya pensado o escrito de antemano). Apenas seis páginas le bastan para describir la situación de una multitud de animales afectados por la guerra, y la simple descripción que hace de ellos es digna de destacarse: “granjas en llamas y campos sembrados de cráteres, ganado y aves de corral”, “toros ingobernables por su carácter vengativo”, “ovejas que vagabundeaban por los restos de carreteras”, “cerdos a la deriva”, “patos, gallinas, pollos y gallos en vías de marginalización”, “conejos sin domicilio fijo”, “ocas desnortadas”, “perros y gatos privados de amos tras el éxodo civil, sin collares ni comedero cotidiano garantizado, camino de olvidar hasta los nombres que les habían puesto”, “aves de esparcimiento como las tórtolas, incluso puramente de adorno como los pavos reales”, “animales independientes, cuerpos comestibles, liebres, corzos o jabalíes”, “ranas o aves que se podían acosar y derribar”, “truchas, carpas, tencas o lucios que se pescaban a golpe de granada”, “marginales tales como el zorro, el cuervo, la comadreja, el topo”, “elementos incomestibles por su potencial guerrero, reclutados a la fuerza por el hombre dada su aptitud para prestar servicios, caballos, perros o colúmbidos militarizados”. Y no olvida Echenoz incluir en la lista “otro tipo de animales, innumerables, de menor tamaño y más temible naturaleza: toda suerte de parásitos irreductibles que no sólo no ofrecían ningún aporte nutricional, sino que, por el contrario, se alimentaban vorazmente de la tropa”, como era el caso de los piojos. Y concluye con “el perpetuo adversario, el otro enemigo mayúsculo”: la rata. A pesar de Echenoz, cuyo libro leeré cuando termine con Mrozek, no renuncio a editar mi cuento interrumpido o inacabado, consciente de que su argumento requeriría mucho más tiempo del que puedo disponer y una concentración y persistencia de las que no me siento capaz. Tampoco es mala cosa un argumento así, que una vez planteado no avanza y no termina, pues permitirá al lector que lo desee escribir su propio cuento o, al menos, imaginar su propio final.


En un claro del bosque, donde podían hablar sin ser escuchados, se reunieron en una oscura y húmeda noche de finales de agosto de 1918 Le Général y sus Oficiales. Retaguardia del frente franco-alemán, zona francófona (aunque eso a los caballos les trajera sin cuidado, pues caballos franceses y caballos alemanes hablaban la misma lengua, su propia lengua de caballos que no se basa en fonemas sino en relinchos).
Le Général, un viejo, enérgico y sabio percherón de 1,90 metros de alzada y 1.300 kilos de peso, debía su nombre a una perfecta mancha blanca en forma de estrella sobre su frente, la única interferencia en la totalidad de su pelaje negro azabache. Sobre su lomo y, principalmente, sobre su grupa y nalgas, cientos de cicatrices cruzadas contaban su historia.
Esa noche había deshecho con sus dientes el desganado nudo de la cuerda que lo ataba a uno de tantos árboles que cobijaban a caballos y a soldados, apenas distante algunos kilómetros de las trincheras enfangadas por la lluvia de la última tormenta y la sangre de los atrincherados, y con un vivo aunque suave resoplido había convocado a otros destacados caballos, que imitaron su gesto, a una importante reunión para reflexionar sobre el curso de la guerra.
- Esto no puede seguir así -dijo Le Général-, siempre hemos sabido que los hombres eran crueles, que estaban locos, pero ahora su locura está llegando a extremos insoportables y delirantes. Han convertido el mundo en un infierno donde todos ellos son a la vez diablos y condenados.
- Nos obligan a cargar con sus pertrechos -añadió otro viejo y cansado caballo, con grado de Coronel-, con sus armas, piezas de artillería desmontada, ruedas, cañones, bombas, combustible, comida, agua, toneles de vino, fardos de tabaco, medicamentos que no comparten con nosotros aunque también los necesitemos.
- Y no olvide usted -alzó la voz un joven Capitán- que debemos transportarles a ellos mismos, colectiva o individualmente, lo mismo da que estén furiosos, que ataquen, que se retiren, enfermos, heridos o muertos.
- Yo opino, si se me permite opinar -dijo un pequeño pero impetuoso caballo Cabo-, con todo el respeto a mis superiores, que se olvida lo esencial; que lo de menos son los latigazos o las cargas que nos hacen soportar; pues lo más importante, lo más vejatorio e injusto para un caballo que sirve a su Patria, es que cuando caemos rendidos, habiendo entregado toda nuestra fuerza y todo nuestro aliento, se nos sacrifique y descuartice para servir de alimento a las tropas.
Y así, uno tras otro, los caballos más comprometidos, los líderes de sus grupos y razas, fueron expresando su descontento con una guerra que no era su guerra, pero que padecían en igualdad de sufrimiento con los humanos.
Entonces Le Général hizo una propuesta que todos los Oficiales escucharon con la máxima atención.
- Antes de la guerra -dijo- mis amos me llevaron desde las afueras de París, donde yo vivía, hasta Berlín, para un acontecimiento ecuestre, una exhibición creo que la llamaron, y en aquella competencia, enfrentados caballos alemanes y caballos de otros varios países, conocí al gran Pferd, un westfaliano noble y muy competitivo, de maneras educadas y basta cultura dado que provenía de un castillo significado por una enorme biblioteca. Por caballos desertores he sabido que el gran Pferd está tan harto como nosotros de esta guerra sin sentido, y que entre sus filas no cunde el desaliento sino la idea de la rebelión. Propongo que hagamos llegar un mensaje secreto al gran Pferd, para firmar con nuestros congéneres alemanes la ansiada paz, y nos retiremos, cada bando en su dirección, a nuestras aldeas, granjas y prados, donde podamos retomar nuestra vida soportable y feliz.
- Pero eso -alertó tímidamente un Teniente temeroso- podría suponer que los hombres, al darse cuenta de nuestra retirada, volvieran contra nosotros sus fusiles y ametralladoras.
El más veterano de los caballos, entregado a la guerra desde el verano de 1914, habiendo calmado su sed con el rojo burdeos que rezumaba de las dos barricas que durante días había transportado, dijo con buen criterio que tal posibilidad era improbable, pues si los hombres fusilaran en masa a sus caballos ¿quién cargaría entonces con sus armas, piezas de artillería desmontada, ruedas, cañones, etcétera?
El Teniente, dándose por aludido y no deseando quedar como cobarde, tuvo que sostener sus argumentos.
- Si todos estamos de acuerdo en que esta guerra es una locura y los hombres que la han causado y la prolongan no ven otro horizonte distinto al exterminio, ¿cómo podemos confiar en que razonen y concluyan que abatir a los caballos, a un lado y al otro del frente, no será en modo alguno una solución y, a la inversa, les perjudicaría enormemente?
En un claro del bosque, donde podían hablar sin ser escuchados, los caballos franceses imaginaban que en otro claro del bosque, donde tampoco podían ser escuchados, los caballos alemanes, quizá en esta misma noche, debatirían los mismos asuntos cruciales para la supervivencia de su especie. Pero ¡qué difícil ponerse de acuerdo, unos y otros, y más aún, los unos con los otros!
Casi a punto de amanecer, cuando la luz de la mañana situaría cada cosa en su lugar, cuando el orden establecido, es decir: la guerra, volviera a imponerse sobre el desvarío nocturno de un grupo de caballos rebeldes o descontentos, aparecieron en el claro del bosque, procedentes del entramado sombrío de los árboles circundantes, un perro y un gato a los que la adversidad había hecho amigos o, por lo menos, socios.
Los caballos conspiradores los recibieron con recelo, sospechando que tal vez fueran espías. En todo caso resultaba extraño ver acercarse unidos a dos sujetos de tan distinta naturaleza.
El perro, un magnífico ejemplar de Pastor Blanco Suizo al que algunos caballos confundieron con un Pastor Alemán Albino, ladró de inmediato "¿Quién está al mando?". Después de un largo silencio, según la medida del tiempo del impaciente perro pero no según la medida del tiempo del paciente gato, y como ningún caballo se atrevía a levantar una pata por miedo al desequilibrio, Le Gènèral levantó, no una, sino las dos patas delanteras, indicando con ese nervioso gesto que él asumía la responsabilidad de la confabulación y que hablaría en nombre de todos los caballos.
- De manera que el gran caballo negro es aquí el jefe -dijo el perro con cierta sorna-. Y preguntó ¿Cómo debo llamarte?
- Me conocen como Le Gènèral.
- Pues bien Mon Gènèral -continuó el perro luego de dar un salto y subirse a lomos de un caballo despistado-, mi nombre es Hund y el de mi compañero Katze, y llevamos horas escondidos en la maleza baja del bosque, escuchando vuestros temores, hipótesis, planes y contradicciones.
- Entonces ambos, perro y gato, sois espías -replico Le Gènèral-, enviados por los Imperios para averiguar a través nuestro la estrategia del ejército al que servimos.
- Nada de eso -dijo Hund- sino todo lo contrario.
El gato Katze, que debido a su innata precaución se había mantenido, hasta ahora, en la justa distancia de seguridad, se fue acercando parsimoniosamente, oscilando su cola como saludo y advertencia e hipnotizando a todos con su atrevimiento, y se situó frente a Le Gènèral, al alcance de sus patas, sin mostrar el más mínimo atisbo de temor.
- Queridos, admirados y valerosos caballos franceses -maulló el gato modulando sus maullidos como el gran orador que era-, como ya os ha dicho mi amigo Hund me llamo Katze y, antes de seguir, debo deciros que ni él ni yo ostentamos ningún grado, pues no pertenecemos a ejército alguno, no somos espías, no trabajamos para un gobierno, no obedecemos órdenes de una cúpula militar, no somos monárquicos, ni imperialistas, ni zaristas, ni bolcheviques, ni republicanos, y tampoco estamos seguros de ser, y si lo fuésemos no nos importaría, representantes de razas puras, no hemos iniciado esta guerra, no participamos en ella, no colaboramos con ninguno de los bandos, pero sí que padecemos al igual que vosotros las nefastas consecuencias de la guerra. No debéis sentiros solos en vuestro padecimiento, pues también perros y gatos somos víctimas de semejante atrocidad. Y es más, otros muchos animales comparten nuestros pesares, aunque la mayoría han huido de esta y otras zonas de guerra, pues es insoportable para ellos el tronar de los cañones y el silbido de las balas.
- Tus palabras, aunque parecen sinceras, me hacen dudar de tus palabras -saltó el Coronel- puesto que como todo el mundo sabe el perro es absolutamente fiel a su amo, y en este caso, tu amigo Hund, por su origen, pelaje y olfato, no puede ser sino un enviado de la Triple Alianza.
- Supongo, Señor -corrigió el Cabo al Coronel- que usted no ignora que algunas alianzas se han deshecho y otras nuevas se han creado. Nada parece estable en este mundo.
- Con su permiso, mi Coronel -relinchó desafiante el joven Capitán-, no me parece que importe tanto dilucidar ahora si los visitantes trabajan para los alemanes, los austro-húngaros, búlgaros u otomanos, o trabajan para sí mismos, en busca de su propia defensa, libertad y felicidad. Debemos escucharles y aprender o interpretar lo que nos digan, para después sacar nuestras conclusiones.
- Estoy de acuerdo, permitamos que hablen -dijo el caballo despistado-, pero que el perro vuelva a poner sus patas sobre el suelo y no tenga yo que soportar su peso.
- Ocupa tu lugar junto al gato y frente a mí -ordenó Le Gènèral girando la cabeza hacia Hund-, y daos prisa con las explicaciones porque pronto amanecerá y, entonces, mientras vosotros volvéis a la seguridad del bosque, nosotros deberemos acometer otra larga y agotadora jornada.
- Vosotros, caballos herbívoros -continuó Katze sin esperar a que su amigo obedeciera la orden-, no tenéis como nosotros el instinto de la sangre. Si participáis en cacerías o en ataques es sólo como medio de transporte, dotando de velocidad y altura al cazador o al guerrero. Alguna vez, aunque esporádicamente, sois presas y víctimas de depredadores, un oso hambriento, una jauría de lobos; pero en vuestra inocencia ignoráis que vuestro mayor depredador es el hombre, que os esclaviza al igual que hace con otras muchas especies. El hombre es egoísta y de todo quiere sacar provecho, es despiadado y carece de espíritu, por eso caza, mata, domina, se enfrenta a otros de su misma condición y hace enemigos allí donde posa su mirada. Sólo en casos excepcionales, de los que yo puedo dar ejemplo, tolera a otros seres a su lado sin verlos como siervos o alimento. 
- Y sin embargo mi dueño -intervino Hund- corría a mi lado y me acariciaba. Creo que era un hombre bueno. Pero quedó sepultado en la casa después de un bombardeo. Yo podía olerlo, sentir su sangre bajo los escombros, su agonía, su muerte; no pude hacer nada. Creo que no todos los hombres son injustos, locos o asesinos, y también por esa razón debemos detener esta guerra: porque


Salvador Alís.

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