miércoles, 15 de junio de 2016

DOS NIÑOS

DOS NIÑOS

Esta tarde, en el autobús hacia el aeropuerto, una escena enternecedora y muy gratificante; mientras ha durado, en los cortos quince minutos del trayecto, casi me ha reconciliado con mi viejo enemigo: el ser humano. Dos niños ocupando sus asientos frente a mí, iluminados por el sol, muy parecidos, sin duda hermanos, aunque de diferentes edades; el más pequeño tendría cinco o seis años; el mayor, nueve o diez. Antes de salir de la ciudad, el pequeño no cesaba de mirarme (y yo a él) con cierta curiosidad; supongo que le llamarían la atención mi cabeza sin pelo, mis párpados caídos, mi bigote manchado de blanco, mis orejas puntiagudas; lo que yo miraba intentando "entender" eran los objetos que él portaba en sus manos: un libro de cuentos y un juguete de plástico verde. Los dos vestían pantalones cortos, sandalias, camisetas de colores intensos con dibujos y colores, y pequeñas gorras a juego. El mayor en ningún momento me ha mirado, pendiente de la ventana, las calles, el mar y la carretera. Cuando se han acabado las paradas, cuando el autobús ha entrado en la autovía y el zumbido de su motor se ha vuelto uniforme y monótono, el más pequeño de los niños ha cerrado de pronto los ojos y se ha dormido; durante algunos instantes parecía que luchaba contra el sueño, resbalando del asiento y enderezándose, inclinando la cabeza hacia su hermano y rectificando la posición, relajando las manos y soltando el libro y el juguete y volviendo a sujetarlos. Pero al final el sueño ha ganado la batalla, y entonces -y aquí hace acto de presencia la sorpresa, como una inesperada ola que se levantara sin previo aviso muy cerca de mí y me golpeara con su ligera espuma de sensibilidad- el hermano mayor le ha cogido al pequeño (para evitar que cayeran al suelo) el libro de cuentos y el juguete, los ha colocado entre ellos en lugar seguro; y luego, sin dejar de contemplar el mar, ha cruzado su brazo izquierdo sobre su propio pecho y ha puesto la mano sobre la mejilla del durmiente, a medias para sostenerla y a medias para acariciarla (mientras acercaba la cabecita soñadora -para que encontrara reposo- hacia su hombro). Puesto que el sol era tan intenso, y los azules tan intensos, puesto que la imagen ha sido tan breve y él no me ha mirado, no habrá visto seguramente a los esquivos pececillos que han comenzado a navegar por mis ojos.

Para encabezar el texto he dudado entre varias posibilidades: Dos niños (el elegido), Dos hermanos, Ser niños, Ser como niños, Un cuento, El monstruo verde. Lamento que por culpa de mi poca vista no pueda decir qué tipo de monstruo era el juguete ni cuál el título del libro. Pero me alegro de haber contemplado como regalo ¿inmerecido? la escena; y aún me alegraría más si hubiera podido transmitir a cualquier lector ocasional un mínimo entendimiento de la humilde esencialidad del gesto. Los niños me gustan tanto como los gatos, sí, pero ¡qué pena que a la mayoría de los primeros los malogre el tiempo, en tanto la totalidad de los segundos conserva su belleza y acrecienta su innata independencia y serenidad! Ahora que el niño que fui (y que todavía, a veces, me empeño en ser) comienza a dormirse para entrar en el definitivo sueño del que no se despierta, siento envidia de los niños por su descuento de años, por su edad, por su esperanza de ser lo que deban ser, lo que consigan ser, por el trayecto necesario más que por la meta trazada. Y por las mismas razones me apeno y entro en gran inquietud, porque me parece que el mundo que les espera no es igual al mundo que me esperó; porque mi infancia fue lenta, aislada, propicia a los sueños e íntimamente entrelazada con la naturaleza -como las raíces entre sí hundidas en la tierra-, y la suya la intuyo avasallada por la velocidad, la inmediatez, la sobre-excitación, la hiper-actividad, la absoluta y descontrolada conectividad y la absoluta pesadilla. Y porque concibo el mundo actual como un enorme globo hinchado por aires a diferentes presiones y a punto de estallar. ¿Qué futuro les espera (les hemos preparado) a esos dos niños que, terminadas las vacaciones, se dirigen al aeropuerto para volar hacia nuestro futuro? ¿En qué nos hemos equivocado, en qué hemos fallado? ¿No hemos aprendido nada?

Los veranos que les aguardan no creo que puedan compararse sin menoscabo con mis veranos. El escenario de mis juegos estaba compuesto por el río y las montañas, las frutas silvestres, el agua de los manantiales, las ranas en su charca, los pájaros en su nido, la miel en sus panales; y en septiembre, las tormentas; y al acabar el año, las primeras nieves. Ahora el clima esta cambiando de acuerdo a una lógica terrible de aceleración constante. La información adquiere la capacidad del rayo: suena con mucho estruendo, quema, deslumbra, juega con la luz y la oscuridad, se ramifica en látigos knut de siete colas, no deja lugar al reposo, impide respirar. ¿Acaso no existió Lao-Tse? ¿Gandhi, un olvidado? ¿Ha perdido Buda su eterna sonrisa? ¿Han sido traicionado el Sol, la Ballena, el Águila? ¿Jesucristo por su iglesia? ¿Acaso contempla con agrado Alá bombardeos y decapitaciones? ¿Meditó en vano Marco Aurelio? ¿Pensaron en vano los filósofos y en vano escribieron los poetas? ¿Intuyeron algunos el átomo para nada, el universo para nada? ¿Acaso no existieron  marxistas y capitalistas? ¿No se perdió ninguna guerra? ¿Nadie anunció un fracaso, un destino erróneo, una desviación propicia a multiplicarse...? La historia, al parecer, no ha sido (no está siendo) interpretada como una escalera que se sube peldaño a peldaño para alcanzar una altura confortable, una plataforma elevada desde la que contemplar las injusticias por debajo de las nubes y, más arriba de las nubes, otros peldaños, otros sistemas, estructuras, conceptos, otros colores éticos y estéticos que dieran valor y sentido a la ascensión. Más bien parece -la historia- un abrupto acantilado que impulsa o atrae a las almas al suicidio. Animales solitarios y grupos de animales dan ejemplo en nuestros días de esta desesperación.

El gesto de ese niño que sujeta y acaricia la mejilla de su hermano, hoy en la tarde, en el autobús hacia el aeropuerto, quisiera verlo reflejado, imitado y aumentado en nuestro mundo adulto. Quizá sea mi última esperanza, para bien o para mal, para cumplirse o no cumplirse. Esperanza y al mismo tiempo melancolía, pues recuerdo otros días del pasado, cuando en una pizarra verde yo dibujaba para mi hija un mundo posible donde los animales hablaban, donde los cuentos no tenían nombre pero intentaban tener imaginación y maravilla, donde los monstruos, a pesar de todo, seguían siendo juguetes, no amenazas reales. El niño que fui lo recuerda; la niña que ella fue quizá lo recuerde más adelante. No hay que olvidar, no se puede olvidar. No hay que olvidar nunca ni la protección ni la caricia. Si aún estamos a tiempo, otro mundo es posible. En cuanto a mí, sé que no voy a mejorar, pero podría no empeorar. Y me sumerjo en aguas profundas -¿por qué no hacerlo?- intentando seguir a los pequeños peces que navegaron por mis ojos.

Salvador Alís.

     

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