Pieter Brueghel "El Viejo". Los mendigos. S. XVI. |
Durante siglos fue imagen habitual: mendigos pidiendo limosna en las puertas de las iglesias. Los buenos cristianos y, sobre todo, las buenas cristianas, depositaban en las manos sucias o dañadas, viejas manos enfundadas en el invierno en rotos guantes de lana, pequeñas monedas contradictorias donde concurrían sin conflicto generosidad y avaricia.
Lo importante era el gesto, aparentar ante dios que algo se daba (en realidad puro engaño y auto-engaño), pero dios miraba hacia otro lado y los ojos eran vecinos y feligreses.
En nuestros días ya la imagen es rareza; pareciera que los santiguados se han cansado de fingir. Con la oportuna escusa de la crisis, los creyentes acuden a sus confesiones (terapias gratuitas impartidas por seudo-psico-teólogos) con los bolsillos vacíos.
Mejor los centros comerciales y, si me apuran, hasta las sedes de los partidos políticos (a ser posible en presencia de periodistas y cámaras de televisión); allí circula el dinero a raudales.
En cuanto a los supermercados, una advertencia para el mendigo solitario: si decide apostarse a sus puertas corre el peligro de tener que hacer frente a una mafia que defenderá con voces incomprensibles y con duros garrotes el lugar.
Mención aparte merecen las taquillas instaladas en el exterior del super de ECI (lo sé por experiencia propia): en un minuto, con el disimulo de depositar una simple bolsa de plástico vacía, puede uno hacerse fácilmente con 2 ò 3 euros; la gente es olvidadiza y a menudo no recupera la moneda del cajetín.
Los mendigos que piden en las calles, no arrodillados y pretendiendo infundir lástima (esa es otra historia), sino abordando a los transeúntes en las aceras próximas a las paradas del bus, fracasan cuando utilizan la justificación del transporte; tendrían más éxito diciendo la verdad, porque cualquiera sabe que no van a ninguna parte, diciendo por ejemplo: "¿Me daría usted un euro para comprar vino?".
La mentira o la intuición de la mentira activa nuestras defensas, despierta la desconfianza; la sinceridad produce empatía.
Tampoco sería mala idea no pedir a cambio de nada sino ofrecer (o intentar vender) alguna cosa: una vieja postal o quién sabe qué objeto humilde y curioso hallado en un contenedor (hoy en día se tira a la basura hasta el alma, la propia o la de otros, entera o a pedazos), un garabato hecho en una hoja de libreta con un lápiz o bolígrafo baratos (como obra auténtica y firmada), un poema o incluso una escueta sentencia que tuviera que ver con la filosofía de la mendicidad. Otras mercancías pueden considerarse, menos el oro falso y las corbatas.
Lo que quizá ignoran muchos mendigos (o lo saben y lo desprecian) es que con un poco de esmero, aseo y buenos modales, podrían comer en los mejores restaurantes, no siempre, eso es claro, sino en contadas ocasiones, por ejemplo el día de su cumpleaños )si acaso lo recuerdan); nada como hacerse pasar por un excéntrico y, con el postre, hallar una piedrecilla, una esquirla de cristal o unos cabellos de distinto color en la mousse de chocolate.
Las mismas condiciones para beberse al menos media botella de un trago de los mejores vinos de un club de gourmets; el aspecto y la discreción son fundamentales, y un sacacorchos comprado en un bazar. Allí donde más seguros se sienten, donde la sospecha es mínima, es donde resultan más vulnerables.
La debilidad del mendigo es su soledad inapelable, a veces su carácter tosco e insolidario (respecto a los semejantes y contrarios, aunque no hacia sus animales de compañía).
Hace años (supongo con alguna tristeza que ya deben haber muerto) conocí en el aeropuerto de Palma a una anciana mendiga de gran dignidad: no aceptaba nada para ella pero sí todo para su hermoso gato, del que no se separaba o no podía separarse, y que solía dormir sobre una mullida manta en la parte superior de un carrito para maletas donde ella portaba sus pertenencias. Le regalé en varias ocasiones latas de comida; su dulzura al darme las gracias en nombre del gato (al que me permitió acariciar pero no molestar) fue una preciosa recompensa de felicidad.
Pueden confundirse; no son iguales. No es lo mismo un buscavidas que un mendigo; el primero se las sabe todas; el segundo muestra apenas su indiferencia o su desapego. "No me interesa nada y mi sombra es la muerte" -dice el mendigo. "Me interesa todo y el sol que más calienta" -dice el buscavidas. Uno y otro sobreviven a su manera, negando o insistiendo.
Con las limosnas de un buen día se puede comprar una pistola de imitación para asustar a los fantasmas. El miedo no se compra, aparece. La muerte no se convoca, nos acompaña. La cruz no se hace si no se superponen dos líneas perpendiculares, dos líneas que se proyectan en direcciones divergentes.
Si algún día (dios no lo quiera) te ves como mendigo, intenta alquilar un traje (de etiqueta o de payaso, a tu libre elección) y no te arrodilles ni escribas tu escueta biografía en un cartón con faltas. No busques refugio en antesalas de bancos, allí acostumbran a mear los acomplejados. Entra en un museo y rasga con un alambre afilado el cuadro más famoso. Y di, cuando te detengan, sin oponer resistencia, que tú lo hubieras pintado mejor.
Salvador Alís.
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