Trabajo en un lugar muy ruidoso. Es difícil mantener la atención cuando se ha perdido un 50 % de capacidad auditiva, cuando sólo la oreja izquierda esta destapada mientras en la izquierda se oyen truenos lejanos. Estoy irritado e irritable, y me canso más de lo normal.
Después de una semana, consigo que me atienda mi médica de cabecera, a la que veo por primera vez. Le explico los síntomas pero ella, mientras tanto, revisa mi expediente médico y únicamente sabe hablarme de mi diabetes teórica. Me remite a Urgencias de Son Espases.
El autobús nº 29, desde la primera parada en la calle Manacor hasta el hospital, tarda 45 minutos en su trayecto (el centro de la ciudad y el puerto, el paseo marítimo, el castillo y el bosque, calles desconocidas, una ciudad extraña). Son las 12 del mediodía y la sala de esperas de Urgencias está llena de enfermos, hiopocondríacos y familiares.
Encuentro un asiento vacío, entre dos grupos de señoras. Las de mi derecha hablan de un conocido, precisamente diabético, al que primero amputaron una pierna y luego la otra. Una especie de resorte defensivo hace que me levante con rapidez y busque otro asiento. La verdad es que no me encuentro muy bien. Para acudir a la cita con la nueva médica tuve que levantarme a las 9, contraviniendo mi rutina pues mi hora habitual son las 12, y habiendo dormido nada más que 5 horas. Apenas me mantengo en pie con una cafetera y ya he fumado medio paquete de cigarrillos.
No sé cuántas horas tardarán en atenderme, estoy falto de sueño, mareado y al borde del desmayo. Al mismo tiempo me siento atrapado allí y pienso que si salgo a buscar algo para reponer las fuerzas podría perder mi turno y malogar el esfuerzo que me ha llevado hasta el hospital.
Mi oído izquierdo sigue zumbando y yo intento relajarme mediante respiraciones profundas.
Mis siguientes compañeros de asiento son dos mujeres que juegan con sus móviles en tanto acompañan a un hombre grueso con la piel de la cara muy roja al que tienen que operar en breve de no sé qué. Le dicen que, por si acaso, no coma ni beba nada en esos momentos.
También siento la necesidad de abandonar a esas personas. Descubro una puerta que da al exterior y que permanece abierta, en el fondo de la sala. Puedo salir a fumar y tal vez oír si me llaman. Saco de una máquina un zumo de frutas. El líquido me cae bien. Me sueno los mocos. Entonces me llaman.
Sigo una línea discontínua pintada de azul en el suelo hasta los boxes. Me atiende una mujer joven que, en primer lugar, me toma la tensión. "Tiene usted la tensión un poco alta" -dice. Normal -le contesto yo- si tenenos en cuenta que he dormido poco, he tomado por desayuno una cafetera equivalente a cuatro tazas de café, y estoy muy molesto con mi sordera. Me hace preguntas rutinarias, administrativas, la fecha de nacimiento, la dirección, el teléfono, y me envía de vuelta a la sala de espera.
Me siento cerca de la puerta del fondo. Ya he leído el periódico y jugado varias partidas de ajedrez con mi móvil. Alguien a mi lado cuenta como murió X, que una mañana se sintió indispuesto y sufrió un ataque fulminante de corazón. Salgo otra vez a fumar. Una anciana se acerca hasta mí y me tiene la mano con una moneda de 50 céntimos. Me muestro sorprendido. Al principio ella no dice nada y yo tampoco. Pero resulta que esa moneda me fue devuelta al sacar el zumo de la máquina y yo la olvidé en el cajetín.
Me vuelven a llamar. Sigo la línea verde. Ahora son dos mujeres las que se ocupan de mí tras una cortina. Estudian mis orejas con microluces y microlentes. Me hacen igualmente preguntas burocráticas, indagatorias. ¿Cuántos cigarrillos fumo a diario? ¿Operaciones importantes? ¿Alergias? ¿Alcohol? ¿Drogas? Me dicen que tengo el tímpano izquierdo desestructurado. Y otra vez me mandan a la sala de espera.
Un joven en silla de ruedas, al que le falta una pierna, absorto con su móvil. Son las 14:00 horas y el cielo está gris.
La tercera vez que me llaman es para hacerme una audiometría. Y en esta ocasión asciendo desde la planta -2 a la planta 0. También dos mujeres, que me introducen algo en los oídos, un sensor de metal al que van dotando de diferentes boquillas de goma. Una diminuta pantalla ante mí va trazando líneas verdes quebradas. Al parecer hay un problema con los pelos de mis orejas, los apartan con unas pinzas. El aparato no da los resultados que debiera. Me hacen entrar en una cabina hermética donde suenan leves pitidos que tengo que señalar mediante un micrófono.
De ahí a una nueva sala de espera, hasta las 15:00 horas, cuando la ornitolaringóloga hace acto de presencia. También ella me pide que me siente en una camilla y escruta mis oídos. Y luego, poco habladora, se limita a escribir en su ordenador y darme algunas recetas de medicamentos. Me da una cita para dentro de 10 días.
Otra línea de autobús, la nº 6, me deja en las Avenidas, cerca de mi casa, a las 16:00 horas. Como un plato preparado de pollo con boletus y hago una larga siesta. Esa noche inicio el tratamiento y, 2 días después, vuelvo a oír con casi absoluta normalidad.
Al tercer día, escucho decir que el rey ha abdicado.
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