miércoles, 18 de diciembre de 2019

OTRO DÍA DE MIERDA

OTRO DÍA DE MIERDA


"Al defecar, cuando la estocada de excremento golpea tu olfato, te asombras de la complicada máquina que somos: el final de nuestro apetito es la inmundicia."

Horacio Castellanos Moya 
Envejece un perro tras los cristales. Penguin Random House. 2010. Pág.: 171. 


Hace mil noches que duermo mal. Solo me falta una para no dormir. Seis horas, cinco, cuatro...; y las siestas fallidas, los días pesados, las horas insoportables. Un raro nerviosismo, que a cuenta de qué sucede no lo sé, provoca que me rasque constantemente el cuero cabelludo, y así mi cabeza se va llenando de costras y de heridas, y me extraña que no se inflame e infecte. Y por esa permanente sensación de inquietud y desasosiego, también la piel de mi cara se va secando y se cuartea como pellejo expuesto en la solana. Por indecisión crónica, nunca acabo de comprar la afeitadora eléctrica que necesitaría. Y sigo insistiendo con las tres hojas gillette que arrasan la epidermis hasta la dermis con la consiguiente rojez de la zona y su inevitable escozor. Para proteger la parte más sensible de mi cara, la franja comprendida entre la nariz y el labio superior, conservo allí un bigote más blanco que castaño, viejo y desordenado como yo mismo. Pero cuando alguien me pregunta por la finalidad de ese bigote, invento una razón alternativa: sirve para disimular mi larga nariz de mentiroso. Esta tarde, después de tomar un tranquilizante, un diazepam, un orfidal o algo parecido, he deambulado por el centro de la ciudad buscando el apaciguamiento que se ha hecho esperar. Tiendas y sus escaparates han ido diluyendo en contemplaciones la ira y el desencanto que sentía: botellas de vino, libros usados, lámparas encendidas. Como simples objetos decorativos, dos falsos volúmenes de madera titulados Moustache junto a tres cabezas de simio que se negaban, alternativamente, a ver, escuchar y hablar. Hubiera comprado una de esas cajas vacías decoradas con un bigote en su portada, sin saber que utilidad darle, pero he preferido pedir una copa de Toro en la segunda planta y, más tarde, otra copa de El equilibrista en el Vulcano. Mi horizonte se acerca irremediablemente. O yo me acerco a mi horizonte sin poder detenerme y meditar. Sobre la mesilla de noche, un manual de meditación y un cuaderno por escribir. Yo, que he robado tantos árboles del bosque de nuestras vidas, no soporto que alguien robe una sola hoja de cualquiera de mis tres macetas. Si algo repudio con particular encono es el egoísmo. Yo, el gran falsario, el que no soporta ya la más infantil de las mentiras. Tanto secreto inconfesable, tanta vida oculta y tanto fastidio ante la menor sospecha. Digo puntos oscuros y digo cabos sin atar. Hace mil noches que duermo mal, que sueño con subir a la terraza y echar a volar. No me daré ese gusto. Sigilosamente salgo de casa, tres gatas entre las piernas, pasada la medianoche. Y busco un local abierto, un desacostumbrado güisqui y un paquete de Camel. Ni siquiera me tiemblan las piernas. Justifican la acción llamadas a destiempo, contradicciones, la confianza perdida y el temblor ante un futuro que se preveía feliz y seguro. Cuando el suelo se mueve bajo mis pies duermo mal y las pesadillas me atacan incluso despierto. No entender y sufrir. No creer y estar vacío. Y llegar a imaginar la entrada a un templo, los altos techos, la protección y el amparo de la fe ciega. Esto ocurre cuando la desesperanza y el desengaño se imponen a otros recuerdos. Roma al final del camino, en la última posición, y todas las fotografías malogradas. ¿Cómo te van a mirar mis ojos? ¿Cómo entenderé tus palabras? Deambulando por las calles de otra imaginación y otro sueño, pago la entrada y me acomodo en el pequeño teatro de este día. Los actores, servidores, alojamientos y dominios deben salir a escena y explicarse. Para descifrar ese telón de fondo tengo que usar la lupa con luz integrada, marca Eschenbach, que me fue regalada en mi reciente cumpleaños, pues mis pupilas tan cansadas ya no ven sin ayuda. Y entretanto me ahogo en mis palabras, debo palabras a todas ellas, las que escriben y preguntan por cuestiones tan claras que yo entiendo tan confusas. La que todavía no habla dice más de lo que dice. Mientras el profuso decir no dice nada. Mañana negaré cualquier interpretación a la ligera. Sobre la mesilla de noche aguarda el cuaderno titulado Vida, aguarda la Escritura. Aborrezco el contacto humano y, sin embargo, en ese aborrecimiento hay excepciones y en las excepciones hay aborrecimientos y así hasta la mínima expresión de los aborrecimientos y las excepciones, en dosis homeopáticas, por decirlo de otra forma. Otro día de mierda cuando la información en sus excesos y defectos dibuja un laberinto sin salida que impele al condenado al orfidal, al diazepam, a la consideración de que todo en el fondo es humo de una hoguera sin el brillo de su llama. Zarza donde arde la voz de un dios cuyos mandamientos no se comprenden. Pensarán por tanto, y con razón, los posibles lectores o lectoras de este texto que el que escribe está enfadado con su críptico dios y su espinoso destino. Lo que se consume con ansiedad, lo que no se mastica bien, lo que se digiere mal. Juego de niños las traiciones del amor y la amistad. Nada comparable a la falta de confianza en uno mismo. Tiempo sin subir a la terraza, sin beberse ni fumarse la noche. Mil noches perdidas y ganadas en violentos combates de boxeo donde se mezclan los golpes y los abrazos, la deportividad en la sangre y en los cerebros agitados y rotos por el impacto de la competencia sin miramientos. De los dos en el cuadrilátero solo uno levanta los brazos mientras el otro aplaude. Esa es la versión simplificada. Las agujas del reloj no se detienen. 

Salvador Alís.   


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