martes, 31 de diciembre de 2019

BETELGEUSE

BETELGEUSE


En la última noche del año, en muchas ciudades, y desde luego en la que vivo,
se lanzan cohetes que estallan en el aire a diferente altura,
algunos se rompen en luces y todos hacen ruido. Asustan
a mis gatas porque el estruendo se multiplica por tres en sus orejas.
Pero yo, que debo estar volviéndome sordo, permanezco impasible, no me inquieto,
y ni tan siquiera miro al cielo pues tengo los ojos vueltos hacia mí mismo.

En la última noche del año, alguien o algo publica la sorprendente noticia:
una lejana estrella de nombre Betelgeuse se apaga o se oscurece
con velocidad y gran misterio. Se encuentra en la constelación de Orión,
distante de nuestra Tierra unos 600 millones de años luz.
Es una Supergigante Roja que, según datos variables y no contrastados,
tendría 12 o 20 veces la masa del sol y cuyo diámetro
lo superaría más de mil veces.

Alguien o algo entiende que este desvanecimiento puede significar
que la estrella está a punto de explotar, aunque poco después
el término cambia y se convierte en implosión. Alguien o algo sugiere
que mutaría en una Supernova y que su brillo, tan intenso,
la haría visible en el cielo diurno.

Llama la atención que la noticia se desarrolle en un presente estático,
sin precisar si, debido a su enorme lejanía,
esa luz que ahora estudian los astrónomos y el posible estallido que vaticinan
no se produjo justamente hace 600 millones de años,
y esta noche Betelgeuse (en su momento y su lugar) ya no sea lo que fue,
lo que ahora vemos, sino cosa bien distinta, o quizá haya
dejado de ser (vagando su luz sin origen ni fuente por la inmensidad
de un Universo insondable).

Leo esta información con la misma indiferencia que dedico a los cohetes
que siguen silbando sobre los tejados. Son las cuatro de la mañana
del primer día del año nuevo. La fiesta continua en muchas ciudades,
y desde luego en la que vivo. Jolgorio, disfraces, risas, imposturas
y ruido. No condeno a quienes celebran la arbitrariedad del calendario,
pero me pregunto si no estaremos exagerando una felicidad
que algunos escriben con signos de admiración,
cuando una ley superior crea y destruye el tiempo y el espacio
donde no somos, y no podemos ser, más que insignificantes
motas de polvo cósmico de otra explosión ancestral e inimaginable.

Y conste que no miro al cielo pues tengo los ojos vueltos hacia mí mismo.
En esa mirada, como en un lienzo negro
creado por no sé qué accidente o qué dios, no hay estrellas luminosas,
hay palabras blancas cuyo significado no llego a descifrar.
Cualquier posible traducción sera errónea.
Entre el último día y el primero han brotado cinco flores encarnadas
entre las hojas que luchan y sobreviven a sus parásitos.


Salvador Alís.



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