Advertencia preliminar: Si usted es o sospecha ser una persona aprensiva, mejor pase de largo y evite leer este texto.
La noche del último sábado, cuando volvía a casa en el abarrotado bus de la línea 1 desde el aeropuerto, tuve la oportunidad de escuchar una conversación ciertamente inquietante. Una pareja de mediana edad, cubanos si no me equivoco a juzgar por su acento, comenzaron a hablar de huesos y de operaciones. Al principio no les presté mucha atención, pero al encontrarse ellos a un palmo escaso de mi asiento pronto me causaron malestar, pues lo que menos me apetece, luego de soportar durante ocho horas las voces de miles de viajeros, la estridente megafonía y el ruido de los motores de los aviones, es seguir oyendo retazos de vidas, opiniones y comentarios expresados sin el debido respeto a los que comparten el reducido espacio del transporte público, habitualmente fantasías, tonterías y especulaciones. Sé que mi deseo es vano, anhelar un poco de silencio después de la jornada, y sé que para otros su deseo es irrefrenable.
La iniciativa en el relato la llevaba él. Que si los huesos humanos (¿cuáles?) eran capaces de aguantar presiones de 350 kilos; que si a un fulano le habían cortado el esternón longitudinalmente con una radial; que si los accidentes de los esquiadores eran los más graves debido a que su velocidad era un factor proporcionalmente contrario a la resistencia de sus huesos; etcétera.
Para escapar de esa charlatanería gratuita yo había intentado concentrarme en jugar una partida de ajedrez con el móvil, pero la verdad es que me estaba resultado difícil evadirme. Y de pronto la cosa se puso interesante. No sé cómo, la feliz pareja de turistas cubanos (enormes maletas dificultando el paso y sabedores, supongo, de que Raúl Castro cedería en breve la primera línea de gobierno aunque no el control del partido) pasaron de hablar de huesos a hablar de cerebros.
El hombre le contó entonces a la mujer la historia de una niña, la hija de unos conocidos, que primero empezó a sufrir intensos dolores de cabeza y luego cambió de carácter y comportamiento hasta volverse muy agresiva, mal hablada, histérica, gritona y maligna. Sí, eso fue lo que dijo, que se volvió maligna. Como sus padres no eran creyentes, en lugar de contratar a un exorcista, la llevaron al médico. Pero ese médico no pudo determinar qué le pasaba a la niña. Poco más tarde la niña murió. Y ante las dudas no resueltas, alguien decidió que era necesario (¿por qué?) hacerle la autopsia. De nuevo apareció la sierra radial en la conversación, muy efectiva y necesaria, según la mujer, para levantarle la tapa de los sesos al cadáver.
El doctor y su ayudante comprobaron tras examinar el interior de la cabeza de la niña que ésta presentaba una severa infestación de gusanos, así lo dijo el hombre, y que "esos gusanos se le habían comido ya la mitad del cerebro". En ese instante, malograda ya la partida de ajedrez y a punto de entrar en la ciudad, quise llamarles la atención, recriminarles, preguntar si no podían elegir un tema de conversación menos truculento (aunque resultaba evidente que disfrutaban con él, sobre todo el hombre, el narrador) y decirles que me estaban amargando el viaje de vuelta. Pero no dije nada, porque no me gusta hablar con extraños y porque en ese momento la mujer pulsó el botón rojo y se bajaron.
Se bajaron por la puerta delantera del bus, ellos dos y sus maletas. Y se disipó su morbosa charla. En los cinco minutos restantes hasta mi parada tuve una revelación repentina. Tal vez, pensé, esos gusanos parasitarios sean más abundantes y estén más extendidos de lo que pensamos. Tal vez en esos gusanos se encuentre la explicación de muchos comportamientos malvados o, por lo menos, anómalos. Tal vez, llegué a pensar, esos gusanos expliquen a los que mienten sin avergonzarse, a los que roban sin necesitarlo, a los que deciden guerras atendiendo a sus negocios, a los que violan por sus complejos, a los que inventan venenos, a los que no auxilian al que se ahoga, a los que matan por su poder, a los que hablan con sus dioses, a los que obedecen sin rechistar las órdenes, a los que creen que en lugar de cerebro tienen adentro de su cráneo una rosa, su encendido color y su aroma.
Lo peor de todo fue que acabé pensando si acaso yo no estaría también sufriendo esa invasión parasitaria, si acaso mis palabras no serían resultado de esa fiebre, de ese laberinto arbitrario causado en mi cerebro por alguna clase de invasores. Pero ayer, durante la siesta, tuve un sueño donde se mezclaban el amor y la pasión, la ternura y el recuerdo, el deseo y el tiempo, el abrazo y el placer. Ese sueño elemental y quizá contrario a mi presente y a mis años debe darse, no obstante, como motivo de esperanza. Y seguro que se opone a cualquier tipo de exorcismo.
Salvador Alís.
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