Positano. 15 de noviembre de 2017. Fotografía de Salvador Alís.
Un gato sube a un árbol. Esto sucede un mediodía nublado
a mediados de noviembre en la playa de Positano.
El gato persigue a un pájaro invisible,
lo ha visto agitar las alas entre las perennes hojas verdes,
visión que escapa a nuestros ojos viajeros, entretenidos:
a un lado, las casas que difícilmente se sostienen
sobre laderas grises que se precipitan hacia el mar y, al frente,
las olas que rompen los infinitos desperdicios acumulados en la arena.
El gato sabe que el árbol está vivo, y siente y sueña,
por eso asciende delicadamente por su tronco,
apoyando en él con extrema suavidad sus dos pares
de patitas almohadilladas,
y clavando sólo lo necesario las salvajes uñas en su corteza.
Nunca ha pensado el gato, ni pensará, que el árbol le pertenece,
lo usará como escala o trampolín
para alcanzar, si pudiera, al pájaro que allí, en esta hora, se detiene.
Pero el pájaro resulta ser más ágil si cabe, más listo incluso,
que el gato, y al fin echa a volar
escapando del acecho y la amenaza.
De otros árboles, más sociales, menos aislados,
cuelgan marionetas feroces
que reclaman su posesión y la libertad de su daño.
Pero también esta visión se nos niega,
pues nuestros ojos, a pesar de la oscuridad imperante,
no se han preparado para ver en lo oscuro,
para discernir entre ese follaje a los huéspedes casuales
que respetan su anidar.
Si un gato sube a un árbol,
un mediodía nublado en la playa de Positano,
es porque está en su naturaleza subir.
Las marionetas que con sus muecas forzadas
fingen la verdad de su ser, no han subido por sí mismas:
fueron colgadas intencionadamente, para ahuyentar a los pájaros
mientras el árbol muere sin solución
porque los nidos están vacíos
y el gato ya no muestra ningún interés.
Salvador Alis.
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