viernes, 13 de octubre de 2017

SÍSIFO Y LA VAGABUNDA

SÍSIFO Y LA VAGABUNDA

"Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la roca volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. (...) Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla a las cimas, y baja de nuevo a la llanura. (...) Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. (...) Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino.
Es más fuerte que la piedra." 

Albert Camus. El mito de Sísifo. Alianza. 1983. Pág.: 157, 159. 


Por desconocimiento de su nombre, y a falta de mejor palabra, la llamaré la vagabunda. Hace ya algunos meses que la veo de vez en cuando por el barrio. Y aunque desde el primer momento llamó mi atención, he tardado en darme cuenta que debería escribir sobre ella. De baja estatura y cuerpo magro; de edad indeterminada (lo mismo podría tener cuarenta que sesenta años, no menos de cuarenta, no más de sesenta); de origen desconocido y propósitos ocultos...; se mueve por las aceras, cruza los pasos de cebra y avanza de una forma peculiar. He visto y veo a otros vagabundos, gente errática y también inmóvil, sin techo y sin trabajo, sin otra ocupación que dormir (en los portales de los Bancos, en las salas de los cajeros), pedir limosna (ante los supermercados, en las calles transitadas, a las puertas de las iglesias), y compartir vinos baratos en envases de cartón (bajo la sombra de los árboles en las plazas, en los jardines, bajo los puentes y en casas ruinosas y ocupadas); pero nunca me había encontrado a nadie como ella. La vagabunda debe ser rica entre los de su condición, a juzgar por la cantidad y el volumen de sus pertenencias. Lleva consigo una plataforma de hierro cuadrada y con ruedas, sobre la que acumula maletas, cajas y bolsas, hasta superar su altura; un carro de supermercado abarrotado de las mismas cosas; un carrito de la compra, de estructura metálica recubierta de lona, tan llena de trastos que no puede cerrarse; y varios bultos sin ruedas de complicada movilidad. Para desplazarse (aunque es difícil saber de dónde viene y adónde va) se sirve de un método invariable. Primero avanza la plataforma, mediante su empuje, treinta metros; la deja ahí, sobre la acera, en cualquier sitio; retrocede hasta su punto de partida (relativo) y toma el carro de supermercado y lo lleva hasta la plataforma; vuelve a retroceder y recoge el carrito de la compra para acercarlo a sus posesiones adelantadas; y otra vez vuelve sobre sus pasos para hacerse cargo de los bultos sueltos y juntarlos con lo demás en su posición avanzada. Cuando todas las pertenencias se hallan reunidas a treinta metros de su posición inicial (relativa), vuelve a mover hacia delante la plataforma, otros treinta metros más o menos, y a repetir los movimientos detallados respecto al avance de sus posesiones; y así una vez y otra, andando y desandando el camino que a otros transeúntes, entre los cuales me incluyo, nos parece corto y fácil, pues nada nos ata ni nos pesa como a ella, la vagabunda, dado que no exponemos la parte material de nuestras vidas en cada paseo por cualquier calle, como hace ella, y encerramos bajo llave plataformas, carros, carritos, cajas y bolsas. Cuando yo salgo a dar un paseo, puedo andar diez kilómetros en un par de horas, pues nada me pesa ni me reclama. Para la vagabunda, treinta metros, con sus idas y venidas, se multiplican por siete, se convierten en doscientos diez; es decir, que mientras yo ando diez kilómetros por placer, ella andaría setenta si no quisiera perder su patrimonio. Camina siempre con determinación y fuerza, pero de vez en cuando vuelve la cabeza, la vista, para controlar lo que deja atrás. Todo lo tiene que reunir en un punto concreto y después seguir. La he observado muchas veces, pero aún no sé de dónde viene ni adónde va, no sé cuál es su camino ni su intención. Admiro que transporte su voluminosa carga con ella de esta manera tan inusual. Y al tiempo me pregunto si esta manera de transportar lo que nos importa no será para muchos de nosotros más usual de lo que nos parece. Nadie es sólo un cuerpo (más joven, más viejo) ni un alma (más libre, menos libre); nadie puede desprenderse así como así del caparazón de su tortuga, de su casa a cuestas, de su biblioteca infame, de sus palabras y silencios, de su pasado que se pesa en toneladas, de sus amores y desamores, de su memoria, de los sueños por cumplir, de sus insomnios, de sus pesadillas. Aunque también las risas presentes y pasadas precisen de una bolsa de viaje para moverse junto a uno; y pese lo suyo la felicidad disfrutada, los placeres y los días en que la ingravidez de nuestros sentidos nos hizo sentirnos pájaros. La vagabunda, estoy seguro, vuela en cortos vuelos sus treinta metros repetidos, se siente más libre en definitiva que el más libre de los caminantes, y hace lo que hace por su propia voluntad, su determinación o su locura. No creo que haya oído hablar de Sísifo y su condena. No creo que sus riquezas (relativas) sean equiparables a la roca ascendida a la montaña cuyo destino es volver a caer. Me detengo en un cruce de calles para contemplar con admiración como la vagabunda va y viene separando y agrupando lo que posee. Y entonces caigo en la cuenta de lo mucho (seguramente inmerecido) que yo poseo; y me pregunto cuál sería la medida de mi esfuerzo si yo tuviera que mover todo eso tras de mí. La pregunta fundamental, no contestada hasta ahora, es a dónde se quiere ir, pues de elegir mejor tierra quizá bastara ese equipaje, y de elegir otro cielo quizá sobrara. La lección que la vagabunda nos da es clara e incuestionable: a más carga más distancia, a más distancia mayor esfuerzo. Pero en su cara (de edad indefinida) no se evidencia ningún disgusto. Se diría que acepta sin discusión, incluso se diría que lo ha planificado así, el avanzar y el retroceder con tal de mantener unida su vida fragmentada y repartida en bolsas y cajas sobre carros, carritos y plataformas en constante movimiento. Cualquier día, a la menor oportunidad, no sólo me detendré para observarla sino que la tengo que seguir, pues su destino final me inquieta más si cabe que su transporte. En algún momento tiene que detenerse, frenar las ruedas, pararlo todo y dormir. Y en algún momento tiene que iniciar su diario deambular por el mundo, ignorante del clásico mito pero creadora, a su vez, de un mito nuevo y moderno, que dará color y ejemplo a nuestros días. Todo aquel que huye, se desplaza, emigra, busca..., llevará consigo su ligera o pesada carga de dolor, amor y nostalgia. La barca que mucho pesa mejor se hunde. Para llegar a la costa (atravesando un mar tan oscuro como las calles de este barrio), mejor lanzarse al agua vestido únicamente con la piel. Porque la piel se lleva a sí misma sin necesitar ruedas ni plataformas. La piel es un vestido todo-terreno que guarda lo esencial y se desliza con facilidad entre la adversidad y sus oponentes. Pensando en la vagabunda y en Sísifo, no llenaré del todo mi maleta en noviembre, no me dejaré llevar por un equipaje difícil de manejar. Huecos de aire para ir y volver, donde quepan experiencias inmateriales y, si acaso, tres o cuatro botellas de vino. La piedra que me condena, de eso estoy seguro, está hecha de palabras; las dejo atrás para avanzar y luego vuelvo a por ellas. Las palabras ralentizan mi viaje pero dan densidad a mi vida. La vagabunda no es capaz de perder su carga. A diferencia de ella, más libre y más pedante, yo sí podría esparcir mis palabras con un gran soplo como hojas en el otoño. Valoro a la vagabunda por su empeño, más me disgustaría reconocerme en un trayecto similar al suyo, un trayecto de ida y vuelta; y siempre temiendo perder lo que se posee, sin estar seguro de que se merece ni si vale la pena este discurso en su defensa.

Salvador Alís. 

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