Los años son cada vez más cortos; el sol está cansado;
la Tierra, alterada; la selva, avergonzada.
Y cada año muere el penúltimo león,
la penúltima posibilidad
de que el león sobreviva al desalmado asesino, al anónimo, implacable,
colectivo y gratuito cazador con rostro humano
y ojos desleales.
Pudiendo ser garantes de la vida,
somos el depredador absoluto:
Saturno enloquecido devorando a sus
hijos,
Crono devorándose a sí mismo, malos
actores en una tragedia
cuyo decorado arde desde el primer
acto.
Cuando el último león haya
muerto;
cuando el sol, cuando la Tierra, cuando
la selva miren hacia otro lado;
cuando no quede león que matar ni
fruto que morder
ni semilla que sembrar; cuando los
enjambres de drones prefieran
no ocuparse de la miel y afilar sus
aguijones;
entonces y solo entonces,
el que ahora caza tendrá conciencia de
ser
el penúltimo cazador; y verá su arma
como arma sin sentido,
y sentirá el claro temblor que
antecede a la desaparición.
Lo que Esopo nos dijo, hace ya más de dos mil quinientos años,
de nada ha servido. Negados Androcles y el león de Androcles,
¿qué nos queda por hacer?
El último cazador no será humano.
Lo que Esopo nos dijo, hace ya más de dos mil quinientos años,
de nada ha servido. Negados Androcles y el león de Androcles,
¿qué nos queda por hacer?
El último cazador no será humano.
Salvador Alís.
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