lunes, 24 de agosto de 2015

LA FLECHA INMÓVIL

LA FLECHA INMÓVIL

     Anteayer Olivia cumplió un año. Mi hija, veintinueve.
(Lo cierto es que ni la hora ni el día que figuran en estos escritos
son reales. Este poema se termina, contra el tiempo,
el 25 de agosto de 2015, a las 6:16 de la mañana.)
No fue mi cumpleaños, pero recordé que cuando mi padre
tenía mi edad
yo estaba esperando cumplir los dieciocho.
Nunca he tenido buena memoria para las fechas,
por saturación de datos históricos, como dardos afilados
mal-clavados en el calendario.
     En esa diana hay un centro, y en ese centro lo que importa.
De esa diana parte una espiral que contiene toda mi vida
y las vidas de quienes existen, para bien o para mal,
vivos o muertos, en el día veintitrés y en el día treintaiuno.
     Fechas mal escritas no significan olvido.
   
     Al cumplir los cincuenta años, dice César Aira:
"Si tuviera que hacer un resumen final, diría que el problema fue éste:
toda mi vida busqué el conocimiento, pero lo busqué fuera del tiempo,
y el tiempo se tomó venganza sucediendo en otra parte."

     En el día en que mi hija descubre el número atómico del cobre,
yo soporto el duodécimo número primo del calor estival,
mi edad corresponde al praseodimio y una mujer, en mis sueños,
vomita carbón.
En realidad ese carbón se llama neocarbón. Y entre tanto,
como si fuese lo más natural,
imagino doblar el tiempo y revivir las Conversaciones.
Imagino a Olivia, a la que no he visto fuera del vientre de su madre,
inducida a reflejar en sus ojos una única velita encendida
y duplicada. Imagino, releyendo mi primera novela
-Alexandra y Yasmín-, todo lo que sucedió entre 1986 y 1993,
años oscuros y luminosos a un tiempo.

     Muchas de esas páginas numeradas serán pasto de las llamas.
Así el fuego devorará fechas y nombres,
vivencias y circunstancias. No hablo mucho de todo ello,
no hablo lo suficiente. Pienso a menudo en quienes pudieran escuchar,
cercanos y lejanos, inevitablemente ya tan escindidos de su juventud.
Pero me acuesto cada noche (cada amanecer, en realidad)
en el silencio de mi lecho, y ocupo el hueco concreto del molde
donde me consumo.

     En estos días de tantas celebraciones y números primos,
sueño con adquirir un nuevo reloj,
pues mi Tissot ya no avanza segundo a segundo y,
aunque su zafiro permanece irrayado,
ya no puedo sumergirme con él, por pérdida de hermetismo,
a la profundidad deseada. Ese nuevo reloj sería un Zeno.

     Que Zeno equivalga a Zenón es un simple accidente.
De Zenón dice Diógenes Laercio que,
al ser detenido por el intento de derrocar a un tirano,
primero citó los nombres de los amigos del tirano como cómplices,
luego le mordió la oreja al tirano y, finalmente,
se cortó su propia lengua con los dientes y se la escupió en la cara
al tirano.

     Que "tirano" sea un adjetivo tantas veces referido al tiempo
es otra razón arbitraria. El tiempo no existe porque el movimiento puro
no existe. Esta es la paradoja de la flecha inmóvil.
La imagen de las saetas del Tissot, de los dardos en la diana.
     Y yo el metal plateado y suave que conforma las saetas.

Salvador Alís.







     

    




     
     


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