domingo, 5 de enero de 2014

UN SUEÑO / 3

     El paisaje es abrupto, espectacular y grandioso: profundos barrancos y altísimas montañas. Un pequeño pueblo animado, turístico, lleno de gente que pasea por sus angostas y empinadas calles, en mitad de una montaña; y cientos de casas desperdigadas por las laderas y las cumbres. En el fondo del barranco principal, un río transcurre lentamente formando pequeñas lagunas entre rocas.
     Rodeo con mi brazo la cintura de una mujer joven. Tengo mucho sueño y quisiera hacerle una pregunta, pero no sé cómo formularla: ¿Podemos dormir juntos? ¿Quieres dormir conmigo? ¿Puedo acostarme contigo? Etcétera.
     En un  momento dado, la tomo en brazos y nos elevamos por el aire. Al levantar el vuelo, al principio, cuesta un poco; se tropieza y se tiene que esquivar multitud de hojas y ramas de árboles que cubren gran parte de las montañas. Después todo se acelera, la ascensión es muy rápida, vertiginosa, hacia las alturas a media tarde bajo un cielo gris y entre ráfagas de viento frío.
     Luego caemos en picado. No sé si nos vamos a estrellar contra las rocas o acabaremos en el agua, pero no tengo miedo.
     Nos detenemos suavemente. A continuación estoy solo en ese pueblo medieval lleno de escaleras, túneles, arcos, muros y edificios fortificados y, sin embargo, iluminado por muchas luces, tiendas, tabernas acogedoras y multitud de paseantes. A la salida de una curva bajo un puente veo una pared vertical de piedra que escalan dos alpinistas sin piernas. Van pertrechados con todo lo necesario, vestimentas, cascos, arneses, cuerdas, nudos dinámicos, frenos, anclajes, mosquetones, magnesio; y se mueven trepando por la pared con agilidad a pesar de carecer de piernas.
      No sé por qué motivo siento un gran deseo de atemorizar a los alpinistas. Me elevo en el aire hasta su altura y comienzo a rugir, primero en un tono bajo y luego más fuerte, al tiempo que azoto con una especie de látigo a uno de ellos, el que ha quedado rezagado y apenas puede protegerse colgado de su cuerda. El látigo tiene atado en un extremo un pequeño objeto pesado, quizá un trozo de hierro o de plomo.
     Sigo teniendo mucho sueño y quisiera acostarme con la jovencita que me espera en el suelo, sólo para dormir. Esa idea, esa intimidad, me excita considerablemente.
     Al llegar al hotel donde me alojo (o se aloja), me aguardan dos detectives con anchas gabardinas marrones y sombreros anchos. Alguien me ha denunciado (no sé si por volar, atacar a los alpinistas sin piernas o pretender acostarme con la joven). Los detectives quieren interrogarme. Permanezco tranquilo.
    

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