S. A. Praga 03-11-2009 |
Detrás del rostro hay siempre una
calavera. Cada cual tiene la suya propia, pero a nadie le está
permitido contemplarla. Podemos ver las que han pertenecido a otros;
la nuestra, nunca. Y me refiero a verla directamente, no por medio de
radiografías. Además de parte fundamental de nuestro esqueleto,
¿cómo puede definirse una calavera? Sin duda es un recipiente, una
caja de huesos donde se guarda el cerebro. Pero también es un icono,
un símbolo, una señal de advertencia. Puede representar a la
muerte, indicar un peligro o recordarnos la brevedad de la vida. En
diferentes épocas y lugares, las calaveras se han usado para
construir muros, pavimentar suelos, distinguir recintos sagrados,
prohibir el paso, ilustrar museos e indagar en nuestros orígenes.
Las calaveras han estado presentes en pinturas y esculturas, en el
carnaval, en los cementerios. Y es destacable que en los bodegones
barrocos -vanitas vanitatum omnia vanitas- aparecieran con
frecuencia como inevitable desenlace. Elemento tan versátil y de
fuerza tan poderosa, ha proliferado en banderas, joyas, decoración y moda
textil. E incluso, no contentos con poseer una real, muchos la
convierten en representación y tatuaje sobre su piel. Asociada al
hambre y a la enfermedad, se muestra más claramente en la delgadez
extrema y se oculta y disimula en la obesidad. No hay duda de que,
una vez descarnada, es un objeto fascinante, ya sea sosteniendo una
vela, dando forma a una botella de vodka o recubierta de plata. Y aunque no haya dos iguales, la
diferencia entre ellas es menor que entre los rostros que las
cubrieron (quizá para indicarnos que la muerte a todos nos iguala).
Es posible que la visión no superficial y la reflexión consecuente
incomode a determinadas personas, pero aquí -por si alguien no se ha dado cuenta todavía- no se escribe para
complacer a nadie.
S. A. 06-05-13
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