domingo, 22 de mayo de 2016
CAUSA Y EFECTO
CAUSA Y EFECTO
En la noche acabada o a punto de acabar, una luz insignificante
viene desde el firmamento protegida y escondida en su velocidad
y se hunde sin dolor en el centro de tu frente,
entre tus cejas-arcos de una arquitectura inmóvil,
y siembra una semilla que en milésimas de segundo germina
y hunde raíces y alarga inverosímiles ramas como enredadera
y florece y da frutos y pierde hojas y muere y renace
y acelera las estaciones, los ciclos, las voluntades,
hilo conductor de casualidades que producen reacciones
no previstas, una sala oscura y sin aire donde la fotografía
del rostro de Louise Bourgeois ejerce el poder de su imagen
sobre sus pequeños formatos, y días después, adormecido
tras un día de duro trabajo, despiertas a un documental
sobre la franco-norteamericana y ves sus celdas, sus arañas,
y descubres que ese documental se emite con motivo
de la exposición que el Guggenheim de Bilbao
ha compuesto y dispuesto hasta el cuatro de septiembre,
razón por la cual, a las cinco de la mañana, te lanzas frenético
sobre el ordenador para conseguir un vuelo y un hotel,
decidido y arrepentido, poseído, incapaz de sustraerte
a la causa y al efecto, llamado a fijar una meta a medio plazo,
a confiar en vivir lo suficiente, a realizar ese viaje que,
a pesar de su breve intensidad, procurará largueza
a otro año que comenzó torcido o enrevesado,
y te propones, como seguro y reserva de intenciones,
construir un gato gigante, un gato que cause admiración
y temor, porque todo es inevitablemente dual,
fin y principio, azar dibujado por la máquina diseñada
para dibujar el azar, y entre la pequeña araña y la gran araña,
la sonriente Mara te vende un cuaderno hecho a mano,
papel artesanal y cubiertas de cuero, cosido en líneas rectas
y paralelas y cruces arriba y abajo, primera y última página
llamadas de agua, y la idea de tener un cuaderno uno
y un cuaderno dos, y el hecho de haber obtenido recientemente
una pluma estilográfica, refuerzan el propósito de escribir
una carta titulada vida, y al tiempo te preguntas
(o te pregunta la luz) si el gato-vivo no será más importante
que la representación del gato, y por qué la obra importa más
que el autor, por qué una nace mientras el otro muere,
por qué aunque cambie el escenario y cambie la música, nunca,
nunca cae el telón, nunca se escucha el aplauso final, nunca
se concede el perdón ni el descanso y, ni vuelto de espaldas,
puedes quitarte la máscara, mostrar tu piel maltrecha,
tu imposibilidad de ser otra cosa que el espectador
de tu papel, por más que Mara intente venderte una marioneta
articulada, vestida, ofrecida para ser usada, por más
que en la noche acabada o a punto de acabar
te reclamen los pájaros y los cantos de los pájaros
y acuestes tu cabeza-enredarera sobre la almohada hundida
por el deseo no satisfecho, por el deseo de seguir
contemplando las estrellas y que tu deslumbrante enemigo,
el sol de los últimos días, sea derrotado por la persiana
que te habla sin palabras, voz acusadora, causa y efecto:
más vale dormir cinco horas que no dormir nada...,
más vale saber algo que no saber, más vale ser que no ser,
más vale distanciarse que aproximarse,
más vale no ser claro no siendo oscuro
y apurar la copa de vino que mañana contendrá agua salada.
Salvador Alís.
En la noche acabada o a punto de acabar, una luz insignificante
viene desde el firmamento protegida y escondida en su velocidad
y se hunde sin dolor en el centro de tu frente,
entre tus cejas-arcos de una arquitectura inmóvil,
y siembra una semilla que en milésimas de segundo germina
y hunde raíces y alarga inverosímiles ramas como enredadera
y florece y da frutos y pierde hojas y muere y renace
y acelera las estaciones, los ciclos, las voluntades,
hilo conductor de casualidades que producen reacciones
no previstas, una sala oscura y sin aire donde la fotografía
del rostro de Louise Bourgeois ejerce el poder de su imagen
sobre sus pequeños formatos, y días después, adormecido
tras un día de duro trabajo, despiertas a un documental
sobre la franco-norteamericana y ves sus celdas, sus arañas,
y descubres que ese documental se emite con motivo
de la exposición que el Guggenheim de Bilbao
ha compuesto y dispuesto hasta el cuatro de septiembre,
razón por la cual, a las cinco de la mañana, te lanzas frenético
sobre el ordenador para conseguir un vuelo y un hotel,
decidido y arrepentido, poseído, incapaz de sustraerte
a la causa y al efecto, llamado a fijar una meta a medio plazo,
a confiar en vivir lo suficiente, a realizar ese viaje que,
a pesar de su breve intensidad, procurará largueza
a otro año que comenzó torcido o enrevesado,
y te propones, como seguro y reserva de intenciones,
construir un gato gigante, un gato que cause admiración
y temor, porque todo es inevitablemente dual,
fin y principio, azar dibujado por la máquina diseñada
para dibujar el azar, y entre la pequeña araña y la gran araña,
la sonriente Mara te vende un cuaderno hecho a mano,
papel artesanal y cubiertas de cuero, cosido en líneas rectas
y paralelas y cruces arriba y abajo, primera y última página
llamadas de agua, y la idea de tener un cuaderno uno
y un cuaderno dos, y el hecho de haber obtenido recientemente
una pluma estilográfica, refuerzan el propósito de escribir
una carta titulada vida, y al tiempo te preguntas
(o te pregunta la luz) si el gato-vivo no será más importante
que la representación del gato, y por qué la obra importa más
que el autor, por qué una nace mientras el otro muere,
por qué aunque cambie el escenario y cambie la música, nunca,
nunca cae el telón, nunca se escucha el aplauso final, nunca
se concede el perdón ni el descanso y, ni vuelto de espaldas,
puedes quitarte la máscara, mostrar tu piel maltrecha,
tu imposibilidad de ser otra cosa que el espectador
de tu papel, por más que Mara intente venderte una marioneta
articulada, vestida, ofrecida para ser usada, por más
que en la noche acabada o a punto de acabar
te reclamen los pájaros y los cantos de los pájaros
y acuestes tu cabeza-enredarera sobre la almohada hundida
por el deseo no satisfecho, por el deseo de seguir
contemplando las estrellas y que tu deslumbrante enemigo,
el sol de los últimos días, sea derrotado por la persiana
que te habla sin palabras, voz acusadora, causa y efecto:
más vale dormir cinco horas que no dormir nada...,
más vale saber algo que no saber, más vale ser que no ser,
más vale distanciarse que aproximarse,
más vale no ser claro no siendo oscuro
y apurar la copa de vino que mañana contendrá agua salada.
Salvador Alís.
viernes, 20 de mayo de 2016
NO DEBERÍA
NO DEBERÍA
No debería decir la verdad, porque... ¿acaso sé yo qué es la verdad?
No debería utilizar la memoria para justificar como cierto lo aventurado,
pues la memoria difiere de los hechos, relato subjetivo
que el tiempo -no yo- interpreta y expone siempre desplazado.
No debería hablar de dinero, de lo que cuesta un libro, una camisa,
un trago... Exponer los precios sólo se hace en los escaparates baratos.
Es de mal gusto y ofende, sobre todo a quienes lo poseen.
No debería hablar de sexo, de lo que he gastado, visto, jugado,
apostado y perdido. No debería mencionar que aún fluye,
que aún vive el deseo y que el deseo se transforma cada noche
en otra cosa, luces descarnadas cuando la piel se apaga.
No debería lanzar esas luces, valores, apuestas y recuerdos,
que previamente pasaron por la piedra de afilar hasta despojarlos
de todo lo que no fuera filo, corte y alma, como ataque inesperado.
No debería escribir sobre la escritura, enhebrar líneas sobre líneas
por falta de espacio o por ansiedad imparable...,
palabras que a muchos pueden quemar los ojos
y hacer que desvíen la mirada por miedo a la ceguera.
No debería desnudarme en mitad del páramo, lejos del río
donde el espejo constante del agua multiplica y deforma la desnudez,
lejos del bosque donde mi desnudez no es rival para los árboles.
No debería llegar y volver en un instante, mientras otros tienen dudas
acerca de cómo anudarse los cordones de los zapatos,
poner en relación el peso de mi cuerpo y su inteligencia impensable,
en relación mis pensamientos y la ausencia de pensamientos.
No debería hacer ostentación de la seriedad, la tristeza, la melancolía,
guardar como un secreto inconfesable las ganas de reír,
la solución ya resuelta de esta adivinanza burlesca.
No debería interesarme la ciudad, el estado, el planeta, el universo...,
preguntarme dónde acaba una y comienza el otro, si hay un fin,
si no lo hay, cuántas estrellas mueren cada mil años,
cuántos mundos son posibles, por qué no ahora, por qué después.
No debería, como de costumbre, leer textos que no entiendo,
sólo por el inenarrable goce de las sensaciones,
solo porque sentir tal vez sea preferible a entender.
No debería idolatrar las botellas, el humo blanco y el humo verde,
las pastillas para dormir, los discursos y las miniaturas...,
argumentar que la economía, la pornografía, la política y otros excesos
me procuran sueños tranquilos, agotamiento, renovación.
No debería separarme de mí mismo, dividir mi carácter,
cambiar de personalidad como si cambiase de traje,
como si poseyera unos cuantos pasaportes intercambiables.
No debería volver al pasado, rastrear las huellas, seguir a la presa...,
¿qué clase de cazador y con qué recursos, con qué armas,
haría tal cosa y con qué objetivo si el pasado ya es inalcanzable
y únicamente puede ser observado a distancia?
No debería amar sin palabras, odiar sin reparo, volar con miedo...,
pero a los pulmones del amor les cuesta ya respirar,
las agujas del odio no descansan y algún avión se estrella.
No debería soñar con el próximo viaje y sus escalas,
atravesar mares, atravesar nubes, aterrizar en islas desconocidas,
exhibir públicamente el proceso y el deterioro de los viajes
ya cumplidos y por cumplirse, el avance y el retroceso.
No debería acariciar leones, subir a las altas montañas que no existen,
adelgazar hasta caer entre las rejas de las alcantarillas,
imaginar castillos, encender un solo fuego en la oscuridad.
No debería llamar la atención, destacar, ignorar la ley...,
ensimismado, discreto, sin prestar oído a nada
que no sea esta música que suena por todas partes y suena
porque tiene que sonar.
No debería tocar la flauta, calzarme las botas del gato,
hacerme con un reducido lexikon sueco-alemán de 1937,
relegar la realidad a un segundo plano.
No debería contemplar mi rostro, las manchas, las cicatrices,
el desvanecido verde de mis ojos, los párpados caídos,
los surcos en la frente, las hojas de afeitar rotas y gastadas,
los dientes inestables, las horas de mi rostro a todas horas.
No debería evitar, olvidar, ignorar, despreciar..., buscar en la noche
mi rigidez, el gesto que me caracteriza, apoyado en el marco,
asomado a la ventana, elevado sobre la calle oscura.
No debería. Tal vez no debería. Y, sin embargo,
si no hiciera lo que hago y no fuera lo que soy, ¿cómo podría
escribir este poema, cómo podría siquiera escribir, cómo podría
vivir y sentirme vivo y no poner ya punto y final?
Escritura que me escribe -nada original, por otra parte,
mas cosa cierta-, escritura que se escribe a sí misma
a partir de mis contradicciones.
Salvador Alís.
No debería decir la verdad, porque... ¿acaso sé yo qué es la verdad?
No debería utilizar la memoria para justificar como cierto lo aventurado,
pues la memoria difiere de los hechos, relato subjetivo
que el tiempo -no yo- interpreta y expone siempre desplazado.
No debería hablar de dinero, de lo que cuesta un libro, una camisa,
un trago... Exponer los precios sólo se hace en los escaparates baratos.
Es de mal gusto y ofende, sobre todo a quienes lo poseen.
No debería hablar de sexo, de lo que he gastado, visto, jugado,
apostado y perdido. No debería mencionar que aún fluye,
que aún vive el deseo y que el deseo se transforma cada noche
en otra cosa, luces descarnadas cuando la piel se apaga.
No debería lanzar esas luces, valores, apuestas y recuerdos,
que previamente pasaron por la piedra de afilar hasta despojarlos
de todo lo que no fuera filo, corte y alma, como ataque inesperado.
No debería escribir sobre la escritura, enhebrar líneas sobre líneas
por falta de espacio o por ansiedad imparable...,
palabras que a muchos pueden quemar los ojos
y hacer que desvíen la mirada por miedo a la ceguera.
No debería desnudarme en mitad del páramo, lejos del río
donde el espejo constante del agua multiplica y deforma la desnudez,
lejos del bosque donde mi desnudez no es rival para los árboles.
No debería llegar y volver en un instante, mientras otros tienen dudas
acerca de cómo anudarse los cordones de los zapatos,
poner en relación el peso de mi cuerpo y su inteligencia impensable,
en relación mis pensamientos y la ausencia de pensamientos.
No debería hacer ostentación de la seriedad, la tristeza, la melancolía,
guardar como un secreto inconfesable las ganas de reír,
la solución ya resuelta de esta adivinanza burlesca.
No debería interesarme la ciudad, el estado, el planeta, el universo...,
preguntarme dónde acaba una y comienza el otro, si hay un fin,
si no lo hay, cuántas estrellas mueren cada mil años,
cuántos mundos son posibles, por qué no ahora, por qué después.
No debería, como de costumbre, leer textos que no entiendo,
sólo por el inenarrable goce de las sensaciones,
solo porque sentir tal vez sea preferible a entender.
No debería idolatrar las botellas, el humo blanco y el humo verde,
las pastillas para dormir, los discursos y las miniaturas...,
argumentar que la economía, la pornografía, la política y otros excesos
me procuran sueños tranquilos, agotamiento, renovación.
No debería separarme de mí mismo, dividir mi carácter,
cambiar de personalidad como si cambiase de traje,
como si poseyera unos cuantos pasaportes intercambiables.
No debería volver al pasado, rastrear las huellas, seguir a la presa...,
¿qué clase de cazador y con qué recursos, con qué armas,
haría tal cosa y con qué objetivo si el pasado ya es inalcanzable
y únicamente puede ser observado a distancia?
No debería amar sin palabras, odiar sin reparo, volar con miedo...,
pero a los pulmones del amor les cuesta ya respirar,
las agujas del odio no descansan y algún avión se estrella.
No debería soñar con el próximo viaje y sus escalas,
atravesar mares, atravesar nubes, aterrizar en islas desconocidas,
exhibir públicamente el proceso y el deterioro de los viajes
ya cumplidos y por cumplirse, el avance y el retroceso.
No debería acariciar leones, subir a las altas montañas que no existen,
adelgazar hasta caer entre las rejas de las alcantarillas,
imaginar castillos, encender un solo fuego en la oscuridad.
No debería llamar la atención, destacar, ignorar la ley...,
ensimismado, discreto, sin prestar oído a nada
que no sea esta música que suena por todas partes y suena
porque tiene que sonar.
No debería tocar la flauta, calzarme las botas del gato,
hacerme con un reducido lexikon sueco-alemán de 1937,
relegar la realidad a un segundo plano.
No debería contemplar mi rostro, las manchas, las cicatrices,
el desvanecido verde de mis ojos, los párpados caídos,
los surcos en la frente, las hojas de afeitar rotas y gastadas,
los dientes inestables, las horas de mi rostro a todas horas.
No debería evitar, olvidar, ignorar, despreciar..., buscar en la noche
mi rigidez, el gesto que me caracteriza, apoyado en el marco,
asomado a la ventana, elevado sobre la calle oscura.
No debería. Tal vez no debería. Y, sin embargo,
si no hiciera lo que hago y no fuera lo que soy, ¿cómo podría
escribir este poema, cómo podría siquiera escribir, cómo podría
vivir y sentirme vivo y no poner ya punto y final?
Escritura que me escribe -nada original, por otra parte,
mas cosa cierta-, escritura que se escribe a sí misma
a partir de mis contradicciones.
Salvador Alís.
miércoles, 18 de mayo de 2016
PUERTAS ABIERTAS
PUERTAS ABIERTAS
Hoy anunciaron jornada de puertas abiertas en museos, y decidí volver a Es Baluard (donde sólo estuve una vez) para volver a decepcionarme. No hablaré de las maravillosas vistas interrumpidas por raquíticas palmeras, de la pinacoteca de última fila, ni de la mayoría de pesadas, inmóviles y polvorientas esculturas al aire libre. Quiero señalar únicamente los pocos detalles que con gusto llamaron mi atención: un grabado de Louise Bourgeois, otro de Dalí, un pequeño ángel blanco (su cabeza, parte de un ala) pidiendo silencio, un hombre que parece surgir de un punto de luz muy lejano, un monigote de Miró y la sombra que producía en la pared, el Bou de Santiago Calatrava contra el cielo y, quizá, una colección de cuchillos de hojas nada prácticas.
Apenas llevo leídas 74 de las 296 páginas de La última posada y ya he comprado otra obra de Kertész: Diario de la galera. Me he preguntado por qué compro libros. ¿Por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas...? Creo que el libro me estaba esperando, como por casualidad, igual que por casualidad he vuelto a ver a la inglesa que fumaba en Es Baluard, una mujer madura (tal vez sobre los cuarenta años) y de una belleza extraordinaria. Ambas cosas, madurez y belleza, me interesan especialmente; el sexo (o la posibilidad del sexo) ya no.
Lo mejor del museo, sin embargo, era la terraza de su bar, con una barra en forma de U que parecía la barra de un chiringuito de playa acumulando copas usadas, huellas de copas, ceniceros llenos, servilletas de papel húmedas y arrugadas, espuma de cerveza, rodajas de limón mordisqueadas. Mucha gente en la terraza, parejas, grupos, personas solas (como yo mismo), cubriendo con sus voces una lenta canción de Chantal Chamberland. Sostenidas por la muralla, una veintena de mesillas circulares y alguna sombrilla que el viento obligaba a cerrar. He pedido un copa de vino blanco y he ocupado una de las pocas mesas libres que, casualmente, tenía la superficie pegajosa. No importa -me he dicho-, no importa, mirando las nubes y tras ellas el azul del cielo, las palmeras y tras ellas el azul del mar.
Por un instante, lo mismo que me sucede cuando leo a Kertész, me he sentido otro, alguien diferente a mi yo cotidiano, alguien que imaginé ser o que fui hace ya mucho tiempo..., y no este trabajador de aeropuerto al borde de la jubilación, atacado en consecuencia por un desdoblamiento de personalidad. Por un instante me he sentido libre, a salvo de los aviones, contemplador de pájaros.
He pensado: tengo 60 años 5 meses y 5 días; mido 173 centímetros; peso 66 kilos; camino una media de12 kilómetros por jornada; bebo entre una y dos botellas de vino al día. Soy consciente de que he bajado de peso, de que ando con una herida en el tobillo de lenta curación, de que una sensación molesta en el costado me está advirtiendo algo. No debería... Pero, puestos a pensar, hay tantos "no debería".
A mi derecha, en la terraza del bar de Es Baluard, a unos tres o cuatro metros de distancia, una mujer madura y de una belleza destacable a la que llamaré la inglesa (pues en esa lengua se ha dirigido a las camareras). Sandalias planas de cuero; las uñas de los dedos de los pies pintadas de rojo; largas y bronceadas piernas desnudas y cruzadas; un pantaloncito blanco y muy corto; una camisa azul claro con botones abiertos hasta más abajo de sus pechos; en la muñeca izquierda, una pulsera de hilos trenzados de color a juego con las uñas; en la derecha, un reloj diminuto; sobre la frente, y sujetando y echando atrás su larga cabellera rubia, unas gafas de sol. En el tiempo en que yo tomaba mi copa de vino, ella ha tomado tres, fumando sin cesar y ajena a casi todo lo que no fuese su teléfono móvil, mediante el cual leía y escribía mensajes que afectaban a su expresión, ahora sonriendo, ahora mostrando preocupación, asombro, interés.
He visto pájaros volando en grupo, dirigiéndose hacia algún lugar, con un destino, con un propósito. Y he visto pájaros solitarios y locos que, en lugar de sobrevolar el mundo, se alejaban del mundo, volando hacia las enrarecidas alturas con una obstinación inexplicable. ¿Saben ellos que al elegir esa modalidad de vuelo les espera una muerte cierta?
Parejas, grupos y personas solas; también algunos perros grises y algunos perros blancos. Y muchas voces incomprensibles negando la música. Una decena de alemanes borrachos, alegres y sentimentales, con sus gritos, cantos, movimientos deslavazados, grandes copas de balón en las manos (mojitos, gin-tonics), han ido aproximándose a la inglesa, rodeándola, mirando descaradamente su escote, enamorándose de ella. Miradas directas y primitivas, de los ojos de los machos al cuerpo de la hembra; nada que ver con mi forma sesgada de mirar. Pero la inglesa, sin mostrar incomodidad alguna, ha seguido a lo suyo, vino blanco, cigarrillos, móvil; hasta que ha sentido frío y, sin descruzar las piernas, se ha puesto una chaqueta negra. Me he levantado antes que ella, aunque ella ha salido antes que yo; entonces me he dado cuento de lo alta que era; ha cruzado el puente de Sa Riera y nuestros caminos se han separado; la he perdido de vista.
He pensado: si compro libros es por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas; por todo eso y algo más que se me escapa. Amor por las palabras, por ejemplo ahora, en esta pausa en la escritura, cuando me sirvo otra copa de vino y abro al azar el Diario de la galera: "Un personaje creado por un escritor no es un ser vivo, sino siempre única y exclusivamente un muñeco: por tanto, es una estupidez tratarlo como un ser vivo." A la afirmación de Kertész, incuestionable, me atrevería a añadir: incluso si el personaje es el propio escritor que se recrea a sí mismo.
Después de atravesar el centro de la ciudad por las viejas y estrechas calles empedradas, cuando me disponía a subir la Cuesta del Teatro, la he vuelto a ver, a la inglesa. Su chaqueta negra apenas le cubría el tercio superior de los muslos. Con la evanescente luminosidad de la tarde-noche he creído ver que de su cara se desprendía otra cara, más bella incluso, felina. De nuevo la he vuelto a perder. Entonces he entrado en Babel y, en cuestión de minutos, he tenido en mis manos el libro.
¿Será porque echo de menos la amistad, o al menos una amistad verdadera, por lo que compro libros de autores a los que sí pueda considerar mis amigos? Con ellos establezco intensas relaciones, un diálogo al que nunca afectan la traición ni las expectativas de ganancia. Ninguno de los elegidos me ha decepcionado. Una soledad también elegida necesita de los libros para prescindir de los personajes. El placer de la lectura y el anti-placer del trabajo; la noche y el día. Lo curioso de algunos libros es que avanzan las respuestas antes de que el lector formule las preguntas.
Dije que el sexo ya no me importa y no es del todo cierto, tendría que explicarlo. Lo que los alemanes borrachos veían en el escote de la inglesa no es lo mismo que yo veía. No me importa la sexualidad real, pero sí alguna forma de sexualidad virtual, imaginada, soñada, tal vez poética. En el grabado (o dibujo) de Dalí, una mujer y un hombre desnudos; ella saca la lengua y el la mira con un solo ojo. Así la miraba yo, con un solo ojo, mientras el otro seguía el vuelo de los pájaros. La serenidad de la madurez, de la belleza, de la lectura. La desazón y la intranquilidad de las puertas abiertas.
Salvador Alís.
![]() |
Louise Bourgeois |
Apenas llevo leídas 74 de las 296 páginas de La última posada y ya he comprado otra obra de Kertész: Diario de la galera. Me he preguntado por qué compro libros. ¿Por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas...? Creo que el libro me estaba esperando, como por casualidad, igual que por casualidad he vuelto a ver a la inglesa que fumaba en Es Baluard, una mujer madura (tal vez sobre los cuarenta años) y de una belleza extraordinaria. Ambas cosas, madurez y belleza, me interesan especialmente; el sexo (o la posibilidad del sexo) ya no.
Lo mejor del museo, sin embargo, era la terraza de su bar, con una barra en forma de U que parecía la barra de un chiringuito de playa acumulando copas usadas, huellas de copas, ceniceros llenos, servilletas de papel húmedas y arrugadas, espuma de cerveza, rodajas de limón mordisqueadas. Mucha gente en la terraza, parejas, grupos, personas solas (como yo mismo), cubriendo con sus voces una lenta canción de Chantal Chamberland. Sostenidas por la muralla, una veintena de mesillas circulares y alguna sombrilla que el viento obligaba a cerrar. He pedido un copa de vino blanco y he ocupado una de las pocas mesas libres que, casualmente, tenía la superficie pegajosa. No importa -me he dicho-, no importa, mirando las nubes y tras ellas el azul del cielo, las palmeras y tras ellas el azul del mar.
Por un instante, lo mismo que me sucede cuando leo a Kertész, me he sentido otro, alguien diferente a mi yo cotidiano, alguien que imaginé ser o que fui hace ya mucho tiempo..., y no este trabajador de aeropuerto al borde de la jubilación, atacado en consecuencia por un desdoblamiento de personalidad. Por un instante me he sentido libre, a salvo de los aviones, contemplador de pájaros.
He pensado: tengo 60 años 5 meses y 5 días; mido 173 centímetros; peso 66 kilos; camino una media de12 kilómetros por jornada; bebo entre una y dos botellas de vino al día. Soy consciente de que he bajado de peso, de que ando con una herida en el tobillo de lenta curación, de que una sensación molesta en el costado me está advirtiendo algo. No debería... Pero, puestos a pensar, hay tantos "no debería".
A mi derecha, en la terraza del bar de Es Baluard, a unos tres o cuatro metros de distancia, una mujer madura y de una belleza destacable a la que llamaré la inglesa (pues en esa lengua se ha dirigido a las camareras). Sandalias planas de cuero; las uñas de los dedos de los pies pintadas de rojo; largas y bronceadas piernas desnudas y cruzadas; un pantaloncito blanco y muy corto; una camisa azul claro con botones abiertos hasta más abajo de sus pechos; en la muñeca izquierda, una pulsera de hilos trenzados de color a juego con las uñas; en la derecha, un reloj diminuto; sobre la frente, y sujetando y echando atrás su larga cabellera rubia, unas gafas de sol. En el tiempo en que yo tomaba mi copa de vino, ella ha tomado tres, fumando sin cesar y ajena a casi todo lo que no fuese su teléfono móvil, mediante el cual leía y escribía mensajes que afectaban a su expresión, ahora sonriendo, ahora mostrando preocupación, asombro, interés.
He visto pájaros volando en grupo, dirigiéndose hacia algún lugar, con un destino, con un propósito. Y he visto pájaros solitarios y locos que, en lugar de sobrevolar el mundo, se alejaban del mundo, volando hacia las enrarecidas alturas con una obstinación inexplicable. ¿Saben ellos que al elegir esa modalidad de vuelo les espera una muerte cierta?
Parejas, grupos y personas solas; también algunos perros grises y algunos perros blancos. Y muchas voces incomprensibles negando la música. Una decena de alemanes borrachos, alegres y sentimentales, con sus gritos, cantos, movimientos deslavazados, grandes copas de balón en las manos (mojitos, gin-tonics), han ido aproximándose a la inglesa, rodeándola, mirando descaradamente su escote, enamorándose de ella. Miradas directas y primitivas, de los ojos de los machos al cuerpo de la hembra; nada que ver con mi forma sesgada de mirar. Pero la inglesa, sin mostrar incomodidad alguna, ha seguido a lo suyo, vino blanco, cigarrillos, móvil; hasta que ha sentido frío y, sin descruzar las piernas, se ha puesto una chaqueta negra. Me he levantado antes que ella, aunque ella ha salido antes que yo; entonces me he dado cuento de lo alta que era; ha cruzado el puente de Sa Riera y nuestros caminos se han separado; la he perdido de vista.
He pensado: si compro libros es por amor, por amistad, por soledad, por placer, por manía, por búsqueda de respuestas; por todo eso y algo más que se me escapa. Amor por las palabras, por ejemplo ahora, en esta pausa en la escritura, cuando me sirvo otra copa de vino y abro al azar el Diario de la galera: "Un personaje creado por un escritor no es un ser vivo, sino siempre única y exclusivamente un muñeco: por tanto, es una estupidez tratarlo como un ser vivo." A la afirmación de Kertész, incuestionable, me atrevería a añadir: incluso si el personaje es el propio escritor que se recrea a sí mismo.
Después de atravesar el centro de la ciudad por las viejas y estrechas calles empedradas, cuando me disponía a subir la Cuesta del Teatro, la he vuelto a ver, a la inglesa. Su chaqueta negra apenas le cubría el tercio superior de los muslos. Con la evanescente luminosidad de la tarde-noche he creído ver que de su cara se desprendía otra cara, más bella incluso, felina. De nuevo la he vuelto a perder. Entonces he entrado en Babel y, en cuestión de minutos, he tenido en mis manos el libro.
¿Será porque echo de menos la amistad, o al menos una amistad verdadera, por lo que compro libros de autores a los que sí pueda considerar mis amigos? Con ellos establezco intensas relaciones, un diálogo al que nunca afectan la traición ni las expectativas de ganancia. Ninguno de los elegidos me ha decepcionado. Una soledad también elegida necesita de los libros para prescindir de los personajes. El placer de la lectura y el anti-placer del trabajo; la noche y el día. Lo curioso de algunos libros es que avanzan las respuestas antes de que el lector formule las preguntas.
Dije que el sexo ya no me importa y no es del todo cierto, tendría que explicarlo. Lo que los alemanes borrachos veían en el escote de la inglesa no es lo mismo que yo veía. No me importa la sexualidad real, pero sí alguna forma de sexualidad virtual, imaginada, soñada, tal vez poética. En el grabado (o dibujo) de Dalí, una mujer y un hombre desnudos; ella saca la lengua y el la mira con un solo ojo. Así la miraba yo, con un solo ojo, mientras el otro seguía el vuelo de los pájaros. La serenidad de la madurez, de la belleza, de la lectura. La desazón y la intranquilidad de las puertas abiertas.
Salvador Alís.
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