Quisiera ser optimista, tener de mi lado la verde esmeralda,
cambiar mi vieja piel por agua fría, creer
que cuando un pájaro cae, detenido en el aire por nube malsana,
no muere, y dejando inerte su cuerpo en la tierra o el asfalto
prosigue su vuelo.
Quisiera esperanzado complicar un poco más mi voz,
hasta que los distraídos presten atención
y los que huyen vuelvan la cara y vean aquello que les persigue.
Y de tal forma y en consecuencia, buscar siempre el mar
porque el mar me alegra y estremece.
Quisiera entonces obtener del paseo de esta tarde su provecho:
Escaleras de granito y cantos rodados,
pinos, palmeras, y un cielo de fondo aguado y gris y turbio.
Dos músicos, flauta y guitarra, y la clara entonación
de una cantante adolescente.
Las luces de un decrépito barco oxidado aún apagadas.
Y la inocente jauría de perritos blancos
que se reconocen y saludan con hocicos húmedos y colas vibrantes.
La ciudad también se mueve y agita,
igual que los discordantes vestidos rojos donde baila la brisa
de las modelos que, sobre inestables tacones,
suben y bajan incansables las escaleras de piedra gastada
mientras son grabadas por ojos incisivos.
Finales de agosto o mediados de septiembre,
temperaturas altas, el sol que va y viene, la humedad elevada
en encendidos atardeceres de vino tinto,
las nubes negras y las sombras desdibujadas
ante la extraña multitud de ojos rezagados de su mirada.
El despiste y la muerte, desde esta orilla y en esta hora,
interpretando su falso dueto improvisado.
La flauta y la guitarra ya no suenan y la cantante
acepta monedas a destiempo.
Un perro negro, imponente como una gárgola,
ladra con insistencia.
Los focos que van a iluminar la catedral se activan.
El viejo barco sin apenas luz se aleja y se pierde.
Y por más que se intenta, el horizonte no se ve.
Tras este impulso de aparente verdad declamada:
el olvido y la muerte.
Salvador Alís.
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