miércoles, 19 de agosto de 2020

ESTE MUNDO Y AQUEL MUNDO

ESTE MUNDO Y AQUEL MUNDO


Ayer, en La Casa del Libro, abrí entre otros el compendio de Schopenhauer titulado Parábolas y Aforismos, porque leer de tal forma no tiene precio y, aunque la lectura sea necesariamente breve, siempre algo se aprende y algo se pega a la memoria. No citaré al pie de la letra esa lectura selectiva, mas sí lo que recuerdo: que este mundo es el infierno donde algunos somos las almas atormentadas y otros somos los demonios.

Fui a La Casa del Libro buscando alguna de las colecciones de cuentos de Thomas Ligotti, en concreto Noctuario -por ser una edición barata-, pero no tuve suerte. Ligotti no es un autor de éxito ni sus obras son best-sellers. Mejor así, puesto que entre no leerlo o leerlo mal seguro que él prefiere seguir en su zona de oscuridad.

El título de esta entrada (este mundo y aquel mundo), merece una explicación. En realidad no hay dos mundos, ni más de dos, ni mundos diferentes. Pero el cuchillo del tiempo, afilado a su pesar en el abrasivo barro de la actualidad, separa al mundo en mitades, en cuartos, en octavos y en fragmentos hasta donde la imaginación alcance.

La economía y la ideología, basadas en calculadoras obsoletas e ideas preconcebidas, configuran un mundo sometido a las apuestas, al genio analítico y al imperio del azar. Cuatro ases o cinco tréboles no bastarán para superar a los rivales. ¡Cuándo aprenderán los especuladores que este mundo no se juega en una mesa de póker sino en un tablero de ajedrez!

En ese tablero aumentado, ni siquiera a la escala del mundo (pues bastaría que representara tan solo a esta ciudad), los peones negros creen que su deber pasa por defender al rey blanco y los peones blancos se esmeran en defender al rey negro. Ni unos ni otros, peones negros o blancos, cuestionan la existencia de los reyes. Ambos se equivocan en la elección de sus colores. Y aunque eligieran los correctos, también se equivocarían.

¿Dónde quedó aquel mundo sobre un tablero de papel pintado, aquel mundo donde el murciélago dormitaba en su cueva y la lagartija meditaba pegada a una piedra bajo el sol? ¿Aquel mundo donde cada hormiga transportaba su grano de arroz o su brizna de hierba? ¿Aquel mundo de carreteras inmutables y barrancos que se adaptaban, verano tras verano, a nuestros pies descalzos?

Este mundo tan extraño y por sorpresa, cuando el mero cruce con el otro nos repele y nos repugna, enmascarados, mezclados, contaminados y contaminantes. Aquí cabe citar al precoz nihilista y su tesis: apenas somos una nada consciente de sí misma. Pero la raíz del problema (ser lo que somos) no está en esa consciencia sino en el hecho de ignorar que este mundo es más complejo que su representación.

Después de un mes sin entradas, ayer pensé cómo serían las diez siguientes: los cien libros que quiero releer antes de morir (entrada dividida en diez capítulos). No albergo muchas esperanzas respecto a la tarea, pues este mundo y aquel mundo se oponen a mis deseos. En todo caso, por si no fuera posible más tarde y de la manera adecuada, diré que la mejor novela que jamás he leído (y he leído miles), según mi opinión y mi gusto, se titula La pared. La escribió Marlen Haushofer, y fue publicada en 1963 (en aquel mundo). La leí dos veces en la edición española de Siruela, titulada El muro, prestada por una biblioteca pública, pero ahora, un vez he sabido de su reedición por Volcano, he decidido comprarla para leerla una vez más y poseerla como objeto literario y nexo que pueda reunir y reúna aquel mundo y este mundo.

Hace un mes que no duermo más de cinco horas diarias. Será tal vez por el calor, por los imperativos de la nueva realidad, por el trabajo sometido a tantas condiciones adversas, por el hartazgo de informaciones e interpretaciones distintas. Y sin embargo, restando minutos al sueño y sus pesadillas, confesaré que estoy releyendo La conspiración contra la especie humana, de Thomas Ligotti. Y que, influido por esta lectura, he proyectado construir mi propia marioneta.

Así se inicia una breve recopilación de Epicteto: "La felicidad y la libertad comienzan con la clara comprensión de un principio: algunas cosas están bajo nuestro control y otras no. Sólo tras haber hecho frente a esta regla fundamental y haber aprendido a distinguir entre lo que podemos controlar y lo que no, serán posibles la tranquilidad interior y la eficacia exterior."

Tentado por la actualidad (este mundo), abro una botella de O Luar do sil, su tapón de cristal, y esta Biblia imaginaria donde su Apocalipsis se manifiesta a través de los falsos profetas: "Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el cielo y la tierra pasaron y el mar ya no existe."

Los falsos profetas y los iluminados. Donde antes reinaba el cerezo, el nogal o el lidonero, ahora despegan y vuelan otras naves espaciales. Si este mundo se acaba, que nadie se inquiete pues existen otras alternativas. Los milmillonarios nos ofrecen abandonar la nave, esta estructura agujereada y rota llamada Tierra, y viajar (bajo su módico precio e increíbles condiciones) a cualquier isla espacial natural o artificial.

Aquel mundo de la infancia, verde y azul y dorado en el verano. Aquellas primeras lecturas políticas (Principios elementales y fundamentales de filosofía, de Georges Politzer), aquella noria, aquella escopeta, aquel primer amor. Y este mundo fallido, equivocado, donde el amor es perseguido, donde sobre el balin de plomo se impone la mira telescópica, y a las vueltas sobre vueltas de un juego mareante se opone el niño descreído y el adulto que no olvida.

Todo contacto humano, en este mundo, me causa aversión. Los unos por idiotas e irresponsables, los otros por desconocidos. El otro es siempre una amenaza, el portador de la antorcha, el que imita a la cucaracha y se convierte en plaga.

Una vez grabada mi voz y más tarde escuchada, me disgusta su tono, su timbre, el efecto sonoro que mis palabras producen en mí. Pero en este mundo tus palabras suenan profundas y verdaderas, como si tu voz y el eco de tu voz fueran lo mismo.

Aquel mundo y aquella juventud. Aquellas fotografías, caricias, palabras dichas, cartas escritas. Aquellos viajes nocturnos en ferrocarril, botella de brandy acabada. Aquella habitación con ventana, aquel humo y aquel sueño.

No se escribe (o no se debe escribir) para nadie. Uno no debe leerse a sí mismo. Y nadie debe darse por aludido. En aquel mundo, estas premisas quizá valieran. En este mundo no valen. En aquel mundo las cuevas y los árboles, la montaña, el río y el puente. En este mundo un perro defecando en la terraza, discusiones que no acaban.

Dice Ligotti: "No es el amor, la compasión, el humanismo o los sentimientos fraternales lo que salvará a la humanidad. No, nada de eso. Lo que puede salvarnos, si algo puede, es el puro terror de la extinción."

¿Pero quién es consciente y quién teme a su destino? ¿Nadie en este mundo? Toda verdad tiene su explicación y su autoría: "El aire pasa a través de aquello mismo que le divide, y no solamente se derrama en derredor y circunscribe los cuerpos, sino que los penetra." Lo que al parecer dijo Séneca, dos milenios atrás, habría que considerarlo hoy bajo la luz de esta epidemia.

Mal momento para nacer, tiempos difíciles según algunos. Si uno revisa la Historia con mayúsculas, ¿cuál hubiera sido la hora propicia? Este mundo no es aquel mundo. Esta verdad, llevada en volandas hasta su paradoja, dice que "la carne, mejor a la brasa". Y mejor aún "la carne cruda".

Pasan los años y parece que no pasan. Crecen los que nacieron. Envejecen los que envejecen. Y uno aprende que, si ha de morir más pronto que tarde, ningún pensamiento nihilista o negativo le impedirá abrir sus botellas en reserva: el primer blanco de la Ribera del Duero y el botrítico italiano sustraído a cualquier contaminación.

Vino y vida se parecen y tienen más en común de lo que sugiere este mundo.

Un sol verdadero se eleva sobre un falso horizonte. Aquel mundo simple y este mundo complejo.


Salvador Alís.












  






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