En noviembre de 2019, en una noche de tregua en aquella semana de lluvia,
paseamos por una Piazza Navona atestada de turistas.
Terrazas frente a las fuentes, fotografías fallidas y antigüedades inalcanzables.
Lo diré de una vez y de corrido: No creo en nada.
Abro los ojos cuanto puedo, duermo poco,
leo mucho (más de lo debido), considero los hechos
(pero los hechos no son concluyentes),
comparo las opiniones y, a veces,
me dejo llevar por los sentimientos.
Pero no creo en nada.
Soy un escéptico sin solución
y mi gran cualidad es la indiferencia.
A veces finjo interesarme por tal o cual cosa,
por alguna persona, animal doméstico o salvaje,
una piedra, un árbol, una sombra o una estrella.
A veces emprendo viajes con sincera ilusión,
y voy de aquí para allá negando la experiencia.
¿Qué me aportaron las pirámides
que no supiera ya, por Brecht, muchos años por delante?
¿Que los magos deciden en nombre de los dioses,
que los faraones y reyes ordenan,
que finalmente son los esclavos quienes ejecutan?
¿Qué me dijo Roma que no me hubiera dicho Montanelli?
Más de lo mismo. Pero no creo en nada.
Ni en los mausoleos a la muerte
ni en los encargos de un cosmos insondable.
Ni mucho menos en una inmortalidad merecida.
No creo en el tiempo,
ni tampoco en esta línea que transcurre
de un principio enigmático hasta una supuesta finalidad.
Si acaso, porque todo tiene su excepción,
reclamaré para mí el acto de la escritura
y lo que en ella crece o puede crecer
(como las flores con la música de la primavera):
las bellas palabras y sus fragantes significados.
Salvador Alís.
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