ANÁLISIS
POLÍTICO DESACTUALIZADO / SEGUNDA PARTE
"El
poder político es simplemente el poder organizado de una clase para
oprimir a otra."
Karl
Marx.
ADVERTENCIAS
PRELIMINARES
Primera:
Si un sólo adjetivo pudiera definir al que escribe, ese adjetivo
sería "escéptico".
Segunda:
No creer en nada no significa no tener un objetivo, ser presa de un
impulso, intentar la consecución de un fin, ser creativo.
Tercera:
Todo lo que ha sido importante de una u otra manera en la historia,
todo lo que ha significado, y por mucho que haya caído en el olvido
o, deliberadamente, haya sido ocultado, vuelve cuando tiene que
volver, a veces con mayor beligerancia, ímpetu o énfasis,
asombrando hasta a los escépticos.
Cuarta:
La vida vivida -al menos así lo creía el escritor- hizo a la figura
del padre "imperturbable". Hasta que la muerte reclamó el
fruto de su semilla, fruto que no había sido mostrado, que no había
crecido hacia la luz sino bajo tierra.
Quinta:
La frase más simple no será entendida si previamente no se ha
enfrentado uno a cientos de miles o millones de frases complejas.
Sexta:
La diferencia entre ver y no ver no la establece la posibilidad de la
inversión sino el entrenamiento en la observancia de los pájaros
que vuelan tan alto, tan lejos (Samuel Beckett).
Séptima:
Jamás he sido marxista. Pero no lo he sido después de leer Das
Kapital (escrito por Marx en colaboración con Engels) y otras obras
menores de uno y de otro y de ambos.
Octava:
Evaluando conocimientos antiguos, poniendo a prueba mi memoria, hallo
a través de los actuales procedimientos de búsqueda esta cita
atribuida a Marx:
"...el
trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en
su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se
siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía
física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su
espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del
trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no
trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así,
voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la
satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para
satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño
se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe
una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo
como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se
enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último
término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo
en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que
cuando está en él no se pertenece a sí mismo, sino a otro. Y ese
pertenecer a otro, es la pérdida de sí mismo."
Novena:
Jamás he sido creyente, más bien incrédulo, pero me he confesado
ante otros que representaban algo más de lo que a simple vista podía
verse. Confesar y confiar es un error histórico, lo que puede
apreciarse "históricamente", es decir: con el paso del
tiempo, en las reflexiones finales.
Décima:
Si el escritor es un centro serían necesarios varios dibujos para
presentar, mediante esquemas parciales, la totalidad de sus
intereses, referencias, relaciones, caminos, otros centros,
ocupaciones, problemas, paisajes, argumentos, personajes, partidas
pendientes...
Todos
los profesores de la Universidad en la que cursé mis estudios eran
marxistas; todos menos dos: el profesor de Literatura Española y el
profesor de Historia de la Economía. El primero leyó mi primer
cuento, titulado "El idiota" (nada que ver ni en la forma
ni en el fondo con El idiota de Dostoievski); con el segundo mantuve
encendidas discusiones en un aula que recuerdo inmensa, de suelo
curvado que se elevaba conforme retrocedía, en la que los profesores
solían utilizar micrófonos y altavoces para hacerse oír.
Ya
creo haber dicho (o confesado) que nunca he leído nada de
Dostoievski. Tampoco leí las novelas que iba publicando mi profesor
de Literatura. Quedé con él una tarde, fuera de la Universidad, en
un café, para escuchar su opinión y sus críticas a mi cuento. No
guardo una memoria fiable de lo que me dijo aquella tarde, pero me
aventuro a decir que me animó a corregir, no a seguir escribiendo.
Mi cuento (el primero de una serie no muy extensa) trataba de un
verdadero idiota que se enamora sensualmente de una mujer y la sigue,
en una calurosa tarde de verano, hasta el río donde ella pretendía
bañarse, y a la orilla de ese río la mata golpeándole la cabeza
con una piedra. Quizá el argumento real variase del expresado, pues
el cuento se perdió y lo que uno describe son apenas figuras en la
niebla.
A
pesar de no haber leído a Dostoievski, el escritor confiesa (o
reconoce) que ante su figura literaria siente atracción y
fascinación. Utilicé su rostro en un collage, y leí páginas y
páginas alrededor suyo, sobre él, su vida, sus novelas y
circunstancias. Memorias del subsuelo es una obra que interesa
particularmente al escritor (y que se une a El mundo de ayer en su
"lista de libros por comprar y leer"). Comienza así:
"Soy
un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que
padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad.
Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele. Ni me cuido ni
me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la
medicina y los médicos. Además soy extremadamente supersticioso...,
lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un hombre
instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.) Si no
me cuido, es, evidentemente, por pura maldad. Ustedes seguramente no
lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo
explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy
bien que no se lo hago a los médicos al no permitir que me cuiden.
Me perjudico sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso
sé que si no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me
alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más todavía. Hace ya mucho
tiempo que vivo así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo
cuarenta. He sido funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso.
Era grosero y me complacía serlo. Ésta era mi compensación, ya que
no tomaba propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia pero no la
suprimiré. La he escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la
quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.) Cuando alguien
se acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba
los dientes y sentía una voluptuosidad indecible si conseguía
mortificarlo. Lo lograba casi siempre. Eran, por regla general,
personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero
también había a veces entre ellos hombres presuntuosos,
fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no
quería someterse, e iba arrastrando su gran sable de una manera
odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y
finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en
la época de mi juventud. Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que
excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil
y estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo
en que mi bilis se derramaba con más violencia, que yo no era un
hombre malo en el fondo, que no era ni siquiera un hombre amargado,
sino que simplemente me gustaba asustar a los gorriones."
¡"asustar
a los gorriones"! -si Dostoievski escribió realmente el párrafo
que antecede- ¡qué perfecta manera de describir lo que hace (o
consigue hacer) en realidad un escritor!
Sé que no soy un
malvado, aunque tal vez sí padezca del hígado. No me cuido como
debiera, es cierto, y de ahí podría derivarse la conclusión de que
no soy yo, sino mi enfermedad, quien escribe. Tampoco los pueblos,
las sociedades, las naciones (el mundo entero) cuidan de su hígado.
Y entonces acontece lo que acontece. Pedigüeños y fanfarrones
acuden a mí (los conozco tan bien, tan íntimamente) en busca de mi rechazo. Lo ignoro
casi todo acerca de su enfermedad, salvo algunas certezas de
imposible discusión:
Si en cada hogar
humano viviesen tres o cuatro gatos, el mundo mejoraría, ya que los
gatos no conocen la maldad y rara vez sufren del hígado. Trasmiten
paz, demandan respeto, facilitan la ternura y muestran la forma más
simple y eficaz de establecer duraderos vínculos de amor.
Los políticos y los
poderosos no tienen hígado, sino una roca cristalina y oscura,
insensible y fría.
La parodia que el
poder hace de sí mismo (en nuestros días) no es ninguna novedad.
Basta ir a los clásicos para constatar que esta comedia ya se
representaba en Grecia y en Roma, en China y en Babilonia, en Egipto,
en Persia y en Tikal (ciudad de las voces).
Tanto la tragedia
como la comedia (véase Nietzsche o Bernhard) utilizan máscaras. Una
de las funciones principales de la máscara es distraer, pero también
provocar la risa y el miedo. Sólo las máscaras neutras, las
máscaras de la calma y el silencio y algunas máscaras Nô, producen
otro efecto, pero ese efecto es indescriptible. Si no hay rasgos ni
miradas (los ojos se precipitan al fondo de su capacidad de ver), la
máscara que nos ve no demuestra ninguna pasión.
El vino que acompaña
esta noche al que escribe se llama Lacrimae Rerum. Bien sabe él que
está perdiendo la vista, y no obstante aún puede apreciar el rojo
claro de su potencia; aún se entrena cada jornada laboral contando
las hormigas de una fila, las filas de hormigas de una página, las
páginas de un hormiguero..., para adiestrar sus ojos en la
indeterminada tarea de escribir.
¿Alguna vez el escritor se ha sentido pedigüeño y fanfarrón? Alguna vez. Pero nunca ha sido ni se ha sentido funcionario. Un hombre libre limitado por sus limitaciones. Frente a la noche y a la profunda libertad de la noche, la Universidad. Al menos obtuvo de ella una bibliografía, un mapa para orientarse en el laberinto de la historia.
ADVERTENCIA FINAL
Al poderoso César
lo mató un simple puñal. Cicerón ofreció su cabeza al Segundo
Triunvirato, cuando podía haber elegido abandonar la mediocre
encomienda que se hizo a sí mismo (defender lo indefendible: la
República y la Democracia) y escribir poemas en alguna villa
discreta de alguna discreta isla griega, rodeado de uvas y algún que
otro esclavo fiel, quizá una esposa joven, quizá un alumno
aventajado. Según Zweig, Cicerón estableció en su tratado De
senectute que "un hombre viejo no tiene derecho a buscar la
muerte ni a aplazarla." Zweig no siguió su consejo. El que esto
escribe, que estudió latín en los cursos quinto y sexto de
bachiller -cuando contaba 15 y 16 años-, piensa que la cuestión
política es además una cuestión vital.
"Neque turpis
mors forti viro potest accedere."
"Ut cum
dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus."
Salvador Alís.
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