miércoles, 3 de agosto de 2016

LA VIDA DIFÍCIL (REVISADA)

LA VIDA DIFÍCIL (REVISADA)
"El <<yo>> se vuelve contra sí mismo,
desata en su propia contra una agresión moralmente condenatoria,
y de ese modo queda inaugurada la reflexividad."
Judith Butler.

Hoy he comprado mi segundo libro de Slawomir Mrozek (una vez más, pido disculpas por la complicada ortografía de su nombre). El primero me duró dos noches; espero que éste dure por lo menos cuatro. El precio no importa, equivale a dos copas de buen vino, a media botella, y eso ¿qué es? Se titula, al igual que esta entrada: La vida difícil, y el capítulo inicial, "La revolución", ya me ha desarmado y predispuesto a su lectura. Reconforta saber que uno no es el único loco, cínico, desencantado, provocador, desafiante, absurdo o fracasado en este juego de dimes y diretes, en esta confrontación entre "decir lo que se piensa" y entender "lo ya pensado" (suponiendo, desde luego, que en este lance exista el pensamiento).

Hoy he comprado, en una librería de viejo, una joya en dos planos: una fotografía fechada en 1905 de una niña llamada Irene Friberg. Esa fotografía, y el poema que ha suscitado, se verán más tarde, en la entrada que llevará su nombre. Respecto a la fotografía misma: decir que es ovalada, en tonos sepia, pegada a un cartón rectangular vagamente verdoso, nombre y fecha escritos a lápiz, y que "solamente" he pagado por ella ¡cinco euros!, dos copas de vino barato, un billete de autobús.

Voy de un lugar a otro (tengo esa costumbre) sin objeto y sin razón. Mis paseos no dependen de ningún mapa estudiado de antemano, de ninguna intención programada. Pero al final, según haya ido la caza, puedo reivindicar -estoy en mi derecho- la aventura realizada que me conduce a tal objeto (la fotografía de Irene Friberg) y a tal razón (el poema que de esa fotografía nace).

Hoy ha sido un día largo y complicado. Para empezar, una asamblea de trabajadores (más asistentes de los esperados y menos de los necesarios). Unanimidad casi total, a no ser por un voto en contra y sus motivos, sobre los que podría extenderme ahora, pero no -sin más explicaciones. Y eso que me encantan las ideas o propuestas a contracorriente, en cuya defensa me ofrezco como ejemplo. Pero la diferencia -siempre hay una diferencia- consiste en separar el trigo de la paja: ideas fijas y a la contra, frente a ideas a la contra después de darle una vuelta más a la tuerca. Supongo que los curiosos, los ocupados y entretenidos, al llegar a este párrafo (en el caso de que lo leyeran) renunciarán a su ansiedad por hallar las frases hechas, las ideas simples que directamente pudieran afectarles, dado su sentimiento (interiorizado o negado, según el caso,) por no haber hecho acto de presencia y exponer sus argumentos como sí los ha expuesto el que ha votado en contra.

Escribo estas notas en "el bloc de notas" de mi Huawei, sentado en la terraza del "Pato Laqueado", mientras disfruto de un perfecto pollo al limón, media botella de rioja blanco de 2011, servido en una cubitera con hielo (que, para mi sorpresa, se ha conservado y ha evolucionado perfectamente), y entretenido con las vistas: una oronda china, frente a mi mesa, con los ojos cerrados y las piernas abiertas (no hay problema: lleva pantalones cortos); otra china más delgada sorbiendo fideos (los labios de un color rojo muy oscuro, casi azules, en forma de “O”); ciclistas negros que pedalean en la noche (en busca de ¿qué?), latinas de nalgas sobresalientes con vaqueros “colombianos” que las realzan (aunque parezca un error o una agresión decirlo, así es, en ocasiones el culo se ve antes que la cara); árabes solas o en pareja (¿madre e hija?) de cabellos invisibles y cuyas caras saltan a la vista enmarcadas por los pañuelos; vagabundos que hablan en voz alta (discurso que no se entiende aunque parece severo y determinante); borrachos caminando en un zigzag irregular que, a veces, les lleva a salirse de la acera, estamparse contra las paredes o chocar con árboles y farolas (allá cada cual con sus pensamientos); hombres mayores paseando a sus perritos (que se mean en esos árboles y farolas, donde ya se han meado los borrachos).

En la calle paralela a la que yo me encuentro, llamada Joan Bauzà, siguen abriendo sus puertas -hace ya más de treinta años- cinco o seis puticlubs. Me entra la risa cuando escucho a otros hablar de sus novias, esposas, amantes o puntuales encuentros con mujeres que cobran por ser -para ellos- lo que ellos esperan que sean, es decir: "mujeres". No quisiera hablar de mis trescientas novias, de mis tres mil amantes, de mis treinta mil putas, de mi única mujer, de mi único amor, de mis rarezas, de todos los experimentos en los que he participado (bien como agente, bien como espectador), orgías, mujeres que fueron hombres y hombres que fueron mujeres, y un sin fin de otras posibles visiones y combinaciones. Ya he pasado por todo eso, hasta saciarme y, esta noche, las flores del amento no me sirven como reclamo.

Alguien dirá que exagero, y acertará -la exageración y la provocación son premeditadas-, pues me gusta salir de mí mismo, romper mediante la escritura y el espectáculo los convencionalismos acerca de mi “yo”, tal como sugiere Judith Butler (citada por Celeste Murillo): “Según Butler, sería necesario cambiar constantemente de identidad, mediante prácticas performativas, para trastocar las categorías de cuerpo, sexo, género y sexualidad, y subvertir así las identidades impuestas.”

Me vuelve loco la vieja fotografía de Irene Friberg, una joya en mis manos que, sin embargo, tan sólo yo valoraré como joya. Lo que importa es la imagen y la escritura detrás de la escritura; lo demás son distracciones, cepos para cazar al presunto cazador. No se debe matar a un ciervo solitario. No se debe matar a un conejo asustado. No se debe matar a un pájaro feliz. El ciervo regala su cornamenta al bosque (con la que alguien fabricará mangos de puñales); el conejo se come la hierba crecida (para que la hierba se renueve); el pájaro llama a otros pájaros con su canto y nos entretiene.

Hoy he visitado por segunda vez el almacén de libros -Fine Books- del viejo cabrón y cascarrabias inglés cuyo nombre no he anotado, en la calle Morey de Palma, el tentador antro donde se exponen postales antiguas de Louis Wain y miles y miles de libros, hasta la locura de un bibliómano, hasta decir "basta", hasta que la visita resulta insoportable y asfixiante por su densidad. La tentación de hacerme con un pequeño libro encuadernado en piel, una lámina de corta tirada, un grabado con firma, el dibujo de un gato, un objeto cualquiera, una simple hoja, ha tenido que ser combatida y negada con todas mis fuerzas. El viejo cabrón, que fumaba y veía la tele arrinconado en su "torre de papel", ha salido a mi encuentro. El poco interés que mostraba ha sido menor al decirle yo que era "español", cuando él me hablaba en inglés. Como la hora de la vista ya era tardía, le dije: "Cuando usted quiera cerrar, avíseme." Su respuesta: "Ya está cerrado". No he tardado ni un minuto en abandonar su local; a la mierda él y su sentido del comercio. Si hubiera sido más amable (la amabilidad, siendo hipocresía aceptada o fingimiento normalizado, es vital en el trato humano), puede incluso que le hubiera comprado esa lámina (por el precio sé que no es un dibujo original) que tanto me gusta, de Louis Wain, donde un grupo heterogéneo de gatos hacen de las suyas. En mi primera visita, al descubrirla y preguntarle el precio, me pidió por ella 150 euros. Sólo un viejo cabrón renuncia a esa venta por no ceder (un poco) en el precio y en el trato. Aquella vez le compré un gatito de plástico, una miniatura, pagando ocho veces su valor. Hoy, así he interpretado su deseo, me he despedido dejándole en su rincón, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior y viendo no sé qué tonterías en la televisión.

Antes de entrar en Fine Books he tomado una copa de Chardonay, en la terraza de mi bar favorito de la Plaza Santa Eulalia, aunque de pie. Todas las mesas ocupadas por turistas, esa plaga que este verano ha invadido la isla (no mi isla, pero sí la isla en donde vivo). Y después de Fine Books he ido a Literanta para encontrar estantes vacíos, otra decepción, libros que faltaban, la barra desatendida. Por supuesto, mi libro ausente. Eso no me preocupa por más que lo señale. Pero me faltaban Aira, Bellatín, Levrero y todos los demás. Que soy un cliente quisquilloso, ya lo sé; pero la copa de vino y el libro que hubiera comprado no han acontecido por su imagen negadora. ¿De qué sirve una escalera si en el último estante ya no hay libros?

En vista del fracaso (y contando las copas ingeridas: dos en la mañana, dos a media tarde en mi casa, una en Santa Eulalia), he decidido ir a Babel, por si acaso la becaria podría aún satisfacer mi sed. Pero no; la calle abarrotada, las escaleras intransitables, los escaparates con máscaras africanas iluminadas, la tienda de juguetes reabierta..., pero la becaria desaparecida, al igual que el librero que fabula con su conocimiento de vinos y de libros, sin saber, o sabiendo. Aquí he comprado, a pesar de todo, La vida difícil, y he ocupado una mesa en la terraza, frente a las escaleras de piedra viva (donde deja caer su fatigado culo nuestra juventud) y la fachada de una iglesia intransitable. Pensamientos que no he podido evitar: ¿Dónde estará, en este mismo instante, la deseada? ¿Por qué esta etapa del trayecto no es inútil? ¿Por qué el vino tinto está caliente? ¿Por qué Mrozek me habla en esta noche, precisamente a mí, con esas palabras que tan perfectamente entiendo y que podrían subrayar mis propias palabras?

En la terraza de Babel, que siempre propicia la lectura y la escritura, he comenzado mi poema sobre Irene Friberg; sobre la mesa, junto a la copa de vino caliente (detalle que al librero se le escapa o no controla), la fotografía ovalada y La vida difícil.

Más tarde, en la terraza del "Pato Laqueado", perdida la cuenta de las copas y los versos, intentando apartar de mí las intrascendentes preocupaciones sobre el trabajo, los pilares de la casa y la hipocondría que me sobrecoge, y una vez terminado el poema, estiro las piernas, fotografío mis piernas (vaqueros y sandalias), me desligo mediante mi voluntad del calor de este agosto que se abre, me siento feliz. Las chinas de ojos cerrados, las latinas de culos prominentes, las árabes con sus túnicas y pañuelos, las negras tentadoras como bombones de chocolate..., todas ellas, incluso la becaria presente y ausente, pasan y no dejan huella. Pues en mí la marca es clara, no es equívoca, a pesar de las sugerencias de Judith Butler.

Mi hija cumplirá en el día 23 los años que yo cumplí cuando llegué a esta isla, la niña que fue, la mujer que es. Mi regalo tiene que ser especial, sí, pero ¿cuál? ¿La pintura que copia otra pintura? En ese caso ¿tendría yo que buscar el marco? ¿Una pintura propia? ¿Cuándo y a partir de qué imagen? El fácil recurso del dinero no me parece adecuado, aunque siempre es una solución. ¿Un poema? No sería algo nuevo. ¿Una carta? No, estando pendiente La última carta. Como siempre, el tiempo se apodera de mí cuando mis plazos no deberían depender del tiempo ¿Cómo traducir entonces mi gran amor en un regalo? Sentir y pensar, y después actuar.

Ayer, último domingo de julio, empuñando tijeras y sierra eléctrica, reduje a pequeños trozos manejables el sofá de 150 kilos de mis gatas. No por crueldad, ni capricho ni artificio. El sofá, que un día fue blanco, se había llenado de pelos gatunos, uñas cortadas, agujeros y heridas, manchas de vómitos, insectos muertos. Y ya no valía disimular esa blancura trastornada con telas, mantas o cortinas. Simplemente acabé con él, lo destrocé y, poco a poco, lo fui bajando por partes hasta la calle (hasta cuatro veces bajé y subí los cuatro pisos sin ascensor, y menos mal que D. me ayudó y bajo dos veces). Ahora, en ese lugar vacío, hemos colocado un gran cojín y una suave tela, a la espera de comprar mañana un sofá nuevo para las gatas, que deberán marcarlo con su presencia, con su olor y aceptación.

De esta forma sucede casi todo. Detrás de la lectura, la comprensión o la incomprensión. Detrás de la asamblea, los votos a favor y el voto en contra. Detrás de la vida, el suicido rápido o el lento suicidio. Detrás del vino, el balcón o el poema. Detrás del mundo imaginario, el mundo real. Detrás de "Matar es fácil", La vida difícil. Detrás del regalo, el amor (¿o es a la inversa?).

Dentro de dos días el padre de un compañero de trabajo será ingresado en un hospital por insuficiencia respiratoria y conectado a una máquina que le suministra aire, oxígeno, vida. Seguramente tendrá mi edad o puede incluso que sea más joven que yo. Y no sé si habrá sido fumador o no fumaba. No imagino una tortura peor que intentar respirar y no poder. Muchas cosas pueden faltar y ser sentidas como grandes faltas, pero ¡el aire! Al menos yo aún respiro. 

No seré el primero ni el último en decirlo: empezar a vivir es empezar a morir; de esta forma todo puede ser considerado un largo preámbulo; y todo lo anterior, diversiones y aplazamientos; menos la poesía (puesto que un solo poema logrado es un puente que une las dos orillas: vida y muerte, y hace posible el tránsito en cualquiera de sus direcciones). Esto no evita la corrección; a veces la corrección es inevitable, como los cambios. El poema ha sido pulido; y el texto presente -escrito en la noche del 1 de agosto- revisado tres veces. A pesar de todo, ¿comó eludir las dudas, la insatisfacción? En momentos como este, me consuela lo que dijo, o se supone que dijo, un pintor admirable: "Podría lograr un cuadro perfecto, pero entonces ¿para qué seguir pintando?" No es la obra acabada lo que importa, sino el camino hacia la obra.

Dice Mrozek: "Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario." Ante esa confesión, uno guarda silencio o responde. Siempre me ha gustado contemplar el amanecer, pero no al levantarme sino cuando me dispongo a dormir.

Salvador Alís.

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