Fotografía de Salvador Alís. Fachada principal de la Iglesia de San Francisco. Palma. 1-04-2012. |
PEQUEÑO
ENSAYO SOBRE LA MUERTE
“La
muerte sólo será triste para los que no hayan pensado en ella.”
(François
de Salignac de la Mothe Fénelon.
Arzobispo de
Cambrai. 1651-1715.)
<<En
ocasión de diagnosticar una enfermedad grave, o de indicar un
procedimiento a un paciente, éste o sus familiares suelen
interrogarnos sobre los riesgos. En esta pregunta parece quedar
implícita la duda sobre la ocurrencia de efectos o complicaciones
generadas por la patología o la intervención; sin embargo, en
general, no es posible discernir si el interlocutor también
considera a la muerte entre estas posibilidades. Es raro que un
paciente pregunte directamente si puede llegar a morir de su
enfermedad. De la misma forma, todos los médicos asistimos
frecuentemente a la situación en la que la muerte admisible de un
enfermo terminal o de edad avanzada despierta un dramatismo exagerado
e incomprensible entre los familiares, capaz de llevarlos al enfado y
al litigio contra el sistema médico. La tenacidad con la que no se
reconoce ni se acepta la muerte se presenta anacrónica en nuestra
era empapada de ciencia y de razón. Hace ya casi 50 años que el
sociólogo inglés Geoffrey Gorer señaló cómo la muerte se ha
convertido en tabú y reemplazado al sexo como símbolo de censura.
Antiguamente se les decía a los niños que nacían de un repollo,
pero asistían a la escena del adiós a la cabecera de un familiar
moribundo. En la actualidad, los niños son iniciados desde pequeños
en la fisiología del amor y la anticoncepción, pero jamás podrán
ver cómo su abuelo deja este mundo. Parece ser que técnicamente
admitimos la posibilidad de morir cuando padecemos una enfermedad,
pero en el fondo solemos sentirnos inmortales. Sin duda, la medicina
también aporta sus motivaciones para creer que no vamos a morir, o
que por lo menos no existirán más muertes prematuras. La idea que
nos hacemos de este buen porvenir parece estar autorizada por los
trasplantes de órganos, la terapia génica y celular, la clonación
o las terapias rejuvenecedoras. A través de algunos relatos de la
historia nos percatamos de que morir en Occidente nunca fue fácil.
En la primera mitad de la Edad Media se había establecido un ritual
de la muerte basado en elementos antiguos y que contaba de los
siguientes pasos: Comenzaba con el presentimiento de que el tiempo
se acababa (¿presentirá el hombre del siglo XXI la llegada de la
muerte?). Entonces el enfermo se acostaba y yacía sobre el lecho
rodeado de sus familiares, amigos y vecinos. La actitud del moribundo
en esta liturgia pública de su muerte incluía el pedido de perdón
y reparación por los errores que había cometido y la encomienda a
Dios de los sobrevivientes. Parece que en esa época era natural que
el hombre sintiera la proximidad de la muerte; rara vez ésta
sobrevenía de manera repentina. Y si el principal interesado no era el
primero en percatarse de su destino, le correspondía a otro
advertírselo en lugar de ocultárselo. Un documento pontificio de la
Edad Media indicaba que era obligación del médico informar al
moribundo, tal como ocurre en la cabecera de Don Quijote: “[El]
tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por
no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría
peligro.” En aquella época, las costumbres cristianas
sugerirían que el moribundo estuviese acostado sobre la espalda para
que su cara mirase al cielo; los judíos, en cambio, debían hacerlo
mirando a la pared, según las descripciones del Antiguo Testamento.
Todavía en el siglo XVI, la Inquisición española reconocía en esa
señal a los marranos mal convertidos. Esta familiaridad con la
muerte implicaba una concepción colectiva del destino, una
aceptación del orden de la naturaleza según las grandes leyes de la
especie. Varios siglos después, Arthur Schopenhauer retomó esta
aceptación de la muerte con un enfoque más drástico en su clásica
sentencia expuesta en su Metafísica de la Muerte: “Exigir
la inmortalidad del individuo es querer perpetuar un error hasta el
infinito.” Pese al
espíritu de resignación de la Edad Media, el duelo de los
sobrevivientes solía manifestarse dramáticamente. Inmediatamente
después de la muerte, los asistentes se desgarraban las vestiduras,
se arrancaban la barba y el pelo, se despellejaban las mejillas,
besaban apasionadamente el cadáver y hasta solían caer
desvanecidos. Pero después de estas manifestaciones inmediatas de
dolor, los gestos de los sobrevivientes traducían la misma
resignación y abandono al destino, dejando de lado la voluntad de
dramatizar. Tanto es así que, avanzada la Edad Media, el cortejo
fúnebre incluiría lloronas pagadas para garantizar las
manifestaciones de duelo. El Cid Campeador cantaría entonces (circa
1140):
“Para
llorarme ordeno
que
no se alquilen lloronas;
los
de Jimena bastan
sin
otros llantos comprados.”
Podría
afirmarse que durante gran parte de este período de la civilización
occidental la hora de la muerte se consideraba como una condensación
de la vida en su totalidad, como una continuidad y no como un corte
absoluto entre el antes y el después. Ya antes de la era cristiana,
y con motivo de la batalla de las islas Arginusas, Jenofonte
describió cómo el temor a la muerte era menor que el miedo a la
privación de sepultura. Cuenta el historiador que tras una victoria
por mar, los generales atenienses habían descuidado enterrar a los
cadáveres. Al llegar a Atenas, los padres de los muertos, pensando
en el largo suplicio que aquellas almas sufrirían, se acercaron al
tribunal vestidos de luto y exigieron el castigo de los culpables. Al
no diferenciar entre alma y cuerpo, los griegos consideraban que la
sepultura era necesaria para la felicidad y el reposo eterno. A pesar
de haber salvado a Atenas con su victoria, los generales fueron
acusados de impiedad y condenados a muerte. La misma desesperación
es la que narró Sófocles en Antígona, ante la prohibición de
darle sepultura a su hermano Polinices en la ciudad de Tebas. En
continuidad con las ideas paganas, durante el primer milenio
cristiano la muerte no se concebía como una separación del alma y
el cuerpo, sino como un sueño misterioso del ser indivisible. Por
eso era esencial elegir una morada, un lugar seguro para esperar in
pace el día de la resurrección. En contraposición, desde el
siglo XII se creyó que al morir el alma abandonaba el cuerpo e
inmediatamente padecía un juicio individual sin esperar al fin de
los tiempos. La relación con la muerte parecía ser muy distinta en
esa época. Los cementerios que rodeaban las iglesias muchas veces
servían de lugar de reunión para comerciar, bailar y jugar, y a lo
largo de los osarios podían hallarse tiendas de comercio. En 1231,
el Concilio de Ruán prohibió bajo la pena de excomunión que se
bailara en las iglesias o los cementerios. En otro concilio de 1405
se prohibía bailar o jugar en el cementerio, como también que
juglares, músicos, titiriteros y charlatanes ejercieran sus
sospechosos oficios. En textos posteriores se resalta cómo la
cercanía entre las sepulturas y estas aglomeraciones de público
resultaba molesta cuando debían inhumarse cadáveres. El espectáculo
de los muertos cuyos huesos afloraban a la superficie, como el cráneo
de Hamlet, demuestra cómo los vivos se sentían familiarizados con
los muertos y con la muerte. Esta familiaridad con la muerte se
extendió entre los siglos XV y XVIII hasta el punto de generar toda
una iconografía y literatura macabra, con representaciones de
cadáveres en descomposición, disecados o momificados, quizás como
la expresión de una experiencia particularmente fuerte con la muerte
en una época de grandes crisis económicas y mortalidad. Como poesía
de la época, Francois Villón (1431-1489), en la Balada de Buena
Doctrina, escribió:
“Ahora
están muertos, ¡Dios tenga sus almas!
En
cuanto a los cuerpos, están podridos.
Hayan
sido señores o damas,
delicada
y tiernamente alimentadas
con
crema, papilla o arroz;
y
sus huesos caen hechos polvo:
no
tienen ya preocupación de reír o divertirse,
¡que
al dulce Jesús le plazca absolverlos!”
En
esta misma época macabra, la práctica de obtener el molde de la
cara del muerto con la conocida mascarilla mortuoria servía para
representar sobre la tumba la última fotografía instantánea y
realista del personaje. Durante el regreso de los cruzados a Francia,
la reina Isabel de Aragón falleció luego de caer de un caballo en
Calabria. Sobre su tumba aparece representada de rodillas orando a
los pies de la Virgen, con una mejilla desgarrada por la caída,
imagen ésta obtenida de su mascarilla mortuoria como si fuera un
retrato natural y no con el propósito de generar temor en los
sobrevivientes. Finalmente, esta relación con la muerte del hombre
occidental alcanza también en los siglos XVI a XVIII un vínculo más
estrecho con la imaginación, al punto de asociarla con el
sentimiento del amor: Tanatos y Eros. Baste para ello sólo recordar
el amor y la muerte de Romeo y Julieta en la tumba de los Capuleto.
El miedo a la muerte comienza hacia fines del siglo XVIII y comienzos
del XIX, momento en que se deja de representarla en la cultura de
Occidente. En esta época, el miedo a la muerte parece emerger del
temor a la muerte aparente y a ser enterrado vivo. La muerte aparente
se entendía como una situación diferente de la del coma actual; se
refería a un estado de insensibilidad que se confundía con la
muerte y que podía llevar al entierro de un ser aún vivo. A la luz
de los relatos de la época, la probabilidad de ocurrencia de estos
accidentes era muy baja, pero real. El miedo a ser enterrado vivo fue
magistralmente relatado en esa época por Edgar Allan Poe en el
Entierro prematuro, en el que el protagonista describe los
indecibles sufrimientos de su entierro imaginario cuando aún estaba
vivo, de los que despertara en su estrecha litera que en sueños
confundió con su ataúd. A la muerte y entierro de una niña, en el
siglo XIX Gustavo A. Bécquer escribió estos versos que denotan ya
el miedo a este proceso:
“La
piqueta al hombro,
El
sepulturero
Cantado
entre dientes
Se
perdió a lo lejos.
La
noche se entraba,
Reinaba
el silencio;
Perdido
en la sombra,
Medité
un momento:
.¡Dios
mío, qué solos
Se
quedan los muertos!.”
Pero,
en realidad, lo que se revela a partir de este momento es una
angustia más profunda originada tal vez en las dudas sobre la
trascendencia. A partir de aquí:
“el hombre ya no puede
mirar de frente el sol ni la muerte.” (Francois de la
Rochefoucauld). El filósofo español Miguel de Unamuno se refería a
la idea de la muerte como algo que paralizaba sus trabajos, y lo
sumía en la tristeza y la impotencia, y resumía así en su Diario
Íntimo, todo el temor de fines del siglo XIX y comienzos del XX:
“Mi
terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá
de la tumba.” El cambio más importante que ocurre a
partir del siglo XIX con respecto a la muerte es que el moribundo es
privado de su derecho a saber que va a morir. Se lo pone bajo tutela
como a un menor o alguien que hubiese perdido la razón. Hasta el
final, su entorno le oculta la verdad y dispone de él. Todo ocurre
como si nadie supiera que alguien va a morir, ni los familiares ni
los médicos. En La muerte de Iván Ilich, León Tolstoi
retrató, ya avanzado el siglo XIX, cómo la sociedad rusa escondía
y disimulaba la enfermedad que llevaría a la muerte al protagonista
del cuento. Un siglo después, la feminista Simone de Beauvoir relató
la muerte de su madre en la novela Una muerte muy dulce. Aquí
se encuentra ya una enferma hospitalizada, alejada del entorno
familiar, con visitas esporádicas y programadas, y con la muerte
ocurriendo cuando ya casi nadie está atento a ese desenlace. Así,
la muerte comienza en apariencia a perder interés, o a ser prohibida
para los sobrevivientes. Hablar de ella y de sus desgarramientos pasa
a ser vergonzoso; el duelo se realiza en silencio en forma oculta;
frío e indiferente a los ojos de los demás; con la misma
indiferencia por la muerte de su madre que fue motivo de condena para
El extranjero de Albert Camus. Ya en pleno siglo XX, la
interdicción de la muerte es aceptada sin reservas, a punto tal que
se difunde la cremación como método de quitar definitivamente todo
rastro de ella, para eliminar a nuestros muertos con discreción.
Pareciera que esta prohibición es la reacción lógica a la
imposibilidad que tiene nuestra cultura basada en la tecnología de
recuperar la confianza ingenua en el destino que durante siglos
manifestaron al morir nuestros ancestros.
LA
INEXISTENCIA DE LA MUERTE DESDE UNA PERSPECTIVA POSMODERNA
“La
muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte
no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos.”
(Antonio
Machado.)
Dentro
de una concepción dualista, la muerte se define por contraposición
a la vida. La vida como una realidad de la que se tiene experiencia
inmediata aquí y ahora, y la muerte como negación de aquélla y de
la que no existe ninguna experiencia. La mayoría de las religiones,
o de las culturas basadas predominantemente en creencias religiosas,
consideran a la muerte como una plataforma hacia otras vidas y no la
reconocen jamás como un final real. Para la cultura egipcia antigua,
por ejemplo, la muerte consistía en una separación de los elementos
materiales y espirituales del individuo. Suponían que el alma
necesitaba de la conservación del cuerpo para sobrevivir y así en
los primeros tiempos los cadáveres eran enterrados en pieles y
rodeados de elementos que podían servirles en la vida de ultratumba;
posteriormente se usaron suntuosos sepulcros y complicados ritos
descriptos en su Libro de los Muertos. De esta misma manera,
la mayoría de las religiones orientales creen que el hombre obra más
allá de la muerte. El nacimiento y la muerte no delimitan la vida
humana. Antes
de nacer existe el complejo de antepasados y la vida post mortem
se concibe desde una modalidad poco elaborada o sombría que
salva la idea de supervivencia hasta la concepción minuciosamente
elaborada y ya señalada del reino de los muertos de los egipcios.
Todas estas ideas pueden encuadrarse en el modelo arqueológico del
hombre arrastrado por el tiempo hacia el futuro, pero con su vista y
anhelo puestos en el regreso al pasado. El hombre de cara al origen y
de espaldas al fin. En definitiva, en múltiples ejemplos como éstos,
cada cultura ha preferido considerar una vida después de la muerte
en lugar de aceptar la muerte después de la existencia terrena. A
pesar de su tradicional formación judeocristiana, la sociedad
occidental actual se unifica en una respuesta habitual de vergüenza
ante la muerte. Al admitirla pareciera que acepta un fracaso en el
mandato social de ser felices y tener éxito. La muerte, inevitable
en la existencia humana, se convierte así en un acontecimiento
absurdo soportado con ignorancia y pasividad. Y si en una visión
universal del hombre, la existencia del mal, o la inexistencia del
alma ya no le dieran sentido, la muerte perdería toda comprensión y
justificación. Es justamente esta pérdida de sentido que hace que
el temor a la muerte sea difícilmente manejable. Seguramente,
quienquiera que fuese preguntado acerca de qué es la muerte,
invariablemente respondería de acuerdo con sus creencias y
enseñanzas, pero cualquiera que fuera la respuesta se encontrarían
pocos encuestados en condiciones de aceptarla sin objeciones ni
miedos. A pesar de que el temor a la muerte parece ser más reciente,
ya en el siglo XVIII Jean
J. Rousseau sentenciaba: “Aquel
que afirma que no tiene miedo a la muerte, miente. Todos los hombres
temen a la muerte. Esta es la gran ley de los seres sensibles, sin la
cual, toda la especie humana sería rápidamente destruida.” Pero
esa muerte a la que se teme, ¿es la muerte propia o la muerte del
otro? Cicerón decía que la vida de los muertos es puesta en la
memoria de los vivos. También en su poesía Mis Muertos,
Amado Nervo parece compadecerse de aquellos que dejaron este mundo y
pretende revivirlos en estos versos:
“Yo
vivo con la vida que mis muertos
no
pudieron vivir. Por ellos hablo,
y
río por lo que ellos no rieron,
y
por lo que ellos no cantaron canto,
¡y
me embriago de amores y de ensueño
por
lo que ellos no amaron ni soñaron!”
Excepto
estas salvaguardas filosóficas y poéticas, en principio se podría
responder que en su conciencia misma el hombre occidental teme a su
propia muerte más que a la muerte del prójimo. En todas las épocas
la actividad psíquica e intelectual del individuo se ha considerado
como el sello distintivo del ser humano; pero es en especial en
nuestro tiempo cuando el concepto de muerte cerebral se ha hecho
sinónimo de muerte. Dentro de la ciencia existe este acuerdo general
de que, independientemente de la definición de muerte que se
establezca, ésta sucede cuando ocurre la muerte cerebral. Acontece
cuando no existe evidencia discernible de función hemisférica o de
los centros vitales del tallo encefálico por un período prolongado
y como consecuencia de una enfermedad estructural, sin que medie
ninguna alteración metabólica. Más allá del sentido social o
antropológico del hecho, si definimos al hombre como materia y
conciencia, la muerte es entonces un conjunto crítico de fallas de
proteínas estructurales y enzimáticas y la desaparición del
sentido de cognición del
yo y del medio. “Quién
es éste que sin muerte va por el reino de la gente muerta?” A
riesgo de merecer el mismo reproche hecho a Dante al recorrer el
Infierno en La Divina Comedia, ¿podría ahora
proponerse la inexistencia de la muerte? En rigor, el individuo sólo
puede conocer la muerte o afirmar su existencia únicamente como la
muerte de otros individuos; nunca podría conocerla como su propia
muerte. Sólo intuye una suerte similar que su ser-consciente
realmente nunca comprobará. Definida la vida como un estado
permanente de conciencia, y cuanto la falta irreversible de dicho
estado consciente indique la muerte, entonces ésta no tiene
representación para el individuo mismo, como si su propia muerte no
existiese. Uno mismo se reconoce siempre vivo, y es esa sensación de
eternidad del yo la que le permite a nuestra consciencia aseverar la
inexistencia de su propia muerte. Durante
nuestra vida ocupamos un tiempo, el tiempo que ella dura, y un
espacio, el espacio físico que llena y en el que se desarrolla. Para
las leyes físicas del universo de las cuales no escapamos, el
espacio y el tiempo constituyen variables inseparables y que
representan diferentes dimensiones de un mismo fenómeno. Ahora bien,
cuando hablamos de nuestra vida,
¿cuál es el espacio y cuál el tiempo que nos interesa como
individuos? En especial ese espacio que ocupamos durante nuestra vida
y el tiempo que individualmente sentimos pasar. Como dimensiones
físicas inseparables, el espacio-tiempo para una persona tiene una
frontera de inicio en el momento de su nacimiento y un final en el
instante de su muerte. La eternidad restante antes de nuestra vida y
después de ella no tiene representación en nuestro ser-consciente;
por lo tanto, no existe en nuestro espacio-tiempo. El mismo gran
filósofo Miguel de Unamuno resumió esta idea con las siguientes
palabras: “Apartando
tu mirada de
la venidera muerte y de la nada que mereces y temes, vuélvela hacia
atrás y considera tu pasada nada, antes de que nacieras.”
No seríamos entonces conscientes de nuestra muerte, como no
fuimos conscientes de nuestro nacimiento. No recordamos ni el
principio ni el final. No existe en nuestra consciencia el
conocimiento de lo que sucedió antes de nuestro
espacio-tiempo,
ni de lo que sucederá después. Es justamente esa sensación
personal del tiempo uno de los argumentos que explica ese
desconocimiento del principio y del fin. Para nuestro ser, todo el
tiempo por delante y por detrás de su existencia no tiene
importancia, pues nadie puede sentir el tiempo que no ha pasado, el
que no le pertenece, ni puede percibir el espacio que no ocupó.>>
Alfredo Buero.
(Ensayo publicado en la Revista Argentina de Cardiología / vol. 76 / nº 5 / septiembre-octubre 2008.)
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