lunes, 22 de julio de 2013

CALAVERA DE GATO

Del dibujante y grabador mexicano José Guadalupe Posada.







En abril de 1986, dos o tres días después de desembarcar en Palma, alquilé una diminuta casa, la del jardinero, en el enorme jardín escalonado de una mansión deshabitada en la calle José Villalonga, en El Terreno. Naranjos y rosales y, por un lado, vistas al mar y, por el otro, al castillo de Bellver entre los verdes pinos. Aquel jardín daba cobijo a un numeroso grupo de gatos que, cada día, eran alimentados por una anciana de gran inocencia y bondad, casi una niña, llamada Gabi. Su humilde casa, frente a la mansión, era una de tantas casas de Diógenes, llena de basura hasta los techos -según opiniones-, o de tesoros hallados y recuerdos de una larga vida cuya conservación era indispensable. Más tarde supe que fue la esposa de un cirujano famoso, y que la fortuna heredada era considerable; así podía permitirse el lujo de acudir en taxi cada mañana a una carnicería en el centro de la ciudad y compar varios kilos de carne cruda y picada -solomillos de cerdo y ternera- para dar de comer a sus gatitos. Por no faltar a la verdad diré que Gabi, desde luego, olía mal, pero ese mal olor lo compensaba con su belleza y generosidad, rodeada siempre de un aura que, a mis ojos, la magnificaba y redimía. A Gabi me la presento mi nuevo vecino, César, que -al igual que yo- ocupaba una diminuta casa, la del chófer, en el enorme jardín escalonado, un nivel por encima del mío, de la mansión deshabitada en El Terreno. César había nacido en Cartagena, emigrado a Düsseldorf, amante de una dómina alemana que, cusiosamente, también se llamaba Gabi, propietaria de una agencia de modelos (en realidad, un negocio de prostitución sadomasoquista) frecuentada por importantes empresarios, banqueros y políticos, un especialista -como a él mismo le gustaba definirse- en luz y sonido, cinturón negro de kárate y bebedor de largura y aguante. En aquella época, César trabajaba para la discoteca Tito´s, y con él, además de apoteósicas borracheras, fumé "campanillas" antes y después de presentar proyectos de ocio a Tolo Cursach. Descubrí ese verano que César se acostaba algunas tardes con Gabi, pero no con la dómina sino con la anciana, aunque estoy seguro que entre ellos no hubo sexo sino otra cosa que no podría definir. Entre los gatos encontré uno especial al que llamé Tristón, de color marrón y blanco, no muy grande, más bien pequeño, y aquejado de un cáncer que le había devorado media cara. Enfermo y más débil, era marginado siempre por los demás, rechazado en el festín de los solomillos, apartado al rincón más inhospito del jardín; por eso, cada noche, yo lo dejaba entrar en mi casa y lo alimentaba pacientemente con arroz hervido, pollo, sardinas o salmón; y le preparaba una cama con periódicos y trapos, y le hablaba dulcemente y le acariciaba el lomo, la nuca y detrás de las orejas. Tristón no superó el invierno, debió morir a finales de febrero o pincipios de marzo (meses de la muerte) de 1987. Lo enterré al pie de un naranjo amargo. Algún tiempo después, cuando la Gabi anciana-niña también había muerto y la Gabi dómina abondonó a César, un perro fantasma -al que nunca vi- escarbó la tierra al pie del naranjo amargo y desenterró la calavera de Tristón. La encontré una mañana gélida brillando como una pequeña luna en el suelo. No sé qué me impulsó a meterla en un recipiente lleno de salfumán. Luego de unas horas, su blancura era más intensa. La conservé mucho tiempo, en aquella y en otra casa, sobre muebles junto a mi cama, como prueba y recordatorio de que la muerte es tan cercana y tan natural como el inolvidable aroma, ácido, amargo y penetrante, de aquel jardín difuminado ya en el tiempo. Con alguna mudanza, la pequeña calavera se perdió, pero la imagen de Tristón es poderosa.


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