martes, 25 de febrero de 2020

SEGUNDOS PLATOS

SEGUNDOS PLATOS


Advertencia para lectores avezados: Aquellos que intencionadamente hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará en absoluto del arte de cocinar, ni de productos exóticos, recetas imposibles, técnicas extrañas y el largo etcétera relacionado con cualquier idea anticipada. Lo que sigue es otro cuento pedagógico. Quienes crean que dominan esas artes, la lectura y la resolución de enigmas, harían bien en desistir de su impulso y así no perder su escaso tiempo irrecuperable. Los curiosos y los obstinados tal vez pudieran seguir leyendo, si acaso la intriga los atrapa. 


Sigo acumulando libros. No sé por qué lo hago, pero no lo puedo evitar. A veces pienso que un día o una noche se hundirá mi habitación bajo su peso y moriré aplastado entre escombros y palabras. Pero no me da miedo, no me preocupa acabar así. Me inquieta más, si no hay derrumbe, el destino de mi biblioteca cuando yo no esté. ¿En qué manos y ante que ojos caerán ellos, sus miles de páginas, sus millones de letras, tantos pensamientos laboriosamente expresados, esa belleza deslumbrante donde la humanidad se dice a sí misma y se muestra en sus jardines contradictorios, en su soledad profunda, en sus verdades y fantasías, en sus anhelos e indagaciones sin fin? 

En la última semana han sido cinco las adquisiciones. De la estantería metálica del Mercado de Pere Garau, entre un puesto de frutas y otro de vinos, muy cerca de la zona de la pescadería, donde la gente deja libros y escoge libros de forma gratuita y anónima, rescaté la Desobediencia civil y otros escritos, de Thoreau. Una edición humilde, de las llamadas de bolsillo, con el aspecto de no haber sido aún leído. Copiaré aquí, como ingrediente primero, dos únicas líneas: "¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella?" Al día siguiente pagué en la librería Agapea 15 euros por una breve novela de Stefan Zweig, de apenas 91 páginas, titulada Viaje al pasado. Casi al final, estos versos de Verlaine: "Dans le vieux parc solitaire et glacé / Deux spectres cherchent le passé.", el segundo ingrediente. Y ayer por la tarde, luego de atravesar la puerta giratoria de la Biblioteca de Can Sales, en la mesa de los libros expurgados, encuentro La carta de Sagawa de Jûrô Kara, esa peculiar historia de amor y canibalismo. La carta se queda en mi mano, me acompaña al sótano. De manera que el tercer ingrediente podría ser la "adoración". Pero mi viaje a la Biblioteca estaba motivado por la búsqueda de un libro concreto, que para mi suerte sigue en su lugar casi un cuarto de siglo después de su lectura, El muro de Marlen Haushofer. El cuarto ingrediente de este segundo plato es esta frase: "No escribo por placer, sencillamente he de escribir si no quiero perder la razón." 

Mientras cada vez más gente entra en pánico por un micro elemento que, al parecer, no está ni vivo ni muerto, mientras la OMS advierte sobre una posible pandemia mundial, pocos recuerdan que cada día mueren 25 mil personas por hambre, diez veces más que la totalidad de fallecidos hasta ahora por ese virus de origen incierto que congela buques en alta mar y aviones en el cielo. Varios millones al año mueren por hambre. Ninguna alerta. 

Como ya dije, yo me relajo cocinando, y para ello no uso ni máscara ni guantes, pues me gusta oler, saborear, tocar y sentir lo que finalmente me llevo a la boca. Para este segundo plato faltaba un último elemento, el ingrediente principal y más complejo. Lo compré esta tarde en un almacén del Ejército de Salvación: Les voix du silence de André Malraux. Una edición, encuadernada en tela cruda, de La Galerie de la Pléiade de 1951. Por este volumen de un kilo de peso, el vendedor me ha pedido un simple euro. En la página 611, una reproducción en blanco y negro de Le boeuf écorché de Rembrandt. Cocina francesa pero también internacional. 

Esa imagen del buey desollado, en el libro de Malraux, me ha despertado el apetito. De repente, en la calle, respirando un aire cálido y extraño para este final de febrero donde se echa de menos la lluvia, he recordado que Kara le pregunta insistentemente a Sagawa a qué sabe la carne humana. Me he dirigido al supermercado de El Corte Inglés y he comprado un solomillo de vacuno de La Finca Jiménez Barbera, en cuya etiqueta se menciona que se trata de un corte de hembra de raza Simmental de unos 8 años, alimentada con pastos, forrajes, cereales y ensilajes, y que ha madurado (el corte, no la vaca) entre 4 y 5 semanas. "La carne de la felicidad", la llama el ganadero. Lo he cocinado a fuego muy fuerte, sobre una sartén en la que previamente he asado una patata con piel, espárragos trigueros, ajos y guindillas, todo ello aderezado con escamas de sal y tomillo. 

No será necesario que diga (¿o sí?) que convivo como puedo con mis contradicciones. De vez en cuando como carne y también pescado. Si pienso en un atún, no siento remordimientos, pero los siento si llevo a la imaginación una vaca tranquila en su prado. Hace dos décadas que no he probado el conejo y, desde luego, jamás comería murciélagos. Convivo con mis contradicciones, voy alternando lecturas: hoy leo cinco libros a un tiempo, cierro uno y abro el siguiente, unas páginas de Haushofer, otras de Zweig, un capítulo de Thoreau, una carta de Kara y otra (de amor) de Vermeer. Si la pandemia fuera realmente una amenaza, conviene llegar a ella bien alimentado. 

Según la FAO, cada año mueren en el mundo 6 millones de niños menores de cinco años por el hambre y la pobreza. Por favor, que nadie se altere, que no cunda el pánico. Es sólo un telón de fondo. El virus maligno es en esta representación el protagonista principal y ocupa todo el escenario. 


Salvador Alís.   

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