domingo, 23 de febrero de 2020

COCINA EXPERIMENTAL

COCINA EXPERIMENTAL


Advertencia para lectores ingenuos: Aquellos que por casualidad hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará propiamente del arte de cocinar, ni de productos frescos, recetas, técnicas culinarias y el largo etcétera relacionado con su idea preconcebida. Lo que sigue es un cuento pedagógico. Quienes crean saberlo todo, no sobre la cocina sino sobre la vida, harían bien en desistir de su impulso y así no perder su escaso y precioso tiempo. Los curiosos e impenitentes tal vez pudieran seguir leyendo, si acaso la lectura los atrapa. 


Después de una intensa semana de trabajo, tanto en su concepción física como mental, y después de otras intensidades sobrevenidas, por fin llego a casa poco antes de las 12 de la noche de este viernes 21 de febrero, el mes fatídico en su tradición ahora interrumpida. Por delante cinco días "libres". Mi reloj vital ( no un smartwacht, porque tal artilugio no me interesa más allá de sus aspectos teóricos) me dice que estoy ciertamente estresado, y que debo poner remedio a esa alteración. Por suerte, dispongo de dos "mecanismos" anti-estrés: uno, acariciar a mis gatas; y el otro, cocinar. De manera que, luego de ir al baño, saludarlas a las cuatro (las gatas y la gata), cambiarme de ropa y ponerme cómodo, abro una botella de chardonnay Crin Roja, un vino barato pero agradable, fresco y ligero, tal cual lo necesito, y me dispongo a prepararme la cena.

Enciendo el fuego y coloco, sobre la llama, un cazo de acero inoxidable con un chorro de aceite de oliva virgen extra. Cuando ese aceite comienza a tomar temperatura pongo sobre él tres ajos machacados con su piel, una guindilla picada y una hoja de laurel. A fuego lento. Y mientras esto se hace, troceo un tercio de calabacín, hinojo y puerro, dos sitakes y media cebolla en corte fino, y lo agrego todo al cazo y lo rehogo unos minutos hasta que los aromas, por el fuego, suben de tono y conquistan la cocina. Entonces añado medio vaso de vino blanco y subo el fuego. Y a continuación, 375 ml de agua, una cucharada de semillas de lino, un puñado de algas kombu y 13 almendras partidas. Lo dejo hervir 5 minutos y luego vuelvo a bajar el fuego. Añado media cucharadita de jengibre molido y dos cucharadas de tapioca. Cuando la ebullición controlada está en su apogeo, cae en el cazo un lomo de bacalao troceado y, para sustituir a la sal y salarlo, una loncha de bacalao ahumado cortada a tijera. Durante otros 5 minutos cuecen juntos los diversos ingredientes mientras remuevo sin cesar el conjunto. Y finalmente, con el fuego ya apagado, dejo caer por encima varias aceitunas negras y guardo otros minutos de reposo.

Visualmente, el plato sin duda no ofrece una imagen apetecible, todo lo contrario: una espesa sopa cuyos colores son el blanco, el verde, el marrón y el negro (con algún destello rojo). Pero otra cosa es su gusto y su aroma. Pura gelatina intensamente aromática, picante y sabrosa. Y esa gelatina se debe a las propiedades del ajo, el lino, las algas, el bacalao y la tapioca.

Cocinar me relaja. Experimentar da sentido a mi vida. Comer caliente, incluso en el invierno que falta, me reconforta. Entiendo y disfruto las paellas perfectas, pero yo me inclino por cocinar platos raros. No espero que su gusto sea mayoritario, eso incluso me molestaría. Quien no se arriesga suele ganar, al menos en su precaución y tranquilidad. Y quien se arriesga puede perder..., o ganar.

Se gana, en este juego creativo, cuando se disfruta el resultado. ¿Cocinar para otros? Sólo para aquellos que tengan un paladar abierto, una lengua inquieta, los que distingan un sabor especial entre sabores, los que comprendan que este vino ha sido elegido para este plato.

Mientras escribo digiriendo la sopa de tapioca, escucho por enésima vez a la inimitable Lola, una de sus canciones cantadas y recitadas, trampa para ingenuos, revelación para cocineros. Y a pesar de la posible repetición incomprendida, se añadirá a este guiso como sazón.

El segundo "mecanismo" anti-estrés, mis tres gatas, hace tiempo que circulan arriba y abajo y lateralmente sobre mí y por encima de mí, paseándose ante la pantalla del ordenador pero entrenadas para evitar el teclado.

Poco antes de las 12 de la noche vuelvo a casa pensando que la estupidez es la comida basura y barata que la mayoría prefiere. Y de tal pensamiento surge mi deseo de cocinar. Soy un escéptico irreductible, lo confieso, que únicamente acepta el resultado de sus experimentos. Para los creyentes en su Dios -una cuestión de fe y no de ciencia-, quizá Éste sea el Gran Cocinero del Universo, el que mezcla, procesa y condimenta galaxias y estrellas, planetas y lunas, cometas y asteroides, la luz y la materia oscura, y otras muchas, variadas y secretas formulas matemáticas. Abro una botella barata de tempranillo Crin Roja. Me asomo al balcón. ¿Dónde estará el invierno?

¿Entenderás la canción y la receta?


Salvador Alís.



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