viernes, 28 de febrero de 2020
EL POSTRE
EL POSTRE
Advertencia para lectores golosos: Aquellos que por su ansia hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará del dulce misterio del arte de cocinar, ni de productos azucarados, recetas posibles, técnicas adecuadas y el largo etcétera implicado en la satisfacción de su deseo. Lo que sigue es un simple cuento pedagógico. Quienes crean, erróneamente, que la felicidad está en los postres, deberían repensar y cuestionar su dieta y de tal manera no malgastar su vida con semejantes venenos engañosos. Los curiosos y, a la vez, escépticos, y los humildes desde luego quizá puedan seguir leyendo, si acaso la intriga los atrapa.
Ayer compré (¡por un euro!) una biografía de Maquiavelo, una peculiar y preciosa edición que más adelante describiré. Y esta noche, motivado por no sé qué intención, he querido conocer su peso. Sin embargo, la balanza de la cocina no ha funcionado, no tenía pila, así que al final lo he sostenido en la mano izquierda (la más sensible) y he deducido que debía pesar unos 125 g, es decir un octavo de kilo. Alguien pensará que es redundancia señalar un octavo de kilo, pero les aseguro que conozco a muchos que ignoran que un octavo de kilo equivale a 125 g. Y enseguida, como un resorte que saltara desde esa conclusión -el hallazgo del peso aproximado de este libro- a otras necesarias conclusiones, me he preguntado qué pesaría, si pudiera pesarlo o al menos sopesarlo, mi cerebro.
La biografía de Maquiavelo mide 16,4 x 11,3 x 2,4. Es un volumen pequeño pero compacto, de 320 páginas y encuadernado en tela roja. En el centro de su portada presenta el símbolo de la editorial: un barco de velas doradas, que se repite en la parte superior del lomo. Y en el lomo, en mayúsculas negras, el título: MAQUIAVELO. El autor es Giuseppe Prezzolini. Una edición de 2.000 ejemplares con ilustraciones, y con retrato y autógrafo de Maquiavelo. Primera edición en La Nave, editado en Madrid en 1935. Mi ejemplar presenta la rareza de que los bordes de las páginas, en su parte baja y lateral derecha, están cortados a cuchillo, mientras los bordes superiores, inmaculados, están teñidos de oro. Tantas otras cosas podrían decirse de este libro, pero eso supondría agotar el tema.
En realidad es un obra barata, que se puede conseguir a través de Iberlibro por un precio que oscila entre los 10 y los 25 euros (sólo hay cinco ejemplares a la venta). Pero tiene su peso, lo que resulta indiscutible. Como indiscutible es que la cocina depende, además del apetito y la improvisación, de las matemáticas, la física y la química. Sobre todo en lo que se refiere a los postres, pues más o menos harina, mantequilla, azúcar o levadura pueden realzar un bocado o malograrlo. Demasiado seco, graso, empalagoso. Por no hablar del fuego y la temperatura, del horno y del reposo. Algo crudo, algo quemado, algo caliente, algo indigesto.
Con los libros y su equilibrio ocurre algo parecido. Hay libros como postres, en todas sus categorías de aciertos y fracasos. En ocasiones, en altas horas de la madrugada, echo mano de huevos y vainas de vainilla, mieles y nueces, azúcar de caña, ralladura de limón o naranja, harinas integrales, chocolate negro, leche y nata, almendra molida y coco, e improviso sin mucha ciencia y con instinto. A veces acierto y a veces no. Lo mismo me pasa cuando adquiero un libro por su valor de apetencia.
El Maquiavelo de 125 g no representa a la media de mis libros, que calculo deben pesar cuanto menos el doble, la mayoría de ellos. Pongamos un cuarto de kilo por unidad. Si mi casa contiene cuatro mil (habitaciones principales, pasillo y cuarto de baño), eso hace un total de una tonelada de literatura (con sus porcentajes ensayísticos, filosóficos, religiosos, artísticos, fotográficos, narrativos, poéticos y demás).
Compré ayer el Maquiavelo en uno de los locales de la asociación Betel, que se define a sí misma como de ayuda a personas en riesgo de exclusión social (o directamente excluidas), adictos a tan variadas drogas, alcohólicos y delincuentes en potencia o en esencia, por un simple euro, un euro paradójico a causa de su casualidad. Me pregunto si acaso no trato, con estas compras, de ayudarme a mí mismo. Pero esa expresión: "ayudarse uno a sí mismo" me parece tan ridícula, tan pretenciosa.
A muchos, supongo, les sonará que Nicolás Maquiavelo fue el autor de una obra principal: El Príncipe, a comienzos del siglo XVI. Pero puesto que conozco a pocos que invertirían tiempo en su lectura, copiaré aquí varias frases cortas (fácilmente localizables en Google) que quizá satisfagan su pereza.
"Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos."
"La naturaleza de los hombres soberbios y viles es mostrarse insolentes en la prosperidad y abyectos y humildes en la adversidad."
"Vale más hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse."
"En todas las cosas humanas, cuando se examinan de cerca, se demuestra que no pueden apartarse los obstáculos sin que de ellos surjan otros."
"Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen."
"En general, los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos comprenden lo que ven."
"De vez en cuando las palabras deben servir para ocultar los hechos."
"El fin justifica los medios."
"El fin justifica los medios." Eterna duda pensada tanto por los poderosos y ejecutores como por los que no se resignan y se rebelan.
¡Y qué tiempos aquellos en los que yo gastaba el dinero dado para la peluquería en pasteles de crema! Fui un niño caprichoso y ahora soy un viejo caprichoso. No más pasteles. Todavía algunos libros.
Dice Giuseppe Prezzolini: "Los hombres no se diferencian entre sí por ser blancos, negros o amarillos; ni por su tez rosada, dorada o tostada; ni por ser arios, mongólicos, germanos, franceses, papúes, indochinos o caribes; ni se clasifican en beocios y poetas, en gentes de fe y gentes de espíritu; en devoradores y devorados; en catedráticos y banqueros; en taimados y sencillos; o en ricos y en pobres; o en vencedores y vencidos; los hombres se distinguen en cinco categorías más kantianas que las del filósofo alemán, a saber: hombres que se ríen en ah, hombres que se ríen en eh, hombres que se ríen en oh, hombres que se ríen en uh, y hombres que se ríen como Nicolás Maquiavelo." (pág. 20 y 21. op. cit.)
Como ya debe resultar evidente, aquí no se habla de postres, pero tampoco de Maquiavelo. Las apariencias engañan.
Salvador Alís.
Advertencia para lectores golosos: Aquellos que por su ansia hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará del dulce misterio del arte de cocinar, ni de productos azucarados, recetas posibles, técnicas adecuadas y el largo etcétera implicado en la satisfacción de su deseo. Lo que sigue es un simple cuento pedagógico. Quienes crean, erróneamente, que la felicidad está en los postres, deberían repensar y cuestionar su dieta y de tal manera no malgastar su vida con semejantes venenos engañosos. Los curiosos y, a la vez, escépticos, y los humildes desde luego quizá puedan seguir leyendo, si acaso la intriga los atrapa.
Ayer compré (¡por un euro!) una biografía de Maquiavelo, una peculiar y preciosa edición que más adelante describiré. Y esta noche, motivado por no sé qué intención, he querido conocer su peso. Sin embargo, la balanza de la cocina no ha funcionado, no tenía pila, así que al final lo he sostenido en la mano izquierda (la más sensible) y he deducido que debía pesar unos 125 g, es decir un octavo de kilo. Alguien pensará que es redundancia señalar un octavo de kilo, pero les aseguro que conozco a muchos que ignoran que un octavo de kilo equivale a 125 g. Y enseguida, como un resorte que saltara desde esa conclusión -el hallazgo del peso aproximado de este libro- a otras necesarias conclusiones, me he preguntado qué pesaría, si pudiera pesarlo o al menos sopesarlo, mi cerebro.
La biografía de Maquiavelo mide 16,4 x 11,3 x 2,4. Es un volumen pequeño pero compacto, de 320 páginas y encuadernado en tela roja. En el centro de su portada presenta el símbolo de la editorial: un barco de velas doradas, que se repite en la parte superior del lomo. Y en el lomo, en mayúsculas negras, el título: MAQUIAVELO. El autor es Giuseppe Prezzolini. Una edición de 2.000 ejemplares con ilustraciones, y con retrato y autógrafo de Maquiavelo. Primera edición en La Nave, editado en Madrid en 1935. Mi ejemplar presenta la rareza de que los bordes de las páginas, en su parte baja y lateral derecha, están cortados a cuchillo, mientras los bordes superiores, inmaculados, están teñidos de oro. Tantas otras cosas podrían decirse de este libro, pero eso supondría agotar el tema.
En realidad es un obra barata, que se puede conseguir a través de Iberlibro por un precio que oscila entre los 10 y los 25 euros (sólo hay cinco ejemplares a la venta). Pero tiene su peso, lo que resulta indiscutible. Como indiscutible es que la cocina depende, además del apetito y la improvisación, de las matemáticas, la física y la química. Sobre todo en lo que se refiere a los postres, pues más o menos harina, mantequilla, azúcar o levadura pueden realzar un bocado o malograrlo. Demasiado seco, graso, empalagoso. Por no hablar del fuego y la temperatura, del horno y del reposo. Algo crudo, algo quemado, algo caliente, algo indigesto.
Con los libros y su equilibrio ocurre algo parecido. Hay libros como postres, en todas sus categorías de aciertos y fracasos. En ocasiones, en altas horas de la madrugada, echo mano de huevos y vainas de vainilla, mieles y nueces, azúcar de caña, ralladura de limón o naranja, harinas integrales, chocolate negro, leche y nata, almendra molida y coco, e improviso sin mucha ciencia y con instinto. A veces acierto y a veces no. Lo mismo me pasa cuando adquiero un libro por su valor de apetencia.
El Maquiavelo de 125 g no representa a la media de mis libros, que calculo deben pesar cuanto menos el doble, la mayoría de ellos. Pongamos un cuarto de kilo por unidad. Si mi casa contiene cuatro mil (habitaciones principales, pasillo y cuarto de baño), eso hace un total de una tonelada de literatura (con sus porcentajes ensayísticos, filosóficos, religiosos, artísticos, fotográficos, narrativos, poéticos y demás).
Compré ayer el Maquiavelo en uno de los locales de la asociación Betel, que se define a sí misma como de ayuda a personas en riesgo de exclusión social (o directamente excluidas), adictos a tan variadas drogas, alcohólicos y delincuentes en potencia o en esencia, por un simple euro, un euro paradójico a causa de su casualidad. Me pregunto si acaso no trato, con estas compras, de ayudarme a mí mismo. Pero esa expresión: "ayudarse uno a sí mismo" me parece tan ridícula, tan pretenciosa.
A muchos, supongo, les sonará que Nicolás Maquiavelo fue el autor de una obra principal: El Príncipe, a comienzos del siglo XVI. Pero puesto que conozco a pocos que invertirían tiempo en su lectura, copiaré aquí varias frases cortas (fácilmente localizables en Google) que quizá satisfagan su pereza.
"Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos."
"La naturaleza de los hombres soberbios y viles es mostrarse insolentes en la prosperidad y abyectos y humildes en la adversidad."
"Vale más hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse."
"En todas las cosas humanas, cuando se examinan de cerca, se demuestra que no pueden apartarse los obstáculos sin que de ellos surjan otros."
"Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen."
"En general, los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos comprenden lo que ven."
"De vez en cuando las palabras deben servir para ocultar los hechos."
"El fin justifica los medios."
"El fin justifica los medios." Eterna duda pensada tanto por los poderosos y ejecutores como por los que no se resignan y se rebelan.
¡Y qué tiempos aquellos en los que yo gastaba el dinero dado para la peluquería en pasteles de crema! Fui un niño caprichoso y ahora soy un viejo caprichoso. No más pasteles. Todavía algunos libros.
Dice Giuseppe Prezzolini: "Los hombres no se diferencian entre sí por ser blancos, negros o amarillos; ni por su tez rosada, dorada o tostada; ni por ser arios, mongólicos, germanos, franceses, papúes, indochinos o caribes; ni se clasifican en beocios y poetas, en gentes de fe y gentes de espíritu; en devoradores y devorados; en catedráticos y banqueros; en taimados y sencillos; o en ricos y en pobres; o en vencedores y vencidos; los hombres se distinguen en cinco categorías más kantianas que las del filósofo alemán, a saber: hombres que se ríen en ah, hombres que se ríen en eh, hombres que se ríen en oh, hombres que se ríen en uh, y hombres que se ríen como Nicolás Maquiavelo." (pág. 20 y 21. op. cit.)
Como ya debe resultar evidente, aquí no se habla de postres, pero tampoco de Maquiavelo. Las apariencias engañan.
Salvador Alís.
martes, 25 de febrero de 2020
SEGUNDOS PLATOS
SEGUNDOS PLATOS
Advertencia para lectores avezados: Aquellos que intencionadamente hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará en absoluto del arte de cocinar, ni de productos exóticos, recetas imposibles, técnicas extrañas y el largo etcétera relacionado con cualquier idea anticipada. Lo que sigue es otro cuento pedagógico. Quienes crean que dominan esas artes, la lectura y la resolución de enigmas, harían bien en desistir de su impulso y así no perder su escaso tiempo irrecuperable. Los curiosos y los obstinados tal vez pudieran seguir leyendo, si acaso la intriga los atrapa.
Sigo acumulando libros. No sé por qué lo hago, pero no lo puedo evitar. A veces pienso que un día o una noche se hundirá mi habitación bajo su peso y moriré aplastado entre escombros y palabras. Pero no me da miedo, no me preocupa acabar así. Me inquieta más, si no hay derrumbe, el destino de mi biblioteca cuando yo no esté. ¿En qué manos y ante que ojos caerán ellos, sus miles de páginas, sus millones de letras, tantos pensamientos laboriosamente expresados, esa belleza deslumbrante donde la humanidad se dice a sí misma y se muestra en sus jardines contradictorios, en su soledad profunda, en sus verdades y fantasías, en sus anhelos e indagaciones sin fin?
En la última semana han sido cinco las adquisiciones. De la estantería metálica del Mercado de Pere Garau, entre un puesto de frutas y otro de vinos, muy cerca de la zona de la pescadería, donde la gente deja libros y escoge libros de forma gratuita y anónima, rescaté la Desobediencia civil y otros escritos, de Thoreau. Una edición humilde, de las llamadas de bolsillo, con el aspecto de no haber sido aún leído. Copiaré aquí, como ingrediente primero, dos únicas líneas: "¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella?" Al día siguiente pagué en la librería Agapea 15 euros por una breve novela de Stefan Zweig, de apenas 91 páginas, titulada Viaje al pasado. Casi al final, estos versos de Verlaine: "Dans le vieux parc solitaire et glacé / Deux spectres cherchent le passé.", el segundo ingrediente. Y ayer por la tarde, luego de atravesar la puerta giratoria de la Biblioteca de Can Sales, en la mesa de los libros expurgados, encuentro La carta de Sagawa de Jûrô Kara, esa peculiar historia de amor y canibalismo. La carta se queda en mi mano, me acompaña al sótano. De manera que el tercer ingrediente podría ser la "adoración". Pero mi viaje a la Biblioteca estaba motivado por la búsqueda de un libro concreto, que para mi suerte sigue en su lugar casi un cuarto de siglo después de su lectura, El muro de Marlen Haushofer. El cuarto ingrediente de este segundo plato es esta frase: "No escribo por placer, sencillamente he de escribir si no quiero perder la razón."
Mientras cada vez más gente entra en pánico por un micro elemento que, al parecer, no está ni vivo ni muerto, mientras la OMS advierte sobre una posible pandemia mundial, pocos recuerdan que cada día mueren 25 mil personas por hambre, diez veces más que la totalidad de fallecidos hasta ahora por ese virus de origen incierto que congela buques en alta mar y aviones en el cielo. Varios millones al año mueren por hambre. Ninguna alerta.
Como ya dije, yo me relajo cocinando, y para ello no uso ni máscara ni guantes, pues me gusta oler, saborear, tocar y sentir lo que finalmente me llevo a la boca. Para este segundo plato faltaba un último elemento, el ingrediente principal y más complejo. Lo compré esta tarde en un almacén del Ejército de Salvación: Les voix du silence de André Malraux. Una edición, encuadernada en tela cruda, de La Galerie de la Pléiade de 1951. Por este volumen de un kilo de peso, el vendedor me ha pedido un simple euro. En la página 611, una reproducción en blanco y negro de Le boeuf écorché de Rembrandt. Cocina francesa pero también internacional.
Esa imagen del buey desollado, en el libro de Malraux, me ha despertado el apetito. De repente, en la calle, respirando un aire cálido y extraño para este final de febrero donde se echa de menos la lluvia, he recordado que Kara le pregunta insistentemente a Sagawa a qué sabe la carne humana. Me he dirigido al supermercado de El Corte Inglés y he comprado un solomillo de vacuno de La Finca Jiménez Barbera, en cuya etiqueta se menciona que se trata de un corte de hembra de raza Simmental de unos 8 años, alimentada con pastos, forrajes, cereales y ensilajes, y que ha madurado (el corte, no la vaca) entre 4 y 5 semanas. "La carne de la felicidad", la llama el ganadero. Lo he cocinado a fuego muy fuerte, sobre una sartén en la que previamente he asado una patata con piel, espárragos trigueros, ajos y guindillas, todo ello aderezado con escamas de sal y tomillo.
No será necesario que diga (¿o sí?) que convivo como puedo con mis contradicciones. De vez en cuando como carne y también pescado. Si pienso en un atún, no siento remordimientos, pero los siento si llevo a la imaginación una vaca tranquila en su prado. Hace dos décadas que no he probado el conejo y, desde luego, jamás comería murciélagos. Convivo con mis contradicciones, voy alternando lecturas: hoy leo cinco libros a un tiempo, cierro uno y abro el siguiente, unas páginas de Haushofer, otras de Zweig, un capítulo de Thoreau, una carta de Kara y otra (de amor) de Vermeer. Si la pandemia fuera realmente una amenaza, conviene llegar a ella bien alimentado.
Según la FAO, cada año mueren en el mundo 6 millones de niños menores de cinco años por el hambre y la pobreza. Por favor, que nadie se altere, que no cunda el pánico. Es sólo un telón de fondo. El virus maligno es en esta representación el protagonista principal y ocupa todo el escenario.
Salvador Alís.
Advertencia para lectores avezados: Aquellos que intencionadamente hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará en absoluto del arte de cocinar, ni de productos exóticos, recetas imposibles, técnicas extrañas y el largo etcétera relacionado con cualquier idea anticipada. Lo que sigue es otro cuento pedagógico. Quienes crean que dominan esas artes, la lectura y la resolución de enigmas, harían bien en desistir de su impulso y así no perder su escaso tiempo irrecuperable. Los curiosos y los obstinados tal vez pudieran seguir leyendo, si acaso la intriga los atrapa.
Sigo acumulando libros. No sé por qué lo hago, pero no lo puedo evitar. A veces pienso que un día o una noche se hundirá mi habitación bajo su peso y moriré aplastado entre escombros y palabras. Pero no me da miedo, no me preocupa acabar así. Me inquieta más, si no hay derrumbe, el destino de mi biblioteca cuando yo no esté. ¿En qué manos y ante que ojos caerán ellos, sus miles de páginas, sus millones de letras, tantos pensamientos laboriosamente expresados, esa belleza deslumbrante donde la humanidad se dice a sí misma y se muestra en sus jardines contradictorios, en su soledad profunda, en sus verdades y fantasías, en sus anhelos e indagaciones sin fin?
En la última semana han sido cinco las adquisiciones. De la estantería metálica del Mercado de Pere Garau, entre un puesto de frutas y otro de vinos, muy cerca de la zona de la pescadería, donde la gente deja libros y escoge libros de forma gratuita y anónima, rescaté la Desobediencia civil y otros escritos, de Thoreau. Una edición humilde, de las llamadas de bolsillo, con el aspecto de no haber sido aún leído. Copiaré aquí, como ingrediente primero, dos únicas líneas: "¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella?" Al día siguiente pagué en la librería Agapea 15 euros por una breve novela de Stefan Zweig, de apenas 91 páginas, titulada Viaje al pasado. Casi al final, estos versos de Verlaine: "Dans le vieux parc solitaire et glacé / Deux spectres cherchent le passé.", el segundo ingrediente. Y ayer por la tarde, luego de atravesar la puerta giratoria de la Biblioteca de Can Sales, en la mesa de los libros expurgados, encuentro La carta de Sagawa de Jûrô Kara, esa peculiar historia de amor y canibalismo. La carta se queda en mi mano, me acompaña al sótano. De manera que el tercer ingrediente podría ser la "adoración". Pero mi viaje a la Biblioteca estaba motivado por la búsqueda de un libro concreto, que para mi suerte sigue en su lugar casi un cuarto de siglo después de su lectura, El muro de Marlen Haushofer. El cuarto ingrediente de este segundo plato es esta frase: "No escribo por placer, sencillamente he de escribir si no quiero perder la razón."
Mientras cada vez más gente entra en pánico por un micro elemento que, al parecer, no está ni vivo ni muerto, mientras la OMS advierte sobre una posible pandemia mundial, pocos recuerdan que cada día mueren 25 mil personas por hambre, diez veces más que la totalidad de fallecidos hasta ahora por ese virus de origen incierto que congela buques en alta mar y aviones en el cielo. Varios millones al año mueren por hambre. Ninguna alerta.
Como ya dije, yo me relajo cocinando, y para ello no uso ni máscara ni guantes, pues me gusta oler, saborear, tocar y sentir lo que finalmente me llevo a la boca. Para este segundo plato faltaba un último elemento, el ingrediente principal y más complejo. Lo compré esta tarde en un almacén del Ejército de Salvación: Les voix du silence de André Malraux. Una edición, encuadernada en tela cruda, de La Galerie de la Pléiade de 1951. Por este volumen de un kilo de peso, el vendedor me ha pedido un simple euro. En la página 611, una reproducción en blanco y negro de Le boeuf écorché de Rembrandt. Cocina francesa pero también internacional.
Esa imagen del buey desollado, en el libro de Malraux, me ha despertado el apetito. De repente, en la calle, respirando un aire cálido y extraño para este final de febrero donde se echa de menos la lluvia, he recordado que Kara le pregunta insistentemente a Sagawa a qué sabe la carne humana. Me he dirigido al supermercado de El Corte Inglés y he comprado un solomillo de vacuno de La Finca Jiménez Barbera, en cuya etiqueta se menciona que se trata de un corte de hembra de raza Simmental de unos 8 años, alimentada con pastos, forrajes, cereales y ensilajes, y que ha madurado (el corte, no la vaca) entre 4 y 5 semanas. "La carne de la felicidad", la llama el ganadero. Lo he cocinado a fuego muy fuerte, sobre una sartén en la que previamente he asado una patata con piel, espárragos trigueros, ajos y guindillas, todo ello aderezado con escamas de sal y tomillo.
No será necesario que diga (¿o sí?) que convivo como puedo con mis contradicciones. De vez en cuando como carne y también pescado. Si pienso en un atún, no siento remordimientos, pero los siento si llevo a la imaginación una vaca tranquila en su prado. Hace dos décadas que no he probado el conejo y, desde luego, jamás comería murciélagos. Convivo con mis contradicciones, voy alternando lecturas: hoy leo cinco libros a un tiempo, cierro uno y abro el siguiente, unas páginas de Haushofer, otras de Zweig, un capítulo de Thoreau, una carta de Kara y otra (de amor) de Vermeer. Si la pandemia fuera realmente una amenaza, conviene llegar a ella bien alimentado.
Según la FAO, cada año mueren en el mundo 6 millones de niños menores de cinco años por el hambre y la pobreza. Por favor, que nadie se altere, que no cunda el pánico. Es sólo un telón de fondo. El virus maligno es en esta representación el protagonista principal y ocupa todo el escenario.
Salvador Alís.
domingo, 23 de febrero de 2020
COCINA EXPERIMENTAL
COCINA EXPERIMENTAL
Advertencia para lectores ingenuos: Aquellos que por casualidad hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará propiamente del arte de cocinar, ni de productos frescos, recetas, técnicas culinarias y el largo etcétera relacionado con su idea preconcebida. Lo que sigue es un cuento pedagógico. Quienes crean saberlo todo, no sobre la cocina sino sobre la vida, harían bien en desistir de su impulso y así no perder su escaso y precioso tiempo. Los curiosos e impenitentes tal vez pudieran seguir leyendo, si acaso la lectura los atrapa.
Después de una intensa semana de trabajo, tanto en su concepción física como mental, y después de otras intensidades sobrevenidas, por fin llego a casa poco antes de las 12 de la noche de este viernes 21 de febrero, el mes fatídico en su tradición ahora interrumpida. Por delante cinco días "libres". Mi reloj vital ( no un smartwacht, porque tal artilugio no me interesa más allá de sus aspectos teóricos) me dice que estoy ciertamente estresado, y que debo poner remedio a esa alteración. Por suerte, dispongo de dos "mecanismos" anti-estrés: uno, acariciar a mis gatas; y el otro, cocinar. De manera que, luego de ir al baño, saludarlas a las cuatro (las gatas y la gata), cambiarme de ropa y ponerme cómodo, abro una botella de chardonnay Crin Roja, un vino barato pero agradable, fresco y ligero, tal cual lo necesito, y me dispongo a prepararme la cena.
Enciendo el fuego y coloco, sobre la llama, un cazo de acero inoxidable con un chorro de aceite de oliva virgen extra. Cuando ese aceite comienza a tomar temperatura pongo sobre él tres ajos machacados con su piel, una guindilla picada y una hoja de laurel. A fuego lento. Y mientras esto se hace, troceo un tercio de calabacín, hinojo y puerro, dos sitakes y media cebolla en corte fino, y lo agrego todo al cazo y lo rehogo unos minutos hasta que los aromas, por el fuego, suben de tono y conquistan la cocina. Entonces añado medio vaso de vino blanco y subo el fuego. Y a continuación, 375 ml de agua, una cucharada de semillas de lino, un puñado de algas kombu y 13 almendras partidas. Lo dejo hervir 5 minutos y luego vuelvo a bajar el fuego. Añado media cucharadita de jengibre molido y dos cucharadas de tapioca. Cuando la ebullición controlada está en su apogeo, cae en el cazo un lomo de bacalao troceado y, para sustituir a la sal y salarlo, una loncha de bacalao ahumado cortada a tijera. Durante otros 5 minutos cuecen juntos los diversos ingredientes mientras remuevo sin cesar el conjunto. Y finalmente, con el fuego ya apagado, dejo caer por encima varias aceitunas negras y guardo otros minutos de reposo.
Visualmente, el plato sin duda no ofrece una imagen apetecible, todo lo contrario: una espesa sopa cuyos colores son el blanco, el verde, el marrón y el negro (con algún destello rojo). Pero otra cosa es su gusto y su aroma. Pura gelatina intensamente aromática, picante y sabrosa. Y esa gelatina se debe a las propiedades del ajo, el lino, las algas, el bacalao y la tapioca.
Cocinar me relaja. Experimentar da sentido a mi vida. Comer caliente, incluso en el invierno que falta, me reconforta. Entiendo y disfruto las paellas perfectas, pero yo me inclino por cocinar platos raros. No espero que su gusto sea mayoritario, eso incluso me molestaría. Quien no se arriesga suele ganar, al menos en su precaución y tranquilidad. Y quien se arriesga puede perder..., o ganar.
Se gana, en este juego creativo, cuando se disfruta el resultado. ¿Cocinar para otros? Sólo para aquellos que tengan un paladar abierto, una lengua inquieta, los que distingan un sabor especial entre sabores, los que comprendan que este vino ha sido elegido para este plato.
Mientras escribo digiriendo la sopa de tapioca, escucho por enésima vez a la inimitable Lola, una de sus canciones cantadas y recitadas, trampa para ingenuos, revelación para cocineros. Y a pesar de la posible repetición incomprendida, se añadirá a este guiso como sazón.
El segundo "mecanismo" anti-estrés, mis tres gatas, hace tiempo que circulan arriba y abajo y lateralmente sobre mí y por encima de mí, paseándose ante la pantalla del ordenador pero entrenadas para evitar el teclado.
Poco antes de las 12 de la noche vuelvo a casa pensando que la estupidez es la comida basura y barata que la mayoría prefiere. Y de tal pensamiento surge mi deseo de cocinar. Soy un escéptico irreductible, lo confieso, que únicamente acepta el resultado de sus experimentos. Para los creyentes en su Dios -una cuestión de fe y no de ciencia-, quizá Éste sea el Gran Cocinero del Universo, el que mezcla, procesa y condimenta galaxias y estrellas, planetas y lunas, cometas y asteroides, la luz y la materia oscura, y otras muchas, variadas y secretas formulas matemáticas. Abro una botella barata de tempranillo Crin Roja. Me asomo al balcón. ¿Dónde estará el invierno?
¿Entenderás la canción y la receta?
Salvador Alís.
Advertencia para lectores ingenuos: Aquellos que por casualidad hayan llegado hasta aquí, sepan que aquí no se hablará propiamente del arte de cocinar, ni de productos frescos, recetas, técnicas culinarias y el largo etcétera relacionado con su idea preconcebida. Lo que sigue es un cuento pedagógico. Quienes crean saberlo todo, no sobre la cocina sino sobre la vida, harían bien en desistir de su impulso y así no perder su escaso y precioso tiempo. Los curiosos e impenitentes tal vez pudieran seguir leyendo, si acaso la lectura los atrapa.
Después de una intensa semana de trabajo, tanto en su concepción física como mental, y después de otras intensidades sobrevenidas, por fin llego a casa poco antes de las 12 de la noche de este viernes 21 de febrero, el mes fatídico en su tradición ahora interrumpida. Por delante cinco días "libres". Mi reloj vital ( no un smartwacht, porque tal artilugio no me interesa más allá de sus aspectos teóricos) me dice que estoy ciertamente estresado, y que debo poner remedio a esa alteración. Por suerte, dispongo de dos "mecanismos" anti-estrés: uno, acariciar a mis gatas; y el otro, cocinar. De manera que, luego de ir al baño, saludarlas a las cuatro (las gatas y la gata), cambiarme de ropa y ponerme cómodo, abro una botella de chardonnay Crin Roja, un vino barato pero agradable, fresco y ligero, tal cual lo necesito, y me dispongo a prepararme la cena.
Enciendo el fuego y coloco, sobre la llama, un cazo de acero inoxidable con un chorro de aceite de oliva virgen extra. Cuando ese aceite comienza a tomar temperatura pongo sobre él tres ajos machacados con su piel, una guindilla picada y una hoja de laurel. A fuego lento. Y mientras esto se hace, troceo un tercio de calabacín, hinojo y puerro, dos sitakes y media cebolla en corte fino, y lo agrego todo al cazo y lo rehogo unos minutos hasta que los aromas, por el fuego, suben de tono y conquistan la cocina. Entonces añado medio vaso de vino blanco y subo el fuego. Y a continuación, 375 ml de agua, una cucharada de semillas de lino, un puñado de algas kombu y 13 almendras partidas. Lo dejo hervir 5 minutos y luego vuelvo a bajar el fuego. Añado media cucharadita de jengibre molido y dos cucharadas de tapioca. Cuando la ebullición controlada está en su apogeo, cae en el cazo un lomo de bacalao troceado y, para sustituir a la sal y salarlo, una loncha de bacalao ahumado cortada a tijera. Durante otros 5 minutos cuecen juntos los diversos ingredientes mientras remuevo sin cesar el conjunto. Y finalmente, con el fuego ya apagado, dejo caer por encima varias aceitunas negras y guardo otros minutos de reposo.
Visualmente, el plato sin duda no ofrece una imagen apetecible, todo lo contrario: una espesa sopa cuyos colores son el blanco, el verde, el marrón y el negro (con algún destello rojo). Pero otra cosa es su gusto y su aroma. Pura gelatina intensamente aromática, picante y sabrosa. Y esa gelatina se debe a las propiedades del ajo, el lino, las algas, el bacalao y la tapioca.
Cocinar me relaja. Experimentar da sentido a mi vida. Comer caliente, incluso en el invierno que falta, me reconforta. Entiendo y disfruto las paellas perfectas, pero yo me inclino por cocinar platos raros. No espero que su gusto sea mayoritario, eso incluso me molestaría. Quien no se arriesga suele ganar, al menos en su precaución y tranquilidad. Y quien se arriesga puede perder..., o ganar.
Se gana, en este juego creativo, cuando se disfruta el resultado. ¿Cocinar para otros? Sólo para aquellos que tengan un paladar abierto, una lengua inquieta, los que distingan un sabor especial entre sabores, los que comprendan que este vino ha sido elegido para este plato.
Mientras escribo digiriendo la sopa de tapioca, escucho por enésima vez a la inimitable Lola, una de sus canciones cantadas y recitadas, trampa para ingenuos, revelación para cocineros. Y a pesar de la posible repetición incomprendida, se añadirá a este guiso como sazón.
El segundo "mecanismo" anti-estrés, mis tres gatas, hace tiempo que circulan arriba y abajo y lateralmente sobre mí y por encima de mí, paseándose ante la pantalla del ordenador pero entrenadas para evitar el teclado.
Poco antes de las 12 de la noche vuelvo a casa pensando que la estupidez es la comida basura y barata que la mayoría prefiere. Y de tal pensamiento surge mi deseo de cocinar. Soy un escéptico irreductible, lo confieso, que únicamente acepta el resultado de sus experimentos. Para los creyentes en su Dios -una cuestión de fe y no de ciencia-, quizá Éste sea el Gran Cocinero del Universo, el que mezcla, procesa y condimenta galaxias y estrellas, planetas y lunas, cometas y asteroides, la luz y la materia oscura, y otras muchas, variadas y secretas formulas matemáticas. Abro una botella barata de tempranillo Crin Roja. Me asomo al balcón. ¿Dónde estará el invierno?
¿Entenderás la canción y la receta?
Salvador Alís.
martes, 18 de febrero de 2020
MONÓLOGO EN UN CUARTO DE BAÑO
MONÓLOGO EN UN CUARTO DE BAÑO
La espuma blanca y varias cuchillas afiladas.
El rostro que se busca en el espejo.
Un actor que duda entre su piel y su barba,
entre el niño y el anciano, entre el ángel angélico
y el diabólico diablo.
Tú y yo hemos nacido antes de nacer,
hace mil años o mil veces mil años,
y nuestros ojos sabios y cansados ya no ven el mundo
que es sino el que pudo ser, el que será en un futuro
imaginado y el que inevitablemente fue.
Enmarcados por sus ojeras, ven nuestros ojos
la flor en el invierno, y en la primavera ven
las hojas moribundas del verde al amarillo,
el hongo gris, el pulgón negro, la traslucida larva
y la cristalina tela de la araña.
Ceniza y tierra enlosan los días ocultos
y las noches cálidas, justo antes del amanecer.
Ven nuestros ojos el humo de un papel que arde
y desaparece convertido en humo, y ven la memoria
sin nostalgia como diáfano destino.
Mirar tus ojos, premio superior y suerte
entre las suertes. Y ver los míos,
espejos de amor que los sueños empañan
y el deseo los quiebra.
Frente a nuestros cuerpos desnudos
a la hora del baño, teniendo en cuenta este monólogo,
no siendo héroes ni malvados. Actores que se convierten
en personajes y personajes que anhelan estar vivos.
¿Qué actor o personaje se despierta de la siesta infinita
para ser el que fue,
cuando el guión exige que la barba rechace
sus cuchillas, cuando tus ojos desvían
la mirada al cielo y el agua surge impremeditada
de un grifo lacado y fatalmente corroído
y en modo alguno satisfecho ni lleno ni feliz?
¿Se reconocen el ciego y el enamorado en este espejo?
¿Sabe alguien de qué se habla cuando se habla?
Aquellas cartas y estas lecturas.
Los dos cabos de la cuerda cortada recuerdan su nudo.
Corre el agua, mas no es la misma agua.
La espuma ya no es blanca
y perdieron su filo las cuchillas.
Una línea sin fin cruza la frente, las mejillas y los labios.
Lo que está por venir luce como sangre
en una gota que brota del corte y se vuelve estrella
luminosa, símbolo o emblema
de toda escritura hermética y eterna.
Salvador Alís.
La espuma blanca y varias cuchillas afiladas.
El rostro que se busca en el espejo.
Un actor que duda entre su piel y su barba,
entre el niño y el anciano, entre el ángel angélico
y el diabólico diablo.
Tú y yo hemos nacido antes de nacer,
hace mil años o mil veces mil años,
y nuestros ojos sabios y cansados ya no ven el mundo
que es sino el que pudo ser, el que será en un futuro
imaginado y el que inevitablemente fue.
Enmarcados por sus ojeras, ven nuestros ojos
la flor en el invierno, y en la primavera ven
las hojas moribundas del verde al amarillo,
el hongo gris, el pulgón negro, la traslucida larva
y la cristalina tela de la araña.
Ceniza y tierra enlosan los días ocultos
y las noches cálidas, justo antes del amanecer.
Ven nuestros ojos el humo de un papel que arde
y desaparece convertido en humo, y ven la memoria
sin nostalgia como diáfano destino.
Mirar tus ojos, premio superior y suerte
entre las suertes. Y ver los míos,
espejos de amor que los sueños empañan
y el deseo los quiebra.
Frente a nuestros cuerpos desnudos
a la hora del baño, teniendo en cuenta este monólogo,
no siendo héroes ni malvados. Actores que se convierten
en personajes y personajes que anhelan estar vivos.
¿Qué actor o personaje se despierta de la siesta infinita
para ser el que fue,
cuando el guión exige que la barba rechace
sus cuchillas, cuando tus ojos desvían
la mirada al cielo y el agua surge impremeditada
de un grifo lacado y fatalmente corroído
y en modo alguno satisfecho ni lleno ni feliz?
¿Se reconocen el ciego y el enamorado en este espejo?
¿Sabe alguien de qué se habla cuando se habla?
Aquellas cartas y estas lecturas.
Los dos cabos de la cuerda cortada recuerdan su nudo.
Corre el agua, mas no es la misma agua.
La espuma ya no es blanca
y perdieron su filo las cuchillas.
Una línea sin fin cruza la frente, las mejillas y los labios.
Lo que está por venir luce como sangre
en una gota que brota del corte y se vuelve estrella
luminosa, símbolo o emblema
de toda escritura hermética y eterna.
Salvador Alís.
domingo, 16 de febrero de 2020
EL SILENCIO Y LA MÚSICA
EL SILENCIO Y LA MÚSICA
Después de las palabras: el silencio. Después del silencio: la música.
Después de las palabras verdaderas y sentidas, todo calla. No se escucha
la trascendental caída de un alfiler sobre alfileres. No se escucha
el roce de la reina negra al deslizarse
sobre el tablero, su campo de batalla. No se escucha el cello,
sus cuatro cuerdas, su voz humana. Todo calla
después de las palabras. Pero el dios de la música se pronuncia
a través de este silencio exquisito e innombrable. Se pronuncia y canta,
con su felicidad extraña y apaciguadora, sin palabras.
Círculos de vida, cada cual el suyo, a su alrededor,
laboriosamente trazado, no rígido sino flexible, abierto y cerrado
según la ocasión. En este círculo cabe un cielo rojo de madrugada,
la niebla y la nada, los queridos pensamientos, los sueños y las palabras.
Cabe el silencio necesario y la música más alta.
Se vive por y para las palabras, para hablar y no escuchar,
para que ruede y hacer rodar la brillante canica de cristal. Se vive
para barajar las cartas y negar el azar. Se vive de espaldas
al silencio, pues al silencio se le teme por incomprendido y ajeno.
Pues todo debe ser ruido, todo incesante cháchara
incomprensible y falaz. Se ignora que el dios de la música
improvisa sus instrumentos, que él sí habla sin palabras,
que le basta con lanzar al viento contra un árbol y agitar sus hojas,
que le basta con estremecer un corazón,
con hacer del círculo de tu vida goma elástica, tensar su longitud
y forzar, hasta el límite, su energía.
Las cuatro cuerdas del cello. Y Bach en esta noche de silencios
y palabras. La piel de nuestras manos, afinada
por los años, los trabajos, las caricias dadas y negadas.
¿Dónde fueron los inviernos de nuestra infancia? ¿Dónde los veranos
de nuestra juventud? Después de las palabras: el silencio.
Después del silencio: los abrazos, las miradas. Nada se contiene.
Todo habla. Mi círculo, laboriosamente trazado, no te excluye,
te reclama. Hay en mí una puerta blanca.
La llave de su cerradura es tu voluntad. Mi deseo: sus bisagras.
Gemirá la puerta, si llegara a abrirse, por su óxido
y la falta de costumbre. Una llave y una puerta.
Cuando la música es alma y, más que alma, pensamiento y ser,
la apertura es una nota sostenida o repentina.
Las manos se detienen. La música termina. Las voces callan
y hasta el silencio merece un descanso.
Un alfiler entre alfileres. Un peón que avanza.
Una canica que rueda. Un as en la manga.
Salvador Alís.
Después de las palabras: el silencio. Después del silencio: la música.
Después de las palabras verdaderas y sentidas, todo calla. No se escucha
la trascendental caída de un alfiler sobre alfileres. No se escucha
el roce de la reina negra al deslizarse
sobre el tablero, su campo de batalla. No se escucha el cello,
sus cuatro cuerdas, su voz humana. Todo calla
después de las palabras. Pero el dios de la música se pronuncia
a través de este silencio exquisito e innombrable. Se pronuncia y canta,
con su felicidad extraña y apaciguadora, sin palabras.
Círculos de vida, cada cual el suyo, a su alrededor,
laboriosamente trazado, no rígido sino flexible, abierto y cerrado
según la ocasión. En este círculo cabe un cielo rojo de madrugada,
la niebla y la nada, los queridos pensamientos, los sueños y las palabras.
Cabe el silencio necesario y la música más alta.
Se vive por y para las palabras, para hablar y no escuchar,
para que ruede y hacer rodar la brillante canica de cristal. Se vive
para barajar las cartas y negar el azar. Se vive de espaldas
al silencio, pues al silencio se le teme por incomprendido y ajeno.
Pues todo debe ser ruido, todo incesante cháchara
incomprensible y falaz. Se ignora que el dios de la música
improvisa sus instrumentos, que él sí habla sin palabras,
que le basta con lanzar al viento contra un árbol y agitar sus hojas,
que le basta con estremecer un corazón,
con hacer del círculo de tu vida goma elástica, tensar su longitud
y forzar, hasta el límite, su energía.
Las cuatro cuerdas del cello. Y Bach en esta noche de silencios
y palabras. La piel de nuestras manos, afinada
por los años, los trabajos, las caricias dadas y negadas.
¿Dónde fueron los inviernos de nuestra infancia? ¿Dónde los veranos
de nuestra juventud? Después de las palabras: el silencio.
Después del silencio: los abrazos, las miradas. Nada se contiene.
Todo habla. Mi círculo, laboriosamente trazado, no te excluye,
te reclama. Hay en mí una puerta blanca.
La llave de su cerradura es tu voluntad. Mi deseo: sus bisagras.
Gemirá la puerta, si llegara a abrirse, por su óxido
y la falta de costumbre. Una llave y una puerta.
Cuando la música es alma y, más que alma, pensamiento y ser,
la apertura es una nota sostenida o repentina.
Las manos se detienen. La música termina. Las voces callan
y hasta el silencio merece un descanso.
Un alfiler entre alfileres. Un peón que avanza.
Una canica que rueda. Un as en la manga.
Salvador Alís.
martes, 4 de febrero de 2020
EL ÚLTIMO RELOJ
EL ÚLTIMO RELOJ
Esta tarde, poco antes de las 21:00 horas, he comprado mi último reloj.
No he tenido muchos, porque el tiempo, ciertamente,
nunca me ha importado más de la cuenta.
Del primero que tuve, nada recuerdo, ni del segundo ni del tercero.
En los años 70 compré un Thermidor, pero no fue para mí.
Y después llegó un simple Casio de esfera azul.
Durante los últimos veinticinco años ha pesado en mi muñeca
mi querido Tissot de caja y brazalete de acero, preciso y enigmático.
Finalmente su esfera giró dentro de la caja,
rebelándose contra el imperativo de dar la hora exacta.
Desde entonces, meses atrás, he deseado hacerme con otro
que no desmereciera la calidad de sus agujas y su círculo plateado.
Mi padre pudo tener un Longines, quien lo diría.
Lo encontré en la casa, junto a otros, en el cajón de un mueble
que pocas veces se abría.
Mi padre muerto. Y aquellos relojes parados o dormidos.
Ese Longines, un Glashütte y un Omega octogonal.
Los malvendí en el Rastro por diez mil pesetas en 1995.
Durante medio año, al menos, he investigado sobre relojes,
he visto, leído, fotografiado y comparado cientos de relojes,
he visitado relojerías y catálogos y, en definitiva,
he agotado el tiempo de una búsqueda racional
hasta caer en la obsesión.
Ante mis ojos y mis sueños han pasado los Laco y los Vostok,
los Seiko y los Gran Seiko, los Stowa y los Sinn,
los Alpina y los Victorinox, los Junghans y los Junkers,
los Bernhard H. Mayer, los Mido, los Bulova, los Steinhart,
los Certina, los Orient..., y tantos otros que ya no se ajustan
ni al precio ni al recuerdo.
Pero aprendí lo necesario, aprendí a separar los movimientos
automáticos de los cuarzos, los mecánicos, los solares;
aprendí a valorar los flieger, por afinidad,
aprendí que los diver no me interesaban, que los chinos
y los rusos y los norteamericanos podían ser absolutamente
prescindibles, y que sin embargo Japón y Alemania importaban.
De cualquier manera, tras meses indagando, se impone el tópico
swiss made. No por nada, por descarte y porque sí.
Hasta hace una semana, mi elección era el Laco Augsburg 42.
Pero ayer me decidí por un Longines Conquest
y me faltaron minutos para cerrar la compra.
Cambié de idea hoy por una pequeña pieza de plástico.
Hoy he comprado mi último reloj, un capricho,
pues en mi vida cotidiana el móvil facilita horas y alarmas,
y en el trabajo el walkie talkie y la PDA también hacen de las suyas.
Abandonada la idea del contundente y ostentoso Longines,
elegí el Hamilton Khaki automático de 42 mm y esfera negra.
Su cristal de zafiro semi curvado y su correa de piel.
Si esto fuese un poema sobre el tiempo que pasa y va pasando,
sobre su contenido y su oportunidad, algunas preguntas
serían tan legítimas como inevitables:
Puesto que el Mundo se va al carajo, el reloj se impone
para prever la hora, el minuto y el segundo de ese final.
Un automático fiable y preciso, mi último reloj.
Salvador Alís.
Esta tarde, poco antes de las 21:00 horas, he comprado mi último reloj.
No he tenido muchos, porque el tiempo, ciertamente,
nunca me ha importado más de la cuenta.
Del primero que tuve, nada recuerdo, ni del segundo ni del tercero.
En los años 70 compré un Thermidor, pero no fue para mí.
Y después llegó un simple Casio de esfera azul.
Durante los últimos veinticinco años ha pesado en mi muñeca
mi querido Tissot de caja y brazalete de acero, preciso y enigmático.
Finalmente su esfera giró dentro de la caja,
rebelándose contra el imperativo de dar la hora exacta.
Desde entonces, meses atrás, he deseado hacerme con otro
que no desmereciera la calidad de sus agujas y su círculo plateado.
Mi padre pudo tener un Longines, quien lo diría.
Lo encontré en la casa, junto a otros, en el cajón de un mueble
que pocas veces se abría.
Mi padre muerto. Y aquellos relojes parados o dormidos.
Ese Longines, un Glashütte y un Omega octogonal.
Los malvendí en el Rastro por diez mil pesetas en 1995.
Durante medio año, al menos, he investigado sobre relojes,
he visto, leído, fotografiado y comparado cientos de relojes,
he visitado relojerías y catálogos y, en definitiva,
he agotado el tiempo de una búsqueda racional
hasta caer en la obsesión.
Ante mis ojos y mis sueños han pasado los Laco y los Vostok,
los Seiko y los Gran Seiko, los Stowa y los Sinn,
los Alpina y los Victorinox, los Junghans y los Junkers,
los Bernhard H. Mayer, los Mido, los Bulova, los Steinhart,
los Certina, los Orient..., y tantos otros que ya no se ajustan
ni al precio ni al recuerdo.
Pero aprendí lo necesario, aprendí a separar los movimientos
automáticos de los cuarzos, los mecánicos, los solares;
aprendí a valorar los flieger, por afinidad,
aprendí que los diver no me interesaban, que los chinos
y los rusos y los norteamericanos podían ser absolutamente
prescindibles, y que sin embargo Japón y Alemania importaban.
De cualquier manera, tras meses indagando, se impone el tópico
swiss made. No por nada, por descarte y porque sí.
Hasta hace una semana, mi elección era el Laco Augsburg 42.
Pero ayer me decidí por un Longines Conquest
y me faltaron minutos para cerrar la compra.
Cambié de idea hoy por una pequeña pieza de plástico.
Hoy he comprado mi último reloj, un capricho,
pues en mi vida cotidiana el móvil facilita horas y alarmas,
y en el trabajo el walkie talkie y la PDA también hacen de las suyas.
Abandonada la idea del contundente y ostentoso Longines,
elegí el Hamilton Khaki automático de 42 mm y esfera negra.
Su cristal de zafiro semi curvado y su correa de piel.
Si esto fuese un poema sobre el tiempo que pasa y va pasando,
sobre su contenido y su oportunidad, algunas preguntas
serían tan legítimas como inevitables:
Puesto que el Mundo se va al carajo, el reloj se impone
para prever la hora, el minuto y el segundo de ese final.
Un automático fiable y preciso, mi último reloj.
Salvador Alís.
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