ANTIPROPÓSITOS
En la tarde del segundo día de este año que comienza encontré por casualidad un nuevo almacén de libros usados. Y aunque hace meses que no me abandona la idea de dejar a un lado mis lecturas obsesivas, si no definitivamente al menos hasta que llegue el momento de jubilarme, fui incapaz de oponerme a la atracción que los libros ejercen sobre mí, entré en ese local abarrotado no sólo de libros y, luego de un par de horas de apasionado escrutinio, acabé comprando los diez que cito a continuación:
Antonio Tabucchi. Los últimos tres días de Fernando Pessoa. Alianza Cien. 1996.
Apenas 56 páginas que leí anoche sin pausa para descubrir, pues nunca me había interesado su muerte sino su escritura, que Pessoa murió por una crisis hepática, entre dolores y vómitos verdes.
Sanuel Beckett. Relatos. Tusquets. 1976.
Esta breve recopilación, tres únicos relatos, 66 páginas, ya formaba parte de mi biblioteca, aunque en otra edición y bajo otra portada. No importa. Seguiré leyendo a Beckett, lo leeré de nuevo, a pesar de su densidad porque estoy acostumbrado a la densidad.
Arno Schmidt. La república de los sabios. Minotauro. 1981.
Un enigma. O varios enigmas: autor, argumento y forma.
Fiodor Dostoievski. Memorias del subsuelo. Barral. 1978.
A esta obra le tenía ganas, desde que en fecha indeterminada leí sus primeras cuatro líneas: "Soy un hombre enfermo... Soy malo. No tengo nada de simpático. Creo estar enfermo del hígado, aunque, después de todo, no entiendo de eso ni sé, a punto fijo, donde tengo el mal. No me cuido, ni nunca me he cuidado..."
Adolfo Bioy Casares. Historias fantásticas. Alianza Emecé. 1976.
Del fantástico Bioy Casares lo he leído todo, también estas historias, pero el volumen en cuestión no lo tenía y deseaba tenerlo.
James Joyce. Giacomo Joyce. Tusquets. 1970.
Otro texto brevísimo: 17 páginas (sólo se enumeran 16) que preludian el Ulises. De el Ulises tengo dos ediciones. He intentado leerlo en más de una ocasión. Jamás lo he logrado.
James Joyce. Escritos críticos. Lumen. 1971.
Una amplia recopilación de escritos diversos, 380 páginas, el primero de los cuales, redactado cuando el autor tenía 14 años, se titula "No hay que fiarse de las apariencias".
Roland Topor. Mundo inmundo. Planeta. 1972.
De los dibujos de Topor ya poseo otra colección en formato libro. Cuantas veces he paseado por las orillas del Sena, he buscado siempre en los barracones que exhibían obra gráfica, grabados, etc., un original suyo sin éxito. Quizá haya sido mejor no encontrarlo, pues de haberlo encontrado sin duda no hubiera podido pagar su precio.
Cyrano de Bergerac. El otro mundo. Los estados e imperios de la luna. Aguilar. 1968.
Una rareza. Publicado póstumamente en 1657.
Herman Melville. Bartleby el escribiente. Bruguera. 1980.
No se halla en mi biblioteca ni he leído nunca su obra más celebrada, Moby-Dick. En realidad no he leído nada de Melville, aunque tengo dos o tres de sus libros. Pero este Bartleby es especial, porque anticipa a Kafka y por el concreto prólogo de Borges. "Es como si Melville hubiera escrito: <<Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo>>."
En lo que resta de mes, estos diez libros se apilarán en mi mesita de noche. No agotaré su lectura, no es mi costumbre al menos en los últimos veinte años, pero en esencia aspiraré el aroma de sus hojas y asimilaré muchos fragmentos. Esa es la intención, el propósito, el método. Sin olvidar que desde mucho antes permanecen en esa mesilla los Signos junto al camino de Ivo Andric, detenida su lectura en la página 97 de un total de 558, una tarea postergada voluntariamente para disfrutarla después.
La adicción al trabajo no se cuenta entre mis adicciones. Cuando emprendo una tarea me mueve siempre un impulso irracional. Si voy más lejos o me detengo de pronto depende de factores que no puedo (o no quiero) controlar. Pero efectivamente, mis adicciones son importantes, perniciosas y satisfactorias a la vez, contradictorias en sus efectos inmediatos y su largo plazo.
En la noche del quinto día de este año que comienza no deseo hacer propósito alguno. Por muchas vueltas que le de, sé que no voy a dejar de escribir, ni de fumar ni de beber. Me hacen reír los que, después de la resaca, se prometen a sí mismos corregirse. Yo entiendo que a estas alturas no hay corrección posible.
Mi adicción al sexo no ha hecho otra cosa que incrementarse con los años, bien sea de manera poética, artística o filosófica (y aquí pueden valer otras excusas), menguando el interés por la simple anatomía y la carnalidad.
Mi adicción a la belleza, a la música, a los viajes y a los sueños me redime de otras adicciones. Soy un falso tímido que esconde a un guerrero, a un suicida.
Yo no tengo problema alguno por hablar de lo que consume y me consume, por aquel deseo, esta ganancia, aquella pérdida, este odio, este rencor, este amor, esta venganza, aquella falta, aquel agravio, esta canción, esta carta, este trago, esta luna brillante y tras la luna el inmenso espacio. No tengo problema alguno si el tema es la muerte, si hay que asumir la derrota, si hay que reconocer que en este mundo gobiernan los necios. No me propongo cambiar el mundo ni cambiarme a mí mismo. ¡Qué pretensión sin fundamento! Mejor seguir bebiendo.
Soy adicto a la burla y al juego.
En el nuevo almacén de libros usados compré diez y dejé para otra ocasión diez por diez. Dejé por ejemplo un compendio de boleros. Y pensé qué curiosa es la vida, pues si en otros tiempos me disgustaron esas letras ahora no puedo vivir sin ellas. Pensé con asombro en cómo han cambiado mis gustos, y con qué facilidad desecho tantos títulos dispersos de H. P. Lovecraft cuando a los 20 años me fascinaba. Hoy el horror no me interesa.
Desde que acabó el verano no ceso de dibujar aviones. Pero en su forma esquemática los aviones y las botellas se parecen. Lo unos llevan sus alas por fuera, las otras las llevan por dentro.
Quizá todo lo anterior no sea más que un despropósito. En realidad es lo que es, ¿para qué darle más vueltas?
Salvador Alís.
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