ABANDONO CASTIGO Y REMORDIMIENTO
El primer día del año, cuando faltaban diez minutos para que acabase mi turno de trabajo, mientras me dirigía hacia nuestras oficinas atravesando a toda prisa la terminal D, me encontré de repente con un niño muy pequeño, tres o cuatro años, tendido en el suelo boca abajo y llorando.
Donde estaba el niño no había nadie, entre sillas y mesas de un bar que ya había cerrado.
Me detuve sin pensarlo, sin valorar que esa decisión precipitada me haría perder el autobús. Pero ese niño y su desconsuelo, sin lugar a dudas, requerían toda mi atención.
Me arrodille junto a él y le pregunté ¿qué te pasa? ¿por qué lloras? No me contestó.
¿Cómo te llamas? le dije y siguió llorando.
¿Dónde está tu mamá? y no dijo nada.
Me atreví entonces a levantarlo del suelo y ofrecerle mi mano. Vamos a buscarla. No llores más.
Pero el niño seguía llorando. Y cuando, al pretender distraerlo, le preguntaba su nombre, seguía llorando, como si tratara de decirme que su nombre y su identidad nada importaban frente al abandono. No obstante puso su mano en mi mano y se dejó conducir por mí desde la puerta 84 hasta la 88. En esos cien metros, y a paso lento, el niño no dejó de llorar, sin contestar a mis preguntas, su mano izquierda en mi mano derecha, su derecha sujetando una botella de agua vacía.
Alrededor de la puerta de embarque 88 se encontraban decenas de viajeros. Si entre ellos no conseguía hallar algún miembro responsable de la familia del niño, tendría que dar la vuelta y llevarlo hasta el puesto de la Guardia Civil, cosa que para mí -y supongo que para el niño- no sería más que un incordio.
¿Ves a tu mamá, la ves? le pregunté al niño que se sujetaba a mi mano y no cesaba de llorar.
No dijo nada pero señaló hacia delante con la botella vacía. Entonces vi a una (¿cómo describirla desde mi edad?) mujer muy joven, detenida como una estatua, junto a otro niño parecido al que yo llevaba de la mano, el hermano mayor sin duda, cuya sonrisa burlona se mostraba en la espera.
¿Es tu hijo? ¿Eres su madre?
La mujer me dijo gracias pero no hizo el menor movimiento, no se acercó, no abrió los brazos, mientras el pequeño seguía llorando.
Lo encontré allí -y giré la cabeza-, tendido en el suelo y llorando.
Una rabieta -dijo. Pero el niño no cesaba en su llanto. El hermano mayor inmóvil y sonriente.
El llorón no se soltaba de mi mano. No llores más, le dije. Ve con tu mamá.
No entendía la indiferencia de la madre ni la malvada sonrisa del hermano.
Solté mi mano de la mano del niño, me di la vuelta y aceleré el paso pues ya salía tarde y no quería perder otro autobús. Desde lejos y habiendo cesado ya en su llanto, el niño me gritó su nombre.
Salvador Alís.
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