miércoles, 13 de septiembre de 2017

PRIMERA PARODIA (CORREGIDA Y AMPLIADA)

PRIMERA PARODIA (CORREGIDA Y AMPLIADA)

DE CÓMO FUI DERROTADO Y HUMILLADO POR UN NONAGENARIO JUGADOR DE AJEDREZ.

Yo había dejado de fumar. Y me sentía cómodo y seguro en esa situación. Pero un día fui convocado a una comida de trabajo (En realidad me convoqué a mí mismo con la esperanza de oírme hablar.) Éramos cuatro y llevé cuatro botellas de vino. Otro ofreció su casa. Otro encargó la paella. Y el último se ocuparía del postre. La paella no estaba mal y era abundante; pudimos repetir. El sol inundaba la terraza. En la piscina comunitaria, el agua transparente se abría ante bellos cuerpos bronceados que avanzaban sin aparente esfuerzo. Sobre el césped del diminuto jardín, un gato desconfiado daba cuenta de su ración de paella en un platillo de plástico blanco. (Puesto que uno de los cuatro se invitó sin oposición, fue imposible tratar los temas pendientes.) Luego del café y la ginebra, el último dijo que cogería la moto e iría a buscar los postres (pues dos de cuatro exigimos que fueran dos), que lo esperásemos junto al acantilado. Pasó la tarde sin darnos cuenta, apurando las copas sin aportar una idea original ni hallar una solución concreta al problema que nos había reunido. Cuando el sol empezaba a caer sobre el horizonte azul, cuando algunas gaviotas chillaban histéricas y el verdor de los pinos se oscurecía (o mejor aún: la sombra de los pinos oscurecía el bosque), (aparcó el enviado su bicicleta negra y nos mostró la dulce ensaimada de crema y el pastel de apetecibles manzanas verdes) (y entonces) nos metimos los cuatro (lo cierto es que sólo quedábamos tres) un par de rayas (cada uno) (de azúcar glas o glass) en el Falcon gris en el aparcamiento junto al acantilado. Poco después, fuera del coche, subidos al muro de piedra que separaba el mundo real del abismo del atardecer, fumamos (es decir: saltamos y nos recostamos sobre la) hierba (sin tabaco) (entre el muro y el abismo) contemplando un crepúsculo sobrecogedor que teñía las abundantes nubes y la fragmentación de las nubes con intensos matices rojos y naranjas sobre el aterciopelado magenta de la superficie del mar. Después de un trayecto inconsciente (la carretera se deslizaba veloz a ambos lados del coche) me vi ante la puerta del bar donde viejos jubilados se reúnen para jugar al ajedrez. (Para entonces, como de costumbre) Yo estaba solo. El que ofreció su casa se quedó en su casa (¿adónde podría ir?). El que trajo el postre, protegiendo su cabeza con un casco negro (del que sobresalían dos imponentes cuernos flácidos), se perdió en la curvas de su corto destino. Al conductor del Falcon, que pretendía dejarme en lugar seguro, lo despedí con nuestro exceso (habitual) de confianza. En un bolsillo, el móvil (¿a quién llamar?); en otro, la cartera con billetes recién extraídos del cajero; los otros dos vacíos. Pero en una mano, El día de la lechuza. Lo acababa de comprar por un impulso. Entré en el bar sorteando las mesas y los tableros donde los ancianos estrategas libraban sus batallas. En la barra pedí un Ribera (o un Rueda) y abrí el libro por la página 119. Aquí Leonardo Sciascia juega al juego de ponerle voz al fascismo y a la mafia (o quizá sea él mismo quien habla): "...se nos llena la boca al decir humanidad, hermosa palabra llena de viento, la divido en cinco categorías: los hombres, los mediohombres, los hombrecillos, los, hablando con respeto, (hijosdeputa) y los cuacuacuá… Hombres hay poquísimos; mediohombres, pocos, pues ya me daría yo por contento si la humanidad se agotara con los mediohombres… Pero no, sigue descendiendo hasta los hombrecillos, que son como los niños que se creen mayores, monos que hacen los mismos gestos que los mayores… Y, todavía más abajo, los (hijosdeputa), que se están convirtiendo en un ejército… Y por fin los cuacuacuá, que deberían vivir como los patos en las charcas, pues su vida no tiene mayor sentido ni mayor expresión que la de los patos..." En mi trastorno, no pude evitar hacer mías estas afirmaciones. Pero claro, la contradicción me estalló en la cara pues yo no era, no creía ser, ni un mafioso ni un fascista. Cerré el libro (o tal vez el Diario abierto por las páginas de contactos o sucesos o alta política; no lo recuerdo bien) y salí a la calle, pero al atravesar (atravesar no es la palabra; quería decir: esquivar) las mesas, un viejo nonagenario me desafió con la mirada. Me lo pensé dos veces. (¿Me retaba por el juego o me retaba por su edad?) Le pedí a un fumador un cigarrillo, inhalé con verdadera pasión el humo ausente de mis pulmones desde hacía ya un año y medio (todo ese tiempo prendido en un instante), y volví a entrar. Antes de sentarme ante el anciano, que ya colocaba con precisión maniática las piezas en sus casillas, le indiqué con un gesto al camarero que tomaría otra copa de vino. (Puesto que ya me conocía, trajo una botella medio llena). Los demás jugadores, a los que había vencido en un sinfín de partidas, se colocaron en círculo alrededor de nuestra mesa. Media docena de jubilados corrientes: un policía, un inspector de hacienda, el propietario de una mercería, un viudo discreto, un chino miope, un seductor venido a menos... (Y otros espectadores que nada sabían del juego, mas intrigados por el juego). Mi contrincante era sin duda el de mayor edad; su piel blanquecina y resquebrajada, las manchas en su cráneo, las hinchadas venas en el dorso de sus manos así lo manifestaban. Me dio jaque mate en la primera en apenas un cuarto de hora, y jaque mate en la segunda en cinco minutos. (Entre partida y partida volví a salir a la calle y le pedí otro cigarrillo a un barrendero que fumaba apoyado en su escoba en una esquina, en una pausa de su noche, un alto en su camino.) (Por darle tiempo al viejo para recolocar las piezas, me demoré junto al barrendero y así pude escuchar la canción completa que tarareaba: “duerme el sabio en cama de lana / duerme el vago en cama de pluma / el reumático duerme en madera / y el más vivo en un pecho gentil / por la noche barremos las calles / los largos paseos manchados de día / las hojas muertas sucias por el hielo / o la mala costumbre de un can / recogemos papeles y andrajos / colillas pisadas por zapatos / antes de que por triste fatalidad / vayan de las cloacas al mar / a veces encontramos un billete / caray ya no vale este dinero / en la hoguera lo vamos a quemar / pero luego nos entra un gran pesar / y se lo damos a un ciego pordiosero”). (Al despedirme del amable barrendero y darle las gracias por su canción, me regaló otro cigarrillo para después, lo que me hizo muy feliz). (De regreso junto al nonagenario, y sabiendo que la segunda también la había de perder, le dije al camarero que trajese otra botella, ¿de Rueda, de Ribera?, pero esta vez medio vacía). Aprendí de él (del anciano jugador) una lección importante: hay que saber esperar el momento oportuno. Nunca antes me había ganado, pues en nuestras confrontaciones anteriores yo fui más agresivo y más frío, y supe controlar la situación (entonces no fumaba). Si alguna vez llego a su edad, es decir: dentro de tres décadas, ya no podré jugar con él, pero siempre me quedará la opción de aprovechar el momento más débil de un adversario más joven a quien el vino (la paella, la ensaimada de crema), la cocaína, la hierba (el pastel de manzana, la ginebra), las lecturas y el tabaco hayan puesto a mi disposición, arrogante y confuso ante un tablero minuciosamente preparado por (y para) la experiencia. Al ser tan claramente derrotado, le di la mano al viejo en señal de respeto, pagué mis copas (es decir: mis botellas), pedí cambio. (Inevitablemente) Saqué de la máquina expendedora una cajetilla de Camel. Me demoré en la acera con el celofán y le pedí fuego al ex policía que también fumaba en la calle. Después me alejé sabiendo que nunca más volvería a aquel lugar pues no encajo bien la victoria de otros, por mucho que me hayan demostrado ser hombres de verdad. (Pero aquí no acaba todo y ahora viene lo bueno.) (Anduve no sé por cuánto tiempo por callejuelas desiertas y mal iluminadas, hasta llegar a un amplio paseo arbolado. Dos o tres bares y sus terrazas llenas, o quizá un solo bar y una terraza muy extensa. Sentía mucha sed, de manera que entré en ese bar o esos bares y pedí una botella de agua. Pero me la sirvieron en plástico y el plástico no me gusta. Le pregunté a la camarera si no la tenía de cristal. “¿Cristal?” preguntó a su vez la camarera. “Saliendo a la calle, la segunda mesa a la izquierda.” Antes de salir quise ir al baño. En el lóbrego pasillo que conducía hasta los lavabos y el almacén encontré el billete del barrendero, un billete gastado y enrollado, sin duda un falso billete. Lo guardé en el único bolsillo vacío que me quedaba; en los otros, el móvil -¿a quién llamar?-, la cartera donde menguaba el dinero extraído del cajero y el paquete de Camel. Sobre la puerta del almacén, las puertas señaladas para mujeres y hombres a ambos lados, un pequeño televisor en blanco y negro mostraba el discurso de Pau Casals ante la ONU en 1971, cuando contaba 95 años de edad, hablando de Catalonia y de la paz. En la segunda mesa a la izquierda, pagué con el billete alisado previamente sobre la taza del wáter por el agua y el cristal. Y luego seguí mi camino. Puesto que cuando ando por las calles tengo la manía de revisar constantemente mis bolsillos, en un momento dado descubrí un quinto bolsillo olvidado, el más pequeño sobre el delantero derecho de los vaqueros, y en él un pequeño bulto no más grande que un garbanzo. Pensé en mis amigos, seguramente a esa hora durmiendo plácidamente en sus lechos de lana, pluma y madera; el uno no se decide, pero su voz lo delata; el otro se acuesta como un león marino; el tercero soporta lo insoportable. ¿Qué libros pueden imaginarse junto a sus camas? Quizá no leen lo que debieran y yo leo lo que no debería, y ahí radica el problema. El garbanzo contenido en plástico es una reserva de energía. Al cruzar una calle por poco me atropella un Falcon azul metalizado. El jolgorio de las terrazas queda atrás. Casi ya no recuerdo la derrota ajedrecística, pero tengo muy presente al gato hambriento saltando sobre la paella. Un portal iluminado con luz roja me detiene. Un garabato chino a la derecha, junto a puerta exterior medio abierta. Entre esa puerta y la otra, una cámara de seguridad. No es fantasía imaginar que en su interior juegan interminables partidas esclavas sexuales. Me lo pienso dos veces. A nadie tengo que pedirle nada pues tengo mis cigarrillos y voy servido de paella, vino, café, ginebra, ensaimada, azúcar, coca, pastel de manzana, hierba, agua, cristal, lecturas… Y sin embargo, ahora me doy cuenta, he perdido El día de la lechuza, y no encuentro en mis bolsillos ni un mechero ni una humilde cerilla. El libro lo debí olvidar junto al tablero de ajedrez, cuando fui humillado por aquel nonagenario ex fumador reconvertido al budismo zen. Y el fuego, durante todo el día y la noche me ha sido prestado, ofrecido, regalado. No se le da al fuego el valor que se merece. Sobre muchas cosas se pasa por encima o por debajo, sin reconocer su importancia. Se pretende ignorar -y alentar la ignorancia sobre el hecho verificado- que una máscara japonesa oculta en realidad a una china esclava. Si el nonagenario me venció tan apabullantemente fue porque disfrazó a su reina china de nipona, porque desde primera hora de la tarde bebía a pequeños sorbos agua mineral con gas, porque dejó el tabaco a mi edad, y porque viudo o casado no es él quien saca a su perro a pasear. Una idea como relámpago en la tormenta me hizo entonces levantar el dedo del timbre: conozco perros que no se sacan a pasear a sí mismos. La conclusión de esta parodia se dará más tarde, pues hoy o ayer necesito dormir, más que dormir pensar, más que pensar, soñar... Junto a mi cama, una obra de imprescindible estudio: Teoría de los principios e imposibilidad de los finales. 


Salvador Alís.

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